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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (17 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—Deja de jugar a los detectives, Zephyr. —Sentí las exhalaciones calientes de su cara y me pregunté si podría sumergir la cara en Purell sin peligro.

—No estoy…

—No sé lo que sabes ni cómo has llegado a saberlo, pero te sugiero que te largues. Te daré un jugoso incentivo, mi pequeña y desvergonzada chantajista. Así que dime cuánto quieres. Y luego vete a tomar por culo.

Hasta yo me di cuenta de que no era el momento de dejarse ofender por el epíteto «desvergonzada».

—No…, no te estoy chantajeando —susurré—. Sólo quiero ayudarte…

Me apretó el cuello con más fuerza, lo que acercó mi cuerpo entero al suyo. En otras circunstancias podría haber sido un paso de un baile apasionado.

—Eres una puta mentirosa. Dime una cifra ahora mismo o lo lamentarás.

Un diablillo sobre mi hombro se preguntó, durante una fracción de segundo, cómo me sentiría si aceptaba darle un buen espaldarazo a mi fondo de pensiones.

—¿Puedo…? —Ni siquiera sabía lo que quería pedir ni cómo ganar tiempo.

—No, no puedes. ¿Quieres que cuente hasta tres? —me sugirió con voz desdeñosa.

—¡No! —Comprendí que si no fingía ser lo que él creía, una chantajista, sus elucubraciones podían empezar a acercarse a la verdad—. Te voy a decir lo que quiero. —Mi voz se quebró como la de un niño que acaba de entrar en la adolescencia—. Ya lo creo… Quiero… Quiero lo mismo que le habéis dado a ella. Medio millón.

Me acercó tanto a él que pude verle los pelos de la nariz.

—¿Doscientos cincuenta? —probé.

—Como ya imaginarás —gruñó—, aquí no tengo acceso a mi talonario de cheques.

—No pasa nada —dije con una voz cascada—. No hay prisa.

—Luego desapareces y no vuelvo a verte nunca. —Me soltó de un fuerte empujón. Me froté el cuello en el sitio donde se me había clavado la tela de la camisa.

—No hay problema. Éste no es mi destino soñado, que digamos —le espeté.

—No. Me refiero a que abandones el hotel, idiota.

—¿Perdona? —pregunté con una carcajada de incredulidad.

—Si te veo allí de pie cuando salga de aquí la semana que viene… —Se encogió de hombros como si no se hiciera responsable de sus actos.

Por ello no podía analizar la formulación exacta de su amenaza. Y aunque había estado temblando mientras Jeremy me tenía allí, en sus garras, también estaba entusiasmada. Jeremy no sabía lo mucho que me había contado con su amenaza. En realidad yo tampoco, pero eso lo resolvería pronto. Al menos eso esperaba. De hecho, aún no estaba claro que los quinientos mil de Jeremy tuvieran nada que ver con los cien mil de Ballard McKenzie, pero parecía razonable asumir que podía haber alguna conexión.

Era el momento de poner a Pippa al día, pero cada vez que la había llamado durante la jornada, o se encontraba en el ferry o no había podido ponerse. Estaba irritada con mi jefa. Como mínimo, habría necesitado que alguien siguiera a Zelda Herman por mí mientras yo interrogaba a Jeremy, y no podía pedírselo a nadie más que a ella. Al salir del hospital había tratado de llamarla de nuevo (en vano), había intentado pedir un taxi (en vano) y había terminado corriendo por la 42 hasta Grand Central, lo que al menos me sirvió para desfogarme un poco.

Vi a Macy esperándome en el andén 30, de espaldas. Estaba a punto de llamarla cuando me di cuenta de que aún llevaba el uniforme del hotel. Con la respiración entrecortada, volví sobre mis pasos y corrí al baño del piso de abajo. Dentro del retrete, guardé el sucio uniforme en la mochila y até la sudadera sobre la empapada camiseta. Con un gemido, comprendí que había estado tan distraída por mi insomne reencuentro con Gregory, seguido por mi entrevista matutina en el parque con Samantha, seguida por mi incursión en su habitación, seguida por la desconcertante entrevista telefónica con la recepcionista de Summa, seguida por mi vis a vis con Jeremy, que me había olvidado hacer la maleta para mi viaje al norte.

—¿Y qué te ha hecho llamar al dermatólogo? —pregunté a Macy mientras el tren pasaba como un cohete por Peekskill. Aunque el mérito era en parte de las dos sidras de pera, estaba asombrada por mi capacidad de compartimentar mi propia vida. Allí estaba, manteniendo una conversación con tanta normalidad como si no hubiera recibido una amenaza de muerte ni dos horas antes. «Esto —pensé—, es lo que permite a políticos por lo demás grandes (y asquerosos) predicar moralidad mientras tienen aventuras con becarias, ayudantes y argentinas.»

Macy dejó un sobre y estiró los dedos.

—Que el último chico, el del tobillo torcido…

—Hubo dos tobillos torcidos: ¿te refieres al magnate de los fertilizantes o al escultor?

—Al escultor, gracias, señorita Tacto. Tuvo un feo divorcio.

—Eso no puedes echárselo en cara.

—Bueno, la verdad es que sí. Nunca te conté la historia entera. Engañó a su mujer durante un retiro artístico. Se fue a Yaddo unas semanas para terminar el material de su exposición, se acostó con una mujer que se dedicaba a volar cámaras de vídeo mientras grababa las explosiones, bienvenida a la hora de la ironía aficionada, y bum, adiós a diez años de matrimonio. Más o menos como los vídeos —añadió con fingida seriedad.

—¿Y no vivió feliz para siempre con la detonadora?

—Ésa volvió corriendo con su novia de los últimos siete años. Sólo quería volver a probar a los hombres para ver si se estaba perdiendo algo.

—¿Veredicto?

—Nada de nada. Así que ahora él está solo bajo el frío, sin más compañía que sus esculturas de plomo para darle calor en las gélidas noches.

—No te engañó a ti —señalé.

Despegó la foto de un gran búho cornudo.

—Por favor, el que engaña una vez, engaña siempre.

Traté de no pensar si Gregory habría estado con alguien durante el tiempo que habíamos permanecido separados. Y no es que eso contara ni remotamente como una infidelidad. Simplemente, me encantaba torturarme.

—¿Y cómo es que un escultor al que le gusta tener aventuras te lleva a llamar a un dermatólogo? —pregunté mientras recogía el papel de cera sobrante de los sellos y lo estrujaba—. ¿O es que por fin estás dispuesta a admitir que no estás maldita?

—No. No estoy diciendo eso. Lo que puede que esté diciendo… —Se remetió un rizo suelto detrás de la oreja—. Vale. Puede que esté dispuesta a admitir que quizá me gustaría estar con alguien. Y que sólo fueron un par de tobillos torcidos.

—Lo que te está costando reconocer que tengo razón. —Le di un pequeño empujón en la rodilla con la mía.

—Pensé que era muy mono que la mamá del chico le hiciera de celestina —continuó, haciendo caso omiso de mis palabras—. Lo que he pensado es que, posiblemente, un tío así no sea de los que engañan. —Se volvió de repente y me apuntó con el dedo como si fuese una arma—. Pero pienso llevar un vendaje Ace durante la cita.

Aparté su dedo de un manotazo.

—Pues métetelo en el sujetador y así te hará doble servicio.

Se permitió una sonrisa a regañadientes.

Cuando el tren entraba en Garrison intercepté una botella rodante con el pie. ¿De verdad creía que estaba maldita? Aún no sabía hasta qué punto lo decía en serio o era una simple estratagema. Si, tal como Lucy había conjeturado en una ocasión, Macy le tenía tanto miedo a la intimidad y huía de la maternidad porque le era más fácil entregarse a desconocidos, ¿me importaba eso a mí? Desde luego, sus razones eran más laudables que las mías.

—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que quedarnos mañana? —Mi amiga introdujo las invitaciones con sus sellos en la mochila de lona que llevaba.

Me encogí de hombros, mientras sentía que la ansiedad comenzaba a impregnarme. Cuanto más nos acercábamos a Hillsville, más me costaba recordar por qué había creído que podía ausentarme de mi trabajo durante tanto tiempo.

—Esperaba que al menos una de mis clientas me necesitara en la ciudad —musitó Macy—. ¿Crees que estoy descuidando las bodas hasta el punto de quedarme fuera del negocio? ¡Oh, Dios mío, mira esas hojas! —Se enderezó en su asiento y apuntó con el dedo hacia la ventana del tren. Los pasajeros del andén de Garrison la miraron con alarma, pero ella no se dio cuenta—. Eh, ya que estamos aquí, podríamos ir a coger manzanas. Eso es algo que se puede hacer con los niños, ¿no? ¡Podríamos encender una fogata y beber sidra! ¿Hacen sidra antes de octubre? —En cuestión de meros segundos, Macy había logrado dar un giro de 180 grados tan completo que ahora parecía morirse de ganas por llegar a las afueras. Le sonreí como una madre orgullosa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada. Sólo que me gusta tu actitud.

El tren comenzó a moverse de nuevo y me incliné hacia adelante en el asiento de cuero de imitación para observar el río. Estaba atardeciendo y tuve que esforzarme para contemplar las vistas, más allá de mi reflejo en el espejo. En términos generales, había salido del modo laboral y entrado en el de amiga y apoyo, pero un pequeño e insistente pensamiento se negaba a abandonar mi cabeza: era casi seguro que estaba trabajando en un caso de intento de asesinato y resultaba crucial que sacara un momento para llamar a Pippa. Si Samantha Kimiko Hodges tenía la intención de seguir repartiendo filtros de amor con sabor a limón en las próximas veinticuatro horas, yo podía quedarme sin trabajo y verme sentada ante un tribunal mucho antes de que Jeremy pudiera ponerme la mano encima.

9

La noche había comenzado bien: Lucy bajó corriendo las escaleras, nos rodeó el cuello con las manos y proclamó su gratitud imperecedera antes incluso de que se hubiera cerrado la puerta. Leonard nos había recogido en la estación al salir del trabajo y aunque las conversaciones con él siempre estaban lastradas por su timidez, parecía más relajado y abierto que en cualquiera de nuestros encuentros en la ciudad. Puede que volver a su entorno nativo le hubiera sentado bien. Era una pena que Lucy percibiera su felicidad como deslealtad.

Las señales de la adversidad no habían sido aparentes al principio. Nos abrazamos y achuchamos, rodeadas por los chillidos y el escándalo de los niños, así que tardamos unos minutos en darnos cuenta de que el bullicio callejero que estábamos oyendo —las sirenas, los bocinazos, el rítmico put-put del tráfico sobre las planchas de acero, el rugido ocasional de una compuerta de seguridad que alguien bajaba— no se correspondía con la apacible carretera del exterior. Resultaba que Lucy sentía tanta nostalgia de Nueva York que había recurrido a Dover Carter con una solicitud concreta. Éste había llamado a un ingeniero de sonido al que conocía y había conseguido la banda sonora que ahora teníamos el privilegio de estar escuchando gracias al sistema de sonido centralizado que Leonard había instalado de manera inocente en su casa.

Pero los nenes, con sus gateos y vestidos con sus pijamitas, eran aún más monos de lo que yo recordaba. De hecho, empezaban a ser guapos, con aquellas frentes altas, aquellos ojos grandes y aquellos labios carnosos que daban ganas de cubrir a besos (aunque estuvieran ya cubiertos de baba). En una cocina luminosa y cálida que olía de forma incitadora a mantequilla y ajo, al ver cómo Lucy y Leonard usaban toda su sabiduría para conseguir que Alan y Amanda prorrumpieran en carcajadas como si fueran focas, sentí una décima de segundo de duda con respecto a mi decisión de mantener todos los huevos en la estantería. Sentí por un momento cierta nostalgia por los tarros de cristal llenos de pasta y colocados pulcramente sobre el mostrador, los lirios frescos del salón, el paragüero de cobre que había junto a la entrada y la enorme mesa de estilo rural con servilletas de tela.

No había ninguna razón que impidiera que pudiera tener todas esas cosas, me recordé mientras colocaba a Amanda sobre mi regazo. No hacía falta tener hijos, ni tampoco casarse, para poder tener una batidora KitchenAid de color azul cobalto, pero la realidad era que todo ello integraba el lote. Parte del interés que tenía la experiencia de la repostería eran las caritas rosadas que, cubiertas de harina, contemplaban el interior del bol. En ese mismo momento, Amanda estornudó y expulsó una erupción de mocos más grande de lo que jamás hubiera creído que podía contener una cosita tan pequeña. Se la entregué a su padre y, mientras me lavaba las manos en la honda pila de porcelana con grifo de cuello de cisne, comprendí que el deseo de vivir una experiencia de repostería se podía satisfacer invitando de vez en cuando a las amigas a una tarde para hacer galletas.

Después de veinte minutos de exhibición de monerías, Alan y Amanda se fueron a la cama. La casa estaba en aquel momento sometida al férreo gobierno de un monarca ausente, el autor de una guía sobre el sueño a la que Lucy se refirió en no menos de tres ocasiones como su biblia. En cuanto la familia desapareció en el piso de arriba, Macy y yo buscamos el equipo de sonido y acabamos con la matraca urbana, justo en medio del estruendo que hacía la cadena de la bici de un mensajero al chocar contra la acera.

—Ahhh —exclamó Macy en medio del consiguiente silencio, mientras abría los brazos de par en par. La seguí hasta uno de los dos salones para esperar a que los niños se durmieran. Nos servimos San Pellegrino y nos lanzamos sobre los canapés crujientes de romero y caviar de Eli’s Vinegar Factory, cortesía de unos clientes agradecidos de Macy a los que había disuadido de subir al altar al son del
I Still Haven’t Found What I’m Looking For
de U2. Nos habíamos puesto cómodas en los sofás —el feo de tartán marrón seguía allí, por desgracia— y estábamos llegando a la conclusión de que preferíamos hacer eso a leer
Goodnight Moon
por septuagésimo quinta vez, cuando se abrió la puerta y alguien preguntó a voz en grito:

—¡Yuju! ¿Hay alguien en casa?

Nos miramos con sorpresa. Lucy no había mencionado que esperase a nadie más para la cena.

—¡Vaya, hola!

—¡Señora Livingston! —Macy abandonó el sofá de un salto y saludó a la madre de Leonard con su mejor sonrisa profesional. Yo sólo había visto a Lenore Livingston en una ocasión, en la boda de Lucy, y me había mantenido a una distancia prudencial de aquella pequeña rubia de mirada dura que supervisaba todo cuanto sucedía con aire ceñudo.

—Cuánto me alegro de volver a verla —trinó Macy—. ¿Se acuerda de Zephyr, una de las antiguas amigas de Lucy?

—Zephyr, claro, la conserje. Me acuerdo de ti, querida. —Me abrazó con fingida intensidad, como si alguien le hubiera aconsejado que tratase de ser más afectuosa. Su perfume, una fragancia empalagosa y afrutada, me resultó familiar al instante, aunque fui incapaz de recordar dónde lo había olido antes.

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