Sobre uno de ellos, una sábana perfilaba la forma de un cuerpo.
Schiffer se acercó a la pila de mármol blanco que ocupaba el centro de la sala. Gruesa y lisa, estaba llena de agua y parecía una antigua pila bautismal de depuradas líneas. El agua, agitada por un motor, emanaba un perfume de eucalipto destinado a atenuar el hedor a descomposición y formol.
El viejo policía sumergió los dedos.
—Esto no me rejuvenece.
En ese momento, se oyeron los pasos del doctor Claude Scarbon, Schiffer se volvió. Los dos hombres se miraron de arriba abajo. Paul comprendió al instante que se conocían. Había llamado al médico desde el asilo, pero no había mencionado a su nuevo compañero.
—Gracias por haber venido, doctor -dijo Paul a modo de saludo.
Scarbon meneó la cabeza distraídamente sin apartar los ojos del Cifra. Llevaba un abrigo oscuro de lana y aún no se había quitado los guantes de cabritilla. Era un anciano escuálido; sus ojos, que brillaban constantemente, parecían desmentir la utilidad de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz. Sus gruesos mostachos de galo dejaban filtrar una voz cansina de película de preguerra.
Paul hizo un gesto hacia su acólito.
—Le presento a…
—Nos conocemos -lo atajó Schiffer-. ¿Qué tal, doctor?
Scarbon se quitó el abrigo sin responder, se puso la bata que colgaba de uno de los arcos y se enfundó unos guantes de látex de un verde pálido que armonizaba con el omnipresente azul.
A continuación, apartó la sábana. El olor a carne en descomposición se extendió por la sala y se impuso a cualquier otra sensación.
Paul no pudo evitar apartar la vista. Cuando tuvo el valor de mirar, vio el cuerpo lívido y abotagado, medio oculto bajo la sábana doblada.
Schiffer había retrocedido hasta los arcos y se estaba poniendo unos guantes quirúrgicos. Su rostro no mostraba la menor emoción. A sus espaldas, una cruz de madera y dos candeleros de hierro negro destacaban sobre la pared.
—Muy bien, doctor, ya puede empezar -murmuró con voz inexpresiva.
—La víctima es de sexo femenino y raza blanca. Su tono muscular indica que tenía entre veinte y treinta años. Más bien gruesa. Setenta kilos para un metro sesenta. Si se añade que tenía el cutis blanco característico de las pelirrojas y el mencionado color de pelo, diría que su perfil físico se corresponde con el de las dos primeras víctimas. A nuestro hombre le gustan así: treintañeras, pelirrojas y gorditas.
Scarbon hablaba en un tono monótono. Parecía leer mentalmente las líneas de su informe, unas líneas inscritas en su propia noche en blanco.
—¿Ningún signo particular? — le preguntó Schiffer.
—¿Como qué?
—Tatuajes. Perforaciones en las orejas. La marca de una alianza. Cosas que el asesino no habría podido borrar.
—No.
El Cifra cogió la mano izquierda del cadáver y le dio la vuelta para examinar la palma. Paul jamás se habría atrevido a hacer algo así.
—¿Ninguna marca de henna?
—No.
—Nerteaux me ha explicado que las marcas de los dedos hacen pensar en una costurera. ¿Qué opina usted?
—Las tres habían realizado trabajos manuales durante mucho tiempo, eso es evidente.
—¿Está de acuerdo en lo de la costura?
—Es difícil ser auténticamente preciso. Los surcos digitales están llenos de marcas de pinchazos. También hay callos en el índice y el pulgar. Puede deberse a la utilización de una máquina de coser o una plancha. — Scarbon los miró por encima de las gafas-. Las tres aparecieron cerca del barrio del Sentier, ¿no?
—¿Y?
—Son obreras turcas.
Schiffer hizo caso omiso de la seguridad de su tono. Observaba el torso. Paul hizo un esfuerzo y se acercó. Vio los cortes negruzcos que surcaban los costados, los pechos, los hombros y los muslos. Algunas eran tan profundas que dejaban ver el blanco de los huesos.
—Háblenos de esto -ordenó el Cifra.
El forense consultó rápidamente un fajo de folios grapados.
—En esta he encontrado veintisiete cortes. Unos son superficiales y otros profundos. Cabe suponer que el asesino intensificó las torturas conforme pasaban las horas. Es más o menos lo mismo que encontramos en las otras dos. — Scarbon bajó los folios y observó a los dos hombres-. En general, todo lo que voy a describir es igualmente válido para las otras dos víctimas. Las tres mujeres fueron sometidas a las mismas torturas.
—¿Con qué instrumento?
—Un cuchillo de combate cromado, con filo de sierra. Las marcas de los dientes se distinguen con claridad en varias heridas. Para los dos primeros cuerpos, pedí un estudio a partir del tamaño y la separación de los picos, pero no hemos descubierto nada específico. Material militar estándar, que se corresponde con decenas de modelos.
El Cifra se inclinó hacia delante para examinar otro tipo de heridas que se multiplicaban sobre los pechos, extrañas aureolas negras que sugerían mordiscos o quemaduras. Cuando las vio en el primer cadáver, Paul pensó en el diablo. Un ser de fuego que se habría ensañado con aquel cuerpo inocente.
—¿Y esto? — preguntó Schiffer acercando el índice-¿Qué son exactamente? ¿Mordiscos?
—A primera vista, parecen chupetones de fuego. Pero les he encontrado una explicación racional. Creo que el asesino utiliza una batería de coche para someterlas a descargas eléctricas. Para ser precisos, diría que emplea las pinzas dentadas que sirven para transmitir la corriente. Las marcas de labios no son otra cosa que las señales dejadas por esas pinzas. En mi opinión, les moja el cuerpo para potenciar las descargas. Eso explicaría los hematomas negros. Esta presenta más de veinte. — El forense agitó los folios-. Está todo en mi informe.
Paul conocía aquellos detalles. Había leído las conclusiones de las autopsias mil veces. Pero siempre sentía la misma repulsión, el mismo rechazo. Era imposible acostumbrarse a semejantes atrocidades.
Schiffer se colocó a la altura de las piernas del cadáver. Los pies, de un negro azulado, formaban un ángulo disparatado.
—¿Y esto?
Al otro lado del cuerpo, Scarbon se acercó a su vez. Parecían dos topógrafos estudiando los relieves de un mapa.
—Las radiografías son espectaculares. Tarsos, metatarsos, falanges… Todo machacado. Hay unas setenta esquirlas de hueso clavadas en los tejidos. Ninguna caída habría causado semejantes destrozos. El asesino se ensañó con estos miembros con un objeto contundente. Una barra de hierro o un bate de béisbol. Las otras dos sufrieron el mismo tratamiento. Me he informado: es una técnica de tortura propia de Turquía. La felaka, o la felika, ya no me acuerdo.
—Al-falaqa -escupió Schiffer con voz gutural. Paul recordó que el Cifra hablaba turco y árabe con fluidez-. Puedo citarle de memoria diez países en los que se practica.
Scarbon se colocó las gafas en el caballete de la nariz.
—Sí, bien. El caso es que todo esto es de lo más exótico, francamente.
Schiffer volvió hacia el abdomen. Una vez más, cogió una de las manos del cadáver. Paul se fijó en los dedos, ennegrecidos e hinchados.
—Le arrancó las uñas con unas tenazas -comentó el experto-. Las yemas presentan quemaduras de ácido.
—¿Qué ácido?
—Imposible decirlo.
—¿Podría ser un intento post mortem de destruir las huellas digitales?
—En tal caso, el asesino fracasó en su propósito. Los dermatoglifos son perfectamente visibles. No, en mi opinión fue una tortura suplementaria. Nuestro hombre no es de los que cometen fallos.
El Cifra había soltado la mano del cadáver. Ahora toda su atención estaba concentrada en el sexo, que permanecía entreabierto. El forense también observaba la carnicería. Los topógrafos empezaban a parecerse a carroñeros.
—¿La violó?
—En el sentido sexual de la palabra, no. — Por primera vez, Scarbon titubeó. Paul bajó los ojos. Vio el orificio abierto, dilatado, desgarrado. Las partes internas, labios mayores y menores y clítoris, estaban vueltas hacia el exterior en una espantosa revolución de los tejidos. El forense se aclaró la garganta y se lanzó-: Le introdujo una especie de porra provista de cuchillas de afeitar. Los cortes se distinguen perfectamente aquí, en el interior de la vulva, y a lo largo de los muslos. Una auténtica carnicería. El clítoris está seccionado. Los labios, cortados. Eso provocó una hemorragia interna. La primera víctima tenía exactamente las mismas heridas. La segunda…
Scarbon volvió a dudar. Schiffer buscó su mirada.
—¿Qué?
—La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… algo vivo.
—¿Algo vivo?
—Un roedor, sí. Una alimaña de ese tipo. Los órganos genitales externos presentaban mordeduras y desgarros hasta el útero. Al parecer, es una técnica de tortura que se ha utilizado en América Latina…
Paul tenía un nudo en la garganta. Conocía aquellos detalles, pero cada uno de ellos bastaba para sublevarlo, cada palabra le revolvía el estómago. Retrocedió hasta la pila de mármol. Maquinalmente, sumergió los dedos en el agua perfumada; pero recordó que su auxiliar había hecho lo mismo hacía unos minutos y los sacó bruscamente.
—Continúe -ordenó Schiffer con voz ronca.
Scarbon no respondió de inmediato; el silencio invadió la sala turquesa. Los tres hombres parecían comprender que ya no podían retroceder: tendrían que enfrentarse al rostro.
—Es la parte más compleja -dijo al fin el forense encuadrando el desfigurado rostro con sus dos índices-. Las torturas tuvieron diversas etapas.
—Explíquese.
—Primero, las contusiones. El rostro no es más que un enorme hematoma. El asesino lo golpeó prolongada y salvajemente. Puede que con un puño americano. En cualquier caso, con un objeto metálico más preciso que una barra o una porra. A continuación, los cortes y las mutilaciones. Las heridas no sangraron. Fueron causadas post mortem.
Ahora estaban tan cerca de la horrible máscara como cabía estar.
Veían las profundas heridas en toda su crudeza, sin la distancia que permiten las fotografías. Los cortes que atravesaban el rostro y surcaban la frente y las sienes; las hendiduras que perforaban las mejillas; y las mutilaciones: la nariz amputada, la barbilla biselada, los labios cortados…
—Pueden ver tan bien como yo lo que cortó, limó, arrancó… Lo interesante es su aplicación. Fue el remate de su obra. Es su firma. Nerteaux piensa que intenta copiar…
—Ya sé lo que piensa Nerteaux. ¿Y usted qué piensa?
Scarbon se puso las manos a la espalda y dio un paso atrás.
—El asesino está obsesionado con esos rostros. Constituyen para él un objeto de fascinación y odio. Los esculpe, los modifica, y al mismo tiempo los despoja de su humanidad.
Schiffer se encogió de hombros con escepticismo.
—¿Cuál fue la causa de la muerte?
—Ya se lo he dicho. Una hemorragia interna. Provocada por los destrozos en los genitales. Debió de desangrarse en el suelo.
—¿Y en los otros casos?
—En el primero, también una hemorragia. A no ser que el corazón fallara antes. En cuanto a la segunda víctima, no puedo asegurarlo. Tal vez muriera de terror, sencillamente. Podemos resumir diciendo que estas tres mujeres murieron de sufrimiento. Los análisis de ADN y toxicológicos de esta mujer están en curso, pero no creo que den más resultados que en los otros dos casos.
Scarbon cubrió el cuerpo con la sábana con un gesto brusco, demasiado apresurado. Schiffer dio unos pasos antes de preguntar:
—¿Ha podido deducir la cronología de los hechos?
—No me aventuraré a exponer una sucesión temporal detallada, pero podemos suponer que esta mujer fue secuestrada hace tres días, es decir, la noche del jueves. Sin duda, al salir del trabajo.
—¿Por qué?
—Tenía el estómago vacío. Como las otras dos. Las sorprende cuando vuelven a casa.
—Evitemos las suposiciones.
El forense suspiró con exasperación.
—A continuación, sufrió entre veinte y treinta horas de torturas sin pausas.
—¿Cómo lo ha calculado?
—La víctima se debatió. Las ligaduras le desollaron la piel y se hundieron en la carne. Las heridas supuraron. La infección permite calcular el tiempo. De veinte a treinta horas; no puedo equivocarme mucho. De todas formas, dadas las torturas, es el límite de la resistencia humana.
Schiffer seguía paseando y mirándose en el espejo azul del suelo.
—¿Hay algún indicio que pudiera apuntar el lugar del crimen?
—Tal vez.
—¿Cuál?-intervino Paul.
Scarbon chasqueó los labios al modo de una claqueta de rodaje.
—Ya lo había advertido en las otras dos, pero en esta es aún más claro. La sangre de las víctimas contiene burbujas de nitrógeno.
—¿Qué significa eso? — preguntó Paul sacando su libreta.
—Es bastante extraño. Podría significar que el cuerpo fue sometido, en vida, a una presión superior a la normal en la superficie de la tierra. La presión del fondo del mar, por ejemplo. — Era la primera vez que el forense mencionaba aquella circunstancia-. No soy submarinista -siguió diciendo-, pero es un fenómeno conocido. La presión aumenta a medida que nos sumergimos. El nitrógeno de la sangre se disuelve. Si volvemos a la superficie demasiado deprisa, sin respetar las etapas de descompresión, el nitrógeno vuelve a su estado gaseoso bruscamente y forma burbujas en la corriente sanguínea.
Schiffer parecía muy interesado.
—¿Eso es lo que le ocurrió a la víctima?
—A las tres víctimas. Se formaron burbujas de nitrógeno que explotaron por todo el organismo y provocaron lesiones y, a no dudarlo, nuevos sufrimientos. No es una certeza al cien por cien, pero estas mujeres podrían haber sufrido un «accidente de descompresión».
—¿Las sumergieron a gran profundidad? — volvió a preguntar Paul sin dejar de tomar notas.
—Yo no he dicho eso. Según uno de nuestros internos, que practica el submarinismo, sufrieron una presión de al menos cuatro pares. Lo que equivale a unos cuarenta metros de profundidad. Parece un poco complicado encontrar una masa de agua así en París. Parece más probable que las introdujeran en una campana de alta presión.
Paul escribía febrilmente.
—¿Dónde se consiguen esos cacharros?
—Habría que investigar. Los submarinistas los utilizan para descomprimirse, pero dudo que haya alguno en la región de París. Hay otro tipo que se utiliza en los hospitales.