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El gobierno de su majestad Juan VI había tomado todas las medidas necesarias para que la travesía del Atlántico le resultase a la archiduquesa Leopoldina lo más placentera posible. Sus camarotes se componían de un dormitorio con una cama suspendida para acompañar los movimientos del barco, un aseo con bañera, un vestidor, un comedor con sillas tapizadas de terciopelo azul, un salón decorado de pan de oro presidido por un sillón de piel de tigre fabricado en Bengala, y un magnífico piano bajo el retrato de don Pedro en un marco dorado. Siempre había a mano algún lavabo de oro, con su correspondiente jarra, también dorada. Todo ese lujo contrastaba con el resto del barco, una auténtica arca de Noé que los demás pasajeros austriacos, algo indignados, encontraban sobrepoblado y sucio. En efecto, para alimentar el exceso de tripulación, viajaban a bordo numerosas vacas, terneros, cerdos, carneros, cuatro mil gallinas, cientos de patos y, para distracción de los pasajeros, una docena de canarios. El hedor a animal que subía de las bodegas era insoportable.
«… Conseguí mantener el buen humor, que los demás perdieron, visto que no viajan por amor a su esposo»
, escribió Leopoldina a su hermana desde la escala de Madeira.
Fue una travesía tediosa, interrumpida solamente por algunos temporales: entonces las sillas huían de las mesas con los comensales en ellas, los platos más exquisitos se derramaban en el suelo y los camareros se acercaban de rodillas para no caerse, disculpándose como si ellos fuesen causantes del mal tiempo. Al cruzar la línea ecuatorial, les invadió un calor diferente, impregnado de humedad, un cambio que les animó porque les acercaba al final. Luego, una mañana, sintieron algo raro en el ambiente. Algo inexplicable, como si el aire fuese distinto. El mar también parecía diferente, las olas eran más cortas. Vieron delfines dibujar arabescos con sus aletas en el agua. «Huele a tierra», dijo de pronto un marinero. Llegaban efluvios de hierba y olor a selva. Desde su camarote, Leopoldina esperaba ansiosa el momento en que divisaría la costa de Brasil. Como una aparición mágica, surgió primero un hilo de tierra en la lejanía, fino y borroso. Sintió un pellizco en el corazón. Sí, ése era el Nuevo Mundo con el que tanto había soñado. Desde el sillón de Bengala, siguió oteando el horizonte que fue transformándose con el correr de las horas en un paisaje más definido, dominado por farallones de piedra basáltica negra tocados de verde follaje tropical.
Ochenta y cinco días después de haber zarpado, el
Dom João VI
se acercaba por fin a la costa de Río de Janeiro, reconocible por el horizonte que dibujaban sus montañas que evocaban
«un gigante tumbado, con el perfil invertido de una cabeza humana».
Las corrientes y los alisios arrastraron suavemente la pequeña flota hacia la bahía de Guanábara, un paso de menos de dos millas de ancho, inconfundible por la presencia del Pan de Azúcar, una roca en forma de cono de cuatrocientos metros de altura coronada por una estrecha banda de tierra vegetal. Su masa imponente hacía que los demás barcos de la flotilla pareciesen de juguete. Estaba flanqueada por otro promontorio, dos veces más alto y cubierto de una tupida selva, el Corcovado. En enero de 1502, el navegante Gonzalo Coelho surcó esas mismas aguas en una carabela. Uno de sus oficiales, Américo Vespucio, confundió la entrada a la bahía con el estuario de un río, y de ahí le vino el nombre, Río de Janeiro, río de Enero. La ciudad propiamente fue fundada el 1 de marzo de 1565 bajo el nombre de San Sebastián de Río de Janeiro, en honor al santo protector del rey de Portugal.
Leopoldina, en cubierta, contemplaba muda de estupor esos roquedales escarpados con formas fantásticas, siempre distintas, bordeados de playas de arena blanca y deslumbrante, con filas de palmeras majestuosas que se recortaban sobre un cielo muy azul. Se oía romper las olas contra los riscos. Olía a mar, a vegetación, y luego a la pólvora de las salvas que desde las distintas fortalezas disparaban para saludar el paso del pabellón real. Bañados por la luz plateada de un sol intenso, los demás pasajeros compartían la fascinación por aquel espectáculo soberbio. Luego pasaron entre una ensenada semicircular subrayada por una playa y, del lado de tierra, una fila de casas solariegas
«que evocan la felicidad y el reposo»,
como escribió Leopoldina, quien todavía no sabía que una de ellas era la de su suegra. Avanzando siempre hacia la ciudad, surgían otras casas encaladas en las playas, conventos y ermitas en la cima de las colinas, luego la iglesia de Gloria y más allá un enjambre de tejados erizados de campanarios. Multitud de gente saludaba desde la orilla. Se intuía un ambiente alborotado y alegre en la ciudad.
El estruendo de las salvas acompañó la llegada y el fondeo de los buques, que desplegaban banderines y flámulas de todos los colores. En sus esquifes, jóvenes africanos se acercaron a ofrecer sus frutas a voz en grito. En el muelle, se izaron las banderas de Austria y del Reino Unido de Brasil, Portugal y Algarve e inmediatamente después repicaron las campanas de todas las iglesias, y aquello duró hasta el atardecer. Luego estallaron fuegos artificiales cuyo reflejo en las aguas tranquilas de la bahía dejó a todos, visitantes y cariocas, mudos de asombro. Al finalizar el espectáculo, hizo su aparición una barcaza engalanada y dorada, impulsada por cien remeros, tocados de cascos plateados y vestidos con chaquetas de terciopelo granate. A bordo se encontraban su majestad el rey y sus hijos; venían directamente de San Cristóbal. La embarcación se detuvo primero en el muelle para recoger a la reina y a sus hijas, para dar así a la comitiva austriaca y al pueblo la falsa imagen de una perfecta armonía familiar. Y juntos fueron a dar la bienvenida a la archiduquesa. Como don Juan tenía una herida infectada en la pierna, consecuencia de una picadura de garrapata, y no podía desplazarse a bordo del
Dom João VI
, fue Leopoldina la que se acercó a saludarles.
Al entrar en la barcaza, reconoció en seguida a Pedro y la condesa de Kunburg, su dama de compañía, notó un destello en los ojos de la joven, que a duras penas disimulaba la satisfacción de descubrir al marido que le habían conseguido. Alto, elegante, lucía uniforme de general. Sus largas y abultadas patillas enmarcaban su rostro de galán, realzado por el cuello alto, rojo y bordado de hilo de oro y la pechera recubierta de cruces y medallas. Le pareció mucho más guapo que en el retrato que le había dado Marialva. Espoleada por la emoción, sorprendió a todos lanzándose a los pies de sus majestades, que no esperaban tanta efusividad de una teutona. Éstos la ayudaron a levantarse y la abrazaron como si fuese una hija descarriada que volvía a casa después de un viaje.
—Todo está listo para el desembarque oficial, que tendrá lugar mañana por la mañana —le dijo don Juan—. Permítame presentarle a mi hija María Teresa…
Ambas cuñadas se enzarzaron en una conversación sobre plantas, mientras Pedro permanecía a distancia, observándolas. Leopoldina le desconcertaba. Esa chica era fuera de lo corriente, con unos ojos tan azules que eran casi violetas, con un cabello tan rubio que refulgía y un estilo germánico muy distinto a lo que estaba acostumbrado. En cuanto a belleza y gracia no podía sostener la comparación con su francesita exiliada a la fuerza a Pernambuco. Leopoldina tenía el labio inferior grueso, y un
pescoço robusto
, defectos apenas percibidos porque los disimulaban su jovialidad y su forma de vestir, pero que no escapaban a la sagacidad de Pedro, ya ducho en esas cuestiones. También le gustó su cutis, que era como una manzana rosada, su sonrisa dulce y que toda ella fuese pulposa.
Pedro fue el último en acercarse. Con el semblante serio, apenas se atrevía a mirarla a la cara, estaba intimidado. Al fin y al cabo, ahí tenía a la ex cuñada de Napoleón… Como no hablaba alemán y ella apenas hablaba portugués, intercambiaron los primeros cumplidos en francés, ese idioma que había aprendido a chapurrear con el amor de su vida.
—Éste es mi regalo de bienvenida —le dijo Pedro, entregándole una bolsita.
La archiduquesa la abrió y empezó a sacar diamantes montados en forma de racimos, de nudos de lazo, de penacho, en forma de garza… Al final, sacó una ave del paraíso incrustada de brillantes y con una corona de laurel en el pico.
—Son frutos de esta tierra —dijo el rey—. Su alteza ha llegado al país de las piedras preciosas.
Pedro y Leopoldina cruzaron miradas furtivas mientras duró aquella primera entrevista, que fue cordial y agradable dada la circunstancia. Al principio Pedro fue gratamente sorprendido por su sencillez y espontaneidad, que no esperaba en una mujer criada en la corte austriaca. Pero cuando ella empezó a desplegar su erudición buscando una discusión sobre clasificación mineralógica, la vio como un bicho aún más raro que los insectos de la colección de lepidópteros que traía bajo el brazo. En aquel momento podían haberle dicho que su mujer llegaba de otro planeta, y no de Europa, y se lo hubiera creído. Leopoldina, sin embargo, cegada por el amor que de antemano tenía a su esposo, nunca guardó rencor al marqués de Marialva por haberle mentido sobre el interés de su marido por los minerales.
16
Pedro apenas se había recuperado de la pérdida de su primer amor verdadero. Que pudiera haber otros en su vida, como le decían sus allegados, sólo era un pobre consuelo para una alma herida. Su sufrimiento se había magnificado por el hecho de saberla embarazada. Al final, al darse cuenta de que la partida estaba perdida, había llegado a una aceptación recalcitrante de su destino. El ejemplo que había instilado en él su padre le había ayudado a superar aquel trance: a pesar de su apariencia descuidada y su indecisión crónica, don Juan siempre había sido hombre de hábitos rutinarios, piadoso, trabajador y sobre todo entregado en cuerpo y alma a su deber. A su hijo le había transmitido algunas de esas cualidades. Luego el Chalaza también intentó ayudarle a olvidar a Noémie. Olvidar, nunca lo consiguió, pero se desfogó con prostitutas y amigas, mulatas calentitas que rivalizaban en las más dulces perversiones del amor para animar el humor triste del príncipe enamorado. A veces las abandonaba antes siquiera de desnudarlas, como si le bastase tener la seguridad de saber que podía conseguirlas. Añoraba tanto a Noémie que, siempre que podía, pasaba por la calle donde vivía su madre, y miraba al piso de arriba, como si su amada fuese a aparecer en el balcón. Un día, aquella añoranza le jugó una mala pasada. Iba a caballo por el centro cuando su corazón dio un vuelco al ver a una chica que salía del estudio de ballet de Louis Lacombe, donde vivía madame Thierry. Tenía un aire a Noémie, más mayor, pero sin su mismo encanto. Descubrió que era su hermana, que había venido a trabajar y a vivir a Río. Pedro fue incapaz de contenerse y cometió un error que pesaría sobre su reputación: intentó seducirla, en plena calle y a la luz del día, y al hacerlo le daba la impresión de que estaba hablándole a Noémie. En su atribulada mente, superpuso a las dos mujeres, sin darse cuenta de que estaba cometiendo una transgresión inaceptable. Se encontró con el rechazo de la hermana, que lo mostró de plano y con malos modos, lo que dejó al ufano príncipe hundido en la miseria moral más absoluta.
—¡Sinvergüenza! —oyó decir a madame Thierry desde lo alto del balcón.
La anécdota recorrió la ciudad como un reguero de pólvora.
—¡Menudo golfo! ¡Ese chico no vale nada…! —repetían al unísono las señoras en los salones y en las peluquerías—. No le ha bastado arruinar la vida a la una, que también lo intenta con la otra…
Aquel desliz le costó caro porque alimentó los rumores sobre su carácter donjuanesco, ligero, irresponsable e indigno de confianza. Una imagen que los miembros del gobierno y de la corte temían que acabase cruzando el océano…
Pero el caso es que Pedro añoró a Noémie durante muchos y largos días. Se enteró de que, bajo los auspicios del rey, había sido enviada a Recife, en el lejano nordeste del país, donde el gobernador de Pernambuco la puso al cuidado de un matrimonio formado por un oficial del ejército y su mujer, quienes habían sido generosamente indemnizados por don Juan, y Noémie, por su parte, había recibido una buena suma para la canastilla de la criatura. Hasta su madre tuvo derecho a una joya de parte de Carlota Joaquina. No más, porque madame Thierry había decidido permanecer en la ciudad y hacer venir a su otra hija en lugar de irse ella a Francia.
Sin embargo, el epílogo de aquella historia fue una cruel puñalada del destino. La recibió Pedro al enterarse de que su hijo había muerto a los pocos días de nacer. Loco de pena, atormentado por el sentimiento de culpabilidad, avergonzado por la pifia que había hecho con la hermana, pensó en escaparse e ir al encuentro de Noémie. Pero le fue materialmente imposible. Río entero estaba preparándose para la llegada de Leopoldina, don Juan había hecho obras en San Cristóbal y los miembros de la misión artística francesa estaban engalanando la ciudad a costa del erario público. Pedro se había convertido en el centro de atención de la vida social. Allá adonde iba, los mismos que le criticaban a sus espaldas por su comportamiento de mujeriego le felicitaban por su boda. Hasta le agradecían la dicha que ese enlace aportaría al pueblo. Prisionero de una malla invisible, pero bien sólida, que le encerraba en su papel de heredero, de nuevo le fue imposible huir.
Lo que hizo fue escribir al gobernador de Pernambuco, y le rogó que velase por la salud de Noémie, que cuidase de que no le faltase de nada. Y al final de la carta, le pidió un favor que mostraba, más que cualquier otra manifestación de dolor, la intensidad de su desgarro: quiso que el cuerpo de su hijo fuese embalsamado y le fuese enviado para su custodia. El gobernador le contestó que había organizado unos pomposos funerales en memoria del pequeño, y que le enviaría el cadáver momificado. Pedro lo recibió en un pequeño ataúd blanco, que guardó en sus aposentos de San Cristóbal como su reliquia más preciada.
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El día siguiente a la llegada, a mediodía del 6 de noviembre de 1817, la familia real embarcó en el
Dom João VI
para almorzar con doña Leopoldina. Fiel a su naturaleza desafiante, Pedro convirtió la timidez de la víspera en galantería. A la erudición de su mujer pensaba responder con sus mejores armas de seductor. Se colocó el último de la cola para saludarla, y cuando ella le tendió la mano, se la cogió y no la soltó hasta llevarla a la mesa del comedor, donde le acercó una silla:
«En un momento dado, durante la comida
—escribió Leopoldina a su hermana—,
Pedro me guiñó un ojo y sentí que, debajo de la mesa, ponía su pierna encima de la mía. Su audacia fue más allá: cuando terminé mi discurso en la mesa, Pedro me susurró: “Qué pena que hasta mañana no tengamos permiso para bailar.”
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