El imperio eres tú (17 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Aquel insulto de «traidor» siguió retumbando en su cabeza todos estos años y lo haría hasta el final de sus días porque nunca se sintió un traidor, al contrario. Él vio siempre su marcha de Portugal como un sacrificio. Hubiera podido componer una paz de pacotilla como lo habían hecho su suegro y su cuñado en España, pero no, optó por refugiarse en su lejana colonia, con todo lo que ello implicaba. Y ahora que ese imperio empezaba a salir adelante, que Río de Janeiro cobraba el brío de una gran ciudad, que tantas instituciones promovidas por su real persona echaban raíces, que la prosperidad de la colonia se había afianzado, la idea de volver se le hacía insoportable. Había conseguido que la construcción de casas, puentes y carreteras aumentase considerablemente desde su llegada. Con fondos públicos había mandado construir el acueducto de Maracaná y secar marismas para levantar cuarteles, había construido el edificio de la Cámara de Comercio y el del Tesoro, y para salvaguardar los sesenta mil volúmenes que había traído de Lisboa, había sufragado el coste de una Biblioteca Nacional que no tenía nada que envidiar a otras grandes bibliotecas del mundo. Su preocupación por promover la educación y la investigación científica en Brasil había dado lugar a la inauguración de la primera universidad médica en Salvador de Bahía, seguida de otra en Río. ¿No había patrocinado también las expediciones científicas, que permitían adaptar animales y plantas útiles al peculiar entorno tropical? Algunos proyectos habían fracasado, como la introducción de camellos de Arabia o el cultivo del té chino, pero el café estaba dando resultados espectaculares. Las misiones artísticas, promovidas por su real persona, habían creado escuela y habían insuflado un aire cosmopolita a Río. Todavía le quedaba mucho por hacer, incluido su proyecto favorito: la conquista de la banda oriental para asegurarse una frontera con el río de la Plata. ¿No revertería todo eso en la grandeza misma de Portugal?

—Los Braganza siempre hemos escogido el deber…

La frase que gustaba repetir a sus hijos le rondaba siempre por la cabeza. Sin embargo, ahora empezaba a dudar: una brecha había resquebrajado sus certezas… ¿Dónde estaba el deber? ¿En Portugal? ¿En Brasil? Si volvía a Portugal, como pretendía el almirante Beresford y tantos otros, ¿no acabaría Brasil tomando el mismo camino que los territorios españoles de América, el rumbo de las repúblicas independientes? ¿No significaba eso la disgregación total del imperio? Y si, por el contrario, permanecía en Río de Janeiro, ¿no acabaría perdiendo Portugal a manos de los revolucionarios y de todos los que estaban resentidos por su alejamiento de casi una década y media?

29

Después de su frustrante entrevista con don Juan, el almirante William Carr Beresford volvió a Portugal, pero la revolución —ésa que tanto temía— estalló mientras viajaba de regreso. Tal y como había predicho, un grupo de insurrectos, mezcla de liberales, masones, nacionalistas y seguidores del general Freire —ése al que la brutalidad del almirante había convertido en mártir—, hartos y desencantados con los sucesivos malos gobiernos e inspirados por la hazaña del general Riego, iniciaron una sublevación en Oporto, que luego se propagó a Lisboa. Una fragata le abordó mientras navegaba por la desembocadura del Tajo hacia la capital, y los soldados a bordo le comunicaron que no le estaba permitido atracar en el puerto de la capital lusa. Le informaron de que el Consejo de Estado había sido destituido por militares portugueses, y que el nuevo régimen había convocado a las Cortes que, al igual que en España, ejercerían el poder legislativo. Por lo pronto, el gobierno de los insurrectos pensaba adoptar la Constitución liberal de Cádiz.

Beresford tuvo que poner rumbo a Inglaterra.
«Las cosas nunca serán igual…
—escribió durante el viaje—.
Ahora más que nunca es urgente que el rey o su hijo regresen a Lisboa, antes de que todas las provincias brasileñas sean también inducidas a la rebelión.»
El almirante estaba empeñado en salvar la monarquía. Pensaba que más valía una monarquía constitucional que una república, una forma de gobierno poco experimentada y que en aquel entonces evocaba las huestes sangrientas de los revolucionarios franceses más que el flamante nuevo Estado republicano de Norteamérica.

Don Juan entró en pánico cuando se enteró de lo que estaba sucediendo en Portugal. ¡Así que Beresford tenía razón! Él había preferido no creerle, pensando que los ingleses le manipulaban por interés propio, que la mecha de la revuelta no llegaría a prender. Acariciaba la esperanza loca de que la revuelta se desgastara o que las potencias europeas se encargarían de aplastarla. Sin embargo, ahora la realidad le colocaba entre la espada y la pared. Lo primero que habían exigido las nuevas Cortes portuguesas era su regreso a Lisboa. El rey reunió a la corte y a su gobierno en conferencias inacabables que sólo alcanzaron el consenso para decidir prohibir la difusión de cualquier noticia procedente de la metrópoli. Pero la medida fue inútil: las cartas que llegaban en el barco correo ya habían sido distribuidas y las calles de Río hervían con rumores sobre la revolución portuguesa.

Don Juan no sabía a cuáles de sus ministros y consejeros escuchar. Estaba expectante ante la opinión del conde de Palmela, que acababa de llegar de Londres con noticias frescas de un mundo que cada vez se le hacía más lejano e incomprensible. Trajeado por sastres de Bond Street, con diamantes incrustados en sus botas y que refulgían al sol del trópico que se filtraba por las persianas venecianas, había sido uno de los pocos aristócratas que optó, en 1808, por quedarse en Lisboa y no seguir a la corte hasta Brasil. Hablaba con la autoridad que le confería su experiencia y su nuevo puesto:

—Creo que los años de aislamiento que lleváis en Río no os permiten ver los cambios que experimenta el mundo —dijo con un aplomo y una seguridad en sí mismo que molestó a los más cercanos al rey—. Cualquier intento de la corona para preservar sus poderes absolutistas en el Nuevo Mundo está abocado al fracaso. El mundo ha cambiado, señorías, dejadme que os lo repita.

Palmela traía noticias que, esperaba, sacudirían a la corte de su torpor colonial.

—En mi breve escala en Salvador de Bahía —les dijo— me he dado cuenta del riesgo que se cierne sobre la corte. La ciudad está al borde de la rebelión, y el gobernador está desesperadamente necesitado de instrucciones de Río, que no le llegan nunca. Allí me enteré de que la situación en Pernambuco es aún más tensa porque las noticias de la revolución portuguesa han incendiado a la población de toda la costa brasileña. Brasil corre el riesgo de desmembrarse.

Palmela avisó de que una mezcla explosiva de batallones portugueses descontentos y de insatisfacción en la provincia estaba erosionando la autoridad de la corona. Se volvió hacia don Juan y dijo con gravedad:

—Majestad, no se puede perder un instante más para adoptar medidas decisivas y decididas. Es imperativo mantenerse en el espíritu de los tiempos que corren. En mi opinión, lo peor de todo sería no tomar ninguna decisión.

—¿Y por cuál abogáis, conde?

—Por aceptar las peticiones de los liberales en Bahía y en Portugal…

Un abucheo del resto de consejeros le interrumpió. Esos hombres estaban acostumbrados a la indecisión permanente del rey y veían al conde de Palmela como un dandi europeo que buscaba arrimar el ascua a su sardina. Unos le consideraban un satélite del despotismo; otros, un agente de los «revolucionarios». En realidad, abogaba por encontrar un camino intermedio, una monarquía constitucional basada en el modelo británico que él conocía bien, y en la que el poder del rey estaba limitado por el Parlamento. Una vez se hubieron calmado, el conde retomó la palabra, aunque esta vez dirigiéndose a don Juan y evitando mirar a los consejeros.

—Majestad, mi idea es salvar la monarquía, no condenarla. Y para salvarla, me permito proponeros que tengáis a bien adoptar una serie de principios que redundarán en una mayor popularidad y que permitirán mantener alejados a los más extremistas y concentrarse en una vía moderada, como en Gran Bretaña, majestad.

—¿Y cuáles son esos principios?

—Aceptar que la soberanía pasa del rey a la nación, aceptar la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la libertad de prensa.

Un abucheo aún mayor ahogó sus palabras. Entre los gritos se oyeron insultos de «revolucionario», «irredento», etc. El rey golpeó su bastón sobre el suelo de madera para exigir silencio e hizo un gesto a Palmela para que continuase. El conde tragó saliva antes de proseguir:

—Después de adoptar estas medidas, sugiero que vuestro hijo don Pedro viaje en una flotilla de cuatro buques y un batallón de tropas a Salvador de Bahía, y que proclame allí la nueva monarquía constitucional, para después seguir hasta Lisboa…

En ese momento pasó un criado, el mismo que todas las mañanas a la misma hora, hubiera quien hubiera en la sala de reuniones, se llevaba los orinales reales. Dejó tras de sí un rastro a orines que incomodó a los presentes. Don Juan esperó a que el criado cruzase la habitación para soltar lo que en el fondo le preocupaba más que ninguna otra cosa:

—¿Y si a mi hijo Pedro le coronan rey nada más llegar a suelo portugués?

Entonces Palmela entendió que su propuesta no prosperaría. Don Juan era demasiado receloso, incluso de su propio hijo. El conde se dio cuenta de que existía un abismo entre su mentalidad y la que reinaba en la amodorrada y atrasada Río de Janeiro. Había entrado como un elefante en un bazar. Aunque en privado el monarca estaba mentalmente preparado para aceptar que la era de las monarquías absolutistas había llegado a su fin, en público no lo defendía así. Temía la reacción de sus cortesanos que, ciegos ante lo que se avecinaba, se negaban a aceptar cualquier merma de sus privilegios.

—Su majestad no debería plegarse a los revolucionarios, ni aceptar soltar el cetro de sus manos —dijo uno de sus ministros conservadores—. Esta locura revolucionaria no puede durar mucho, y cuando pase es esencial que su majestad siga siendo un rey absoluto.

Palmela vio su misión como algo casi imposible, pero lo que estaba en juego era tan importante que optó por no presentar su dimisión —que había sido su primera reacción— y seguir en la brecha, a sabiendas de que las posibilidades de éxito, con un rey tan pusilánime, eran escasas.

30

Poco después del nacimiento de su hija Maria da Gloria, la princesa Leopoldina tuvo que ponerse de nuevo en manos de sus temidos médicos portugueses, que le hicieron un legrado después de un aborto:
«Todavía sufro las consecuencias de la brutalidad del cirujano portugués que me dilaceró horriblemente con sus bonitas manos…
—escribió a su hermana—.
Aquí mejor es librarse de la carga en la selva como lo hacen los animales salvajes.»

Al poco tiempo tuvo otro aborto, que atribuyó al susto que se llevó cuando tuvo que agarrar a su marido con todas sus fuerzas para evitar que se cayese del carruaje que, tirado por caballos desbocados, estuvo a punto de estrellarse. Leopoldina quería acompañarle siempre, hasta en las carreras que hacía con su hermano, para evitar «algunas experiencias desagradables», como escribió a su hermana aludiendo a los rumores de infidelidad de Pedro durante su primer embarazo. Pero después de esta traumática experiencia, no quiso participar más en esas carreras. Y Pedro no insistió.

Siguieron con sus paseos a caballo, y la visita preferida de Leopoldina consistía en subir la montaña y hablar alemán con el viejo Hogendorp. A Pedro le seguía impresionando ver el uniforme del general que estaba colgado en la entrada. Le recordaba a otro general de Napoleón que había conocido de niño en Lisboa, el embajador francés Andoche Junot. El mismo individuo que años más tarde acabaría conquistando la capital portuguesa dando lugar a la huida de su familia y de la corte entera a Brasil. ¡Cómo le deslumbró entonces aquel uniforme, el mismo que ahora veía en casa del holandés! Él quería ser como aquellos generales briosos, fuertes e imperiosos, no blando como su padre, que se hacía querer por la pena que inspiraba.

Hogendorp siempre tenía algo que contar; era como un mago que sacaba conejos de su chistera. Les enseñó una carta de Napoleón que guardaba como una reliquia, escrita con motivo de la muerte de uno de sus hijos. Era una carta sentida, cuyas palabras retumbaron en lo más profundo del alma de Pedro y de Leopoldina. Aquel emperador que había puesto al mundo bajo su bota, que había humillado a los Habsburgo y a los Braganza hasta límites inconcebibles, era capaz de tener sentimientos profundos de compasión. Leopoldina estaba desconcertada. Pedro, que no olvidaba a su hijo muerto, estaba conmovido y admiraba aún más al francés.

Cuando al atardecer volvían a la ciudad, tenían que andar ojo avizor por los esclavos liberados que merodeaban por la montaña. Vivían en comunidades en plena selva llamadas «quilombos» y su aspecto era a veces terrible, con el pelo hirsuto y las uñas largas, a medias entre hombres y bestias. Leopoldina se alarmó cuando su caballo fue interceptado por uno de esos grupos. Inmediatamente, Pedro amartilló su escopeta.

—¡No dispares! —gritó ella.

Los hombres, nada más ver el arma, hicieron grandes aspavientos con los brazos. Pedro disparó al aire y Leopoldina se sobresaltó. Los esclavos se esfumaron.

—No pensaba darles —respondió Pedro—, pero lo único que temen son los tiros. Si te vuelve a pasar, tienes que disparar.

Y mientras bajaban camino a la ciudad, Pedro no podía dejar de pensar en aquel emperador que había conocido la gloria de los campos de batalla y el poder y que se consumía lentamente en una isla perdida en el océano. Qué curioso, pensaba: durante toda su niñez, tanto él como Leopoldina habían aprendido a odiar al francés con toda su alma. Si ambos estaban en Brasil, era porque habían sido empujados a ello por la sacudida que los ejércitos de Napoleón infligieron al mundo. Pero ahora que el corso había dejado de ser peligroso y a la luz de las palabras de Hogendorp, la veda se levantaba para admirarle, y hasta para quererle. No era el caso de Carlota Joaquina, exasperada porque su hijo hubiera trabado amistad con alguien tan próximo al odiado enemigo, ese que había engañado a su padre y a su hermano.

Quien también le hablaba mucho de Napoleón era Jean Baptiste Debret, el pintor francés que formaba parte, junto a Antoine Taunay, de la misión artística francesa en Río. Debret, que había sido uno de los pintores oficiales del emperador, dejó en los museos de París lienzos donde Napoleón aparecía o bien distribuyendo condecoraciones de la Legión de Honor, o arengando a las tropas, o consolando a un vencido… Los pintores franceses estaban entusiasmados por encontrarse en esa sociedad barroca y exótica que todavía observaba costumbres de hacía dos siglos. Con sus pinceles registraban ese mundo de niños, esclavos y animales que había permanecido oculto a la mirada de los extranjeros durante tanto tiempo. Su afán era pintarlo todo, antes de que desapareciese, darlo a conocer. Ese grupito, que incluía al músico Neukomm (que daba clases a Pedro) y otros diplomáticos y científicos, se reunía periódicamente en la casa del barón Von Langsdorff, cónsul general de Rusia. Leopoldina tenía así la ilusión de llevar una vida social aceptable en medio de sus continuos embarazos. A finales de 1820, volvió a quedar encinta. Pedro, que se dedicaba con fruición a montar sus numerosos caballos, a cepillarlos, lavarlos, herrarlos y domarlos, y que se derretía de ternura con su hija, estaba feliz con su vida familiar, lo que no le impedía echar una cana al aire de vez en cuando con alguna chica fácil para salpimentar la rutina matrimonial.

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