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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (20 page)

BOOK: El inocente
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Al cuarto día estaba ya más tranquilo. Podía contemplar las cualidades de Maria y esperar a verla dentro de poco más de una semana. Había renunciado a tratar de hacer comprender a sus padres cómo había cambiado su vida aquella mujer. Maria constituía un secreto que llevaba consigo. La perspectiva de verla de nuevo en Tempelhof hacía que todo fuera tolerable. Durante aquel período de anhelo y expectativas decidió que debía pedirle que se casara con él. El ataque de Otto les había empujado a unirse aún más y había hecho que su vida fuera menos aventurera y hubiera entre ellos más compañerismo. Ahora Maria nunca se quedaba sola en su piso. Si acordaban encontrarse allí después del trabajo, Leonard siempre llegaba antes que ella. Mientras él estuviera en Inglaterra, ella pasaría unos días en Platanenallee y luego se iría a Pankow para Navidad. Permanecían espalda contra espalda, listos para plantar cara al enemigo común. Cuando salían juntos siempre caminaban cogidos del brazo y en los bares y restaurantes se sentaban pegados el uno al otro donde pudieran ver bien la puerta. Incluso cuando la cara de Maria se curó y dejaron de hablar de él, Otto siempre estaba presente. Hubo momentos en que Leonard se enfadó con Maria por haberse casado con él.

—¿Qué le vamos a hacer? —le respondía ella—. No podemos pasarnos la vida así.

El miedo de Maria estaba atenuado por el desprecio.

—Es un cobarde. Saldrá corriendo en cuanto te vea. Tantas borracheras le matarán. Cuanto antes mejor. ¿Por qué crees que le doy dinero?

La verdad era que las precauciones se convirtieron en una costumbre, en parte de su intimidad. Resultaba agradable tener una causa común. Había momentos en que Leonard pensaba que estaba muy bien que una mujer guapa confiara en su protección. Tenía vagos planes para ponerse en mejor forma física. Se enteró por Glass de que tenía derecho a usar los gimnasios del ejército norteamericano. El levantamiento de pesas podría serle útil, o el judo, aunque en el apartamento deMaria no tendría sitio para derribar a Otto. Pero no tenía el hábito de hacer ejercicio físico, y al llegar la noche le parecía más sensato irse a casa. Tenía fantasías agresivas que aceleraban los latidos de su corazón. Se veía a sí mismo en plan película, el tipo duro pacífico que no se deja provocar con facilidad, pero que una vez desatado es endiabladamente violento. Asestaba un golpe en el plexo solar con cierta gracia apenada. Desarmaba a Otto quitándole la navaja y en el mismo movimiento le rompía un brazo con pesar y le decía: «Ya te advertí que no te pusieras chulo.» Otra fantasía evocaba el irresistible poder del lenguaje. Se llevaría a Otto, a un bar quizá, y le convencería con amable pero resuelta sensatez. Hablarían de hombre a hombre, y Otto se marcharía al fin en un estado de ánimo de serena aceptación y digno reconocimiento de la posición de Leonard. Tal vez Otto se convertiría en un amigo, o en el padrino de uno de sus hijos, y Leonard utilizaría una recién adquirida influencia para conseguirle al ex alcohólico un puesto en una de las bases militares. En otras tristes secuencias Otto sencillamente no volvía a aparecer, porque se había caído de un tren en marcha, porque se había muerto a consecuencia de su vicio o porque había conocido a otra chica y se había vuelto a casar.

Todas estas fantasías estaban impulsadas por la certeza de que Otto volvería y que, sucediera lo que sucediera, sería imprevisible y desagradable. Leonard había visto en ocasiones alguna pelea en pubs o bares de Londres y de Berlín. La realidad era que sus brazos y piernas se volvían de trapo ante la visión de la violencia. Siempre se había asombrado de la temeridad de los hombres que se peleaban. Cuanto más fuerte pegaban, más feroces eran los golpes que provocaban, pero no parecía importarles. Una buena patada parecía compensar el riesgo de pasarse la vida en una silla de ruedas o con un solo ojo.

Otto tenía años de experiencia en riñas. No tenía inconveniente en golpear a una mujer en la cara con todas sus fuerzas. ¿Qué sería capaz de hacerle a Leonard? El relato de Maria había dejado claro que ahora Leonard era una idea fija en su mente. Otto había llegado a su piso después de pasarse la tarde bebiendo en la Oktoberfest. Se había quedado sin dinero y tenía la intención de conseguir unos cuantos marcos y recordarle a su ex mujer que le había destrozado la vida y le había robado todo lo que tenía. La extorsión y los gritos amenazadores hubieran sido la suma de la visita si Otto no hubiese entrado tambaleándose en el cuarto de baño para orinar y hubiese visto la brocha y la maquinilla de afeitar de Leonard. Hizo su pis y salió sollozando y hablando de traición. Pasó precipitadamente junto a Maria y entró en el dormitorio, donde vio una camisa de Leonard doblada en el arca. Quitó las almohadas de la cama y se encontró un pijama de Leonard. Los sollozos se convirtieron en gritos. Primero fue dándole empujones a Maria por todo el piso acusándola de ser una puta. Luego la agarró por el pelo con una mano y le pegó en la cara con la otra. Al salir tiró varias tazas al suelo. Dos pisos más abajo vomitó en las escaleras. Mientras bajaba dando tumbos gritó más insultos por el hueco de la escalera para que los oyeran todos los vecinos.

Otto Eckdorf era berlinés. Había crecido en el barrio de Wedding, donde su padre tenía un bar. Esa era una de las razones por las que los padres de Maria se habían opuesto a su boda tan rotundamente. Maria hablaba de manera vaga respecto a lo que había hecho Otto durante la guerra. Suponía que le habían llamado a filas en 1939, a los dieciocho años. Creía que había estado en la infantería durante algún tiempo y había formado parte de las tropas victoriosas que entraron en París. Luego fue herido, no en combate, sino en un accidente en el que un amigo borracho volcó un camión militar. Después de un par de meses en un hospital en el norte de Francia, fue destinado a un regimiento de transmisiones. Estuvo en el frente oriental, pero siempre bien lejos de la primera línea.

—Cuando quiere que sepas lo valiente que es, te cuenta todos los combates que ha presenciado —dijo Maria—. Luego, cuando está borracho y quiere que sepas lo listo que es, te cuenta cómo consiguió que le enviaran de telefonista al cuartel general de campaña para estar al margen del combate.

Había regresado a Berlín en 1946 y allí conoció a Maria, que trabajaba en un centro de distribución de alimentos en el sector británico. La respuesta a la pregunta de Leonard fue que se casó con él porque en aquella época todo se había venido abajo y realmente no importaba mucho lo que uno hiciera, porque estaba peleada con sus padres y porque Otto era guapo y parecía bueno. Una mujer joven y soltera corría peligro en aquellos tiempos y ella quería protección.

En los días grises posteriores a la Navidad, Leonard dio largos paseos solo y pensó en casarse con Maria. Fue hasta Finsbury Park, cruzando Holloway hasta Camden Town. Era importante, pensó, llegar a una decisión racionalmente y no dejarse influir por la separación y la nostalgia. Necesitaba concentrarse en lo que contara en contra de ella y decidir qué importancia tenía. Contaba Otto, por supuesto. Contaba su persistente sospecha respecto a Glass, pero seguramente eso era cuestión de sus propios celos. Ella se había franqueado con Glass más de lo necesario, eso era todo. Contaba su condición de extranjera, tal vez eso fuera un obstáculo. Pero a él le gustaba hablar alemán, incluso estaba llegando a hablarlo bien gracias a su estímulo, y prefería Berlín a cualquier otro lugar de los que conocía. Era posible que sus padres pusieran objeciones a Maria. Su padre, que había sido herido en el desembarco de Normandía, solía decir que aún odiaba a los alemanes. Después de pasar una semana en casa, Leonard decidió que eso sería problema de sus padres, no suyo. Mientras su padre estaba tumbado en el hueco de una duna con una bala en el talón, Maria había sido una persona civil aterrada que trataba de protegerse de los bombardeos de todas las noches.

En efecto, no había nada que se interpusiera en su camino, y cuando llegó al canal de Regent's Park y se detuvo en el puente, abandonó su riguroso y científico método y permitió que todo lo que era adorable en ella invadiera sus pensamientos. Estaba enamorado e iba a casarse. Nada podía ser más sencillo, más lógico y más satisfactorio. Hasta que no se lo hubiera pedido a Maria no podía contárselo a nadie. No había nadie a quien pudiera hacerle confidencias. Cuando fuese el momento de dar la noticia, el único amigo que podía imaginar que se alegraría verdaderamente por él y que no dejaría de demostrárselo era Glass.

La superficie del canal mostraba minúsculas perturbaciones, las primeras señales de lluvia. La idea de volver andando hacia el norte hasta su casa, recorriendo el camino de su meditación a la inversa, le cansaba. Cogería un autobús en Camden High Street. Dio media vuelta y caminó rápidamente en esa dirección.

15

Ahora lo que diferenciaba las semanas y los meses para Leonard y Maria eran las canciones norteamericanas. En enero y febrero de 1956 sus favoritas fueron «I Put a Spell on You», de Screamin ' Jay Hawkins, y «Tutti Frutti». Fue esta última, cantada por Little Richard en el límite máximo del esfuerzo y la alegría, la que les hizo empezar a bailar estilo
jive
.
[6]
Luego fue «Long Tall Sally». Conocían los movimientos. Los soldados norteamericanos más jovenes y sus chicas bailaban de aquella forma en el Resi desde hacía tiempo. Hasta entonces a Leonard y Maria no les había gustado. Quienes bailaban con aquel estilo ocupaban mucho espacio y chocaban con la espalda de los demás. Maria decía que ya no tenía edad para esas cosas, y Leonard opinaba que era algo exhibicionista e infantil, típicamente yanqui. Así que se abrazaban y bailaban las piezas más lentas y los valses. Pero Little Richard acabó con todo eso. Una vez que sucumbieron a la música, ya no podían hacer otra cosa que subir el volumen de la radio de Leonard y ensayar los pasos, los cruces y los giros, después de asegurarse de que los Blake habían salido.

Era un ejercicio gozoso leer en la mente del otro, adivinar las intenciones del compañero. Hubo muchas colisiones en los primeros intentos. Luego surgió una pauta, no marcada conscientemente por ninguno de los dos, producto no tanto de lo que hacían como de lo que eran. Hubo un acuerdo tácito: Leonard tomaría la iniciativa y Maria, por medio de sus propios movimientos, le indicaría cómo debía hacerlo.

Pronto estuvieron listos para la pista de baile. En el Resi o en las otras salas de baile no se oía nada semejante a «Long Tall Sally». Las orquestas tocaban «In the Mood» y «Take a Train», pero ahora los movimientos se habían hecho independientes del ritmo. Además de la excitación que le producían, a Leonard le satisfacía haber adoptado un estilo de baile que sus padres y los amigos de éstos nunca seguirían, ni querrían seguir, disfrutar con una música que ellos detestarían y sentirse como en casa en una ciudad a la que ellos nunca irían. Era libre.

En abril salió una canción que arrolló a todo el mundo y marcó el comienzo del fin de la estancia de Leonard en Berlín. No era posible bailarla estilo
jive
. Hablaba únicamente de soledad y de inconsolable desesperación. Su melodía era un murmullo, su melancolía resultaba cómicamente exagerada. Todo en ella le encantaba, las desamparadas notas del bajo, la áspera guitarra, la débil intervención de un piano de bar y, sobre todo, el duro y varonil consejo con que terminaba: «Ahora, si tu nena te abandona, y tienes un cuento que contar, date un paseo por la calle solitaria…» Durante algún tiempo la radio del ejército puso «Heartbreak Hotel» cada hora. La autocompasión que rezumaba la canción debería haber resultado hilarante. Sin embargo, hacía que Leonard se sintiera mundano, trágico, en cierto sentido más adulto.

Constituyó la música de fondo de los preparativos para la fiesta de compromiso que Leonard y Maria iban a dar en Platanenallee. Sonaba en la cabeza de Leonard mientras compraba bebidas y cacahuetes en el economato militar. En el departamento de regalos se encontró a un joven oficial que estaba lánguidamente inclinado sobre un mostrador de cristal en el que se exhibían relojes. Tardó varios segundos en reconocerle: era Lofting, el teniente que le había dado el número de Glass el primer día. Lofting también tuvo dificultad en situar a Leonard. Cuando lo hizo, se volvió comunicativo y mucho más amable que aquel día. Sin ningún preámbulo, le contó que finalmente había localizado un solar adecuado, había buscado a un contratista civil para que lo limpiara y lo nivelara y, por medio de alguien que trabajaba en la oficina del alcalde de Berlín, había conseguido que lo sembraran de césped y lo tenía listo para usarlo como campo de criquet.

—Es increíble la velocidad a la que crece esta hierba. He ordenado que haya un centinela las venticuatro horas del día para impedir que entren los chiquillos. Tiene que venir a verlo.

Se sentía solo, pensó Leonard, y sin pararse a reflexionar, le contó a Lofting lo de su compromiso matrimonial con una chica alemana y le invitó a la fiesta. Después de todo, andaban muy escasos de invitados.

Por la tarde, antes de la fiesta
(Copas de 6 a 8 de la tarde)
, Leonard iba medio tarareando, medio cantando «Heartbreak Hotel» mientras bajaba una bolsa de basura a los cubos que había detrás del edificio. El ascensor no funcionaba. Al subir, Leonard se tropezó con el señor Blake. No habían hablado desde la escena en el rellano de Leonard, el año anterior. Había pasado el tiempo suficiente para borrar el incidente ya que cuando Leonard le hizo una inclinación de cabeza, el señor Blake sonrió y le saludó. De nuevo, sin reflexionar, sólo porque se sentía expansivo, Leonard dijo:

—¿Les gustaría a usted y a su esposa venir a tomar una copa en casa esta tarde? A cualquier hora a partir de las seis.

Blake estaba buscando su llave en el bolsillo del abrigo. La sacó y la miró. Luego dijo:

—Será un placer. Gracias.

«Heartbreak Hotel» sonaba en la radio mientras Leonard y Maria esperaban a sus invitados. Había platitos con cacahuetes y, en una mesa arrimada contra la pared, botellas de cerveza y vino, limonada, Pimms, tónicas y un litro de ginebra, todo libre de impuestos. Había ceniceros para todos. Leonard hubiera querido poner pinchitos de piña y queso
cheddar
, pero Maria se rió tanto de esta disparatada combinación que renunció a la idea. Se cogieron de las manos mientras examinaban los preparativos, conscientes de que su amor estaba a punto de comenzar su existencia pública. Maria llevaba un vestido blanco con volantes que crujía cuando se movía y zapatos de baile azul claro. Leonard se había puesto su mejor traje y el toque atrevido lo daba una corbata blanca.

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