El inventor de historias (10 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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—Señor Daff… creo que usted no me ha entendido… o que yo no me he explicado bien. No soy yo quien quiere cambiar mi historia anterior. Si quiere que le diga la verdad, no creo que mi pasado tenga nada que deba variarse. Era Jane… quiero decir, lady Walcott… quien estaba interesada en ello. Por eso insistió tanto en que viniera a verle. Ella… ella quería que me convirtiese en un caballero. Así que me dejó todo su dinero y esta tarjeta con la dirección de usted.

Una arruga perfectamente definida se instaló en la frente de Linus Daff, como ocurría siempre que algo le preocupaba. El de Patrick O’Brien no era un caso corriente. Lady Jane Walcott no se había conformado con legarle toda su fortuna: quería hacerle heredero de una vida sin tacha. El dinero era sólo uno de los instrumentos indispensables para conseguirlo. El otro era él, Linus Daff, el inventor de historias. Lady Walcott sabía que era necesario casi un milagro para convertir a Patrick O’Brien en un caballero. Y Linus Daff era lo más parecido a un milagro que lady Jane Walcott había conocido en toda su vida.

—Señor O’Brien —Linus Daff se llevó la mano a la frente, como si quisiera borrar con un gesto la arruga que en ella se había dibujado—, necesito unas horas para estudiar su caso. Si no representa una molestia para usted, me gustaría verle otra vez mañana por la mañana.

—No hay problema. ¿Quiere decir eso que va usted a ayudarme?

—Soy un profesional, señor. El haber escuchado su historia me convierte en… en una especie de confesor. No, ahora ya no podría negarle mis servicios. Por cierto ¿dónde se aloja?

—Me han recomendado una pensión en Brompton.

El gesto de espanto de Linus Daff fue casi imperceptible.

—Vaya allí y recoja su equipaje. Tome una habitación en el Park Lane —le tendió una tarjeta—. Aquí tiene la dirección. Diga al conserje que va de mi parte. Vamos a hacer bien las cosas desde el principio, ¿de acuerdo?

El otro asintió con fervor, recogió el sombrero y el bastón inútil y se despidió con una reverencia torpe.

—Muchas gracias por todo, señor Daff.

—Le espero mañana a las diez.

Patrick O’Brien se volvió una vez más antes de marcharse.

—Señor Daff.

—¿Sí?

—Yo la quería mucho.

El otro sonrió.

—No me cabe duda, señor O’Brien. Pero eso no es asunto mío.

Después de la marcha de Patrick O’Brien, el inventor de historias se sentó ante la mesa de su despacho y abrió la libreta de notas, pero la cerró casi instantáneamente. Hasta entonces, Linus Daff había reconstruido por completo el pasado de doscientas ochenta y siete personas, según constaba en sus fichas. Había convertido a estafadores en prohombres intachables, en damas respetabilísimas a mujeres de vida licenciosa, en mecenas espléndidos a usureros sin remedio. La tarea que se le encomendaba ahora no tenía por qué ser necesariamente más complicada: simplemente, tenía que convertir en un caballero a un pastor de cabras millonario. Sin embargo, había algo en todo aquello que Linus Daff no acababa de entender. Era evidente que Patrick O’Brien no tenía ningún interés en ascender socialmente. Hubiera sido perfectamente feliz con su millón de libras, su casa nueva y un automóvil con chófer. La temporada londinense, las carreras de Ascot, las cacerías del zorro al llegar el otoño eran cosas a las que un pastor hubiera dado muy poca importancia. ¿Por qué entonces el interés de Lady Walcott en convertir en un petimetre a un tipo sin pretensiones como Patrick O’Brien? Daff sacudió la cabeza como hacía siempre que le costaba comprender alguna cosa. Y poco a poco en su cerebro imaginativo se fue. haciendo la luz: Lady Jane quería lo mejor para su protegido, pero le aterraba la idea de que alguien pudiera decir que había sido la amante de un cabrero irlandés que bebía el té sin leche y de un solo sorbo. Era por eso que quería pulir en lo posible a Patrick O’Brien. Un día u otro, alguien descubriría que él había sido el beneficiario de la fabulosa herencia Walcott. Para entonces, el amante de lady Jane debería ser tomado por un hombre de correcta educación y pasado intachable, capaz de comportarse en sociedad, moderado en sus gestos, refinado en sus gustos. Nadie se asombraría que un hombre así, poseedor además de una muy buena planta, hubiese sido en tiempos el compañero de cama de toda una lady. Es posible que lady Jane Walcott fuese una mujer de mentalidad abierta, y que en el fondo le divirtiese el rumor de que tenía un amante mucho más joven. Pero la posibilidad de que la mejor sociedad de Inglaterra e Irlanda supiese que había concedido sus favores y hecho su heredero a un hombre que se dedicaba a apacentar animales no podía resultar muy gratificante para una dama emparentada con la casa real inglesa. Nobleza obliga, pensó Daff. Iba a ser preciso algo más que inventar para aquel hombre un pasado creíble, se dijo. Luego respiró hondo, se colocó las gafas que empezaba a necesitar perentoriamente por imperativo de la edad, y empezó a trabajar en el caso O’Brien.

Patrick O’Brien volvió a la oficina la mañana siguiente, convaleciendo todavía de la impresión que le había causado su primera noche en un hotel de lujo. Llegó borracho de sorpresas y de sensaciones nuevas de las que hizo partícipe a Linus Daff, como si tuviese la necesidad de compartir con alguien aquel nuevo caudal de experiencias. Le habían dado una habitación con vistas al parque. Un ayuda de cámara del hotel había deshecho su equipaje. La doncella recogió sus trajes y sus zapatos para planchar y cepillar unos y otros. La camarera colocó flores en los floreros y chocolatinas en la mesilla de noche, y después de darse un baño perfumado había bajado a cenar al comedor del hotel.

—Me sirvieron una langosta abierta en canal rodeada de lechugas que parecían flores. Y tanto champán como quise. En la mesa de al lado había un grupo de señores muy elegantes con las mujeres más guapas que he visto en mi vida, señor Daff. Luego me fumé un puro y dormí como un bendito en aquella cama tan grande. Y hoy por la mañana me trajeron el desayuno a la habitación… el desayuno de un rey. No puede imaginarse la cantidad de cosas que sirvieron. Había huevos, jamón, bollos, mermeladas. No pude acabarlo todo. Luego bajé al vestíbulo y… ¿sabe lo que hice?

Linus Daff negó con la cabeza.

—Le pedí a un tipo que me limpiara los zapatos. —Se levantó los pantalones para que el otro pudiera comprobar la eficacia del limpiabotas—. ¿Qué le parece? ¿A que brillan como espejos? Luego compré el
Times
, porque era lo que hacían todos los que estaban allí, y me senté en un sillón a ver pasar a la gente… señor Daff, yo no sabía que en el mundo hubiese personas tan distintas.

En el vestíbulo del Park Lane Patrick O’Brien había descubierto caballeros de bombín que se preparaban para acudir a una reunión en la City, jeques árabes tocados con kufia, jóvenes engolados con atuendo de equitación que se disponían a dar un paseo a caballo por Hyde Park, una mujer india ataviada con un sari y la marca de casta en la frente, damas distinguidas que paseaban su aburrimiento por el vestíbulo del hotel, muchachas en flor buscando a un diplomático a quien convertir en marido, príncipes rusos, cantantes de ópera, actrices de teatro que acudían a desayunar atontadas todavía por el estruendo de los últimos aplausos, criados con librea, chóferes de uniforme, doncellas encofiadas que acompañaban a sus ancianas señoras en busca de una mesa situada junto a los ventanales que hiciese más llevadero el tedio matinal. A todos los había visto Patrick O’Brien, y todos y cada uno de aquellos personajes habían cautivado su atención. A Linus Daff le satisfizo comprobar que su cliente tenía cierta sensibilidad natural, cierta capacidad de observación y mucho interés por aprender cosas nuevas. Aquello sería un punto a su favor. Escuchó lleno de paciencia el relato exaltado de las novedades del mundo que Patrick O’Brien acababa de inaugurar, y luego tomó la libreta de notas.

—Bien, señor O’Brien, me alegro de que el Park Lane haya sido de su gusto.

—Mucho mejor que la pensión de Brompton.

—Mucho mejor, desde luego. Hágase a la idea de que va a vivir así a partir de ahora. Podrá cenar langosta siempre que se le antoje, beber todo el champán que le apetezca y desayunar en su habitación. Pero déjeme decirle que eso conlleva una serie de contrapartidas.

—¿Qué quiere decir?

Linus Daff adoptó una actitud grave, muy adecuada para el tono profesional que debía adquirir su siguiente parlamento.

—Tenemos que reconstruir su historia, señor O’Brien. Y antes que inventarle un pasado estamos obligados a dar unos toques a su presente. Deberá aprender a vestirse, a calzarse, a manejar los cubiertos. Tiene que empezar a andar más derecho, y me temo que es necesario que corrija su modo de caminar.

—¿Por qué?

—Señor O’Brien, no pretendo ser grosero, pero le he visto cuando venía hacia la oficina, y anda usted a saltos… además de exageradamente inclinado. No hace falta que mire al suelo antes de dar cada paso. Ésta es una gran ciudad. Aquí no hace falta esquivar piedras, ni troncos, ni bosta de caballo, ¿comprende? Mire al frente y dé pasos cortos. Y ese bastón, será mejor que lo deje en el hotel hasta que aprenda a manejarlo. Lo lleva como si se tratara de un palo para tener a raya a sus ovejas.

Patrick O’Brien miraba al suelo, entre avergonzado y ofendido. Linus Daff se sintió absolutamente miserable, pero sabía que era necesario adoptar ese tono y decir todas aquellas cosas horribles para llegar al final apetecido.

—Pida que le planchen cada traje antes de ponérselo. Me parece bien que le limpien los zapatos… pero sepa usted que de todos modos su calzado tiene un aspecto espantoso.

—Señor Daff, estos botines me han costado…

—No me importa lo que le hayan costado. Ningún caballero llevaría puestos unos zapatos así. —Carraspeó antes de continuar—. Hágase cortar el pelo en el hotel. Y que un barbero se ocupe de rasurarle todos los días. Déjese crecer el bigote. Le dará un aspecto un poco más distinguido. Tendrá que ir al teatro todas las noches…

—¿Al teatro? —hipó O’Brien—. Oiga, no creo que eso me guste. Una vez vino al pueblo la compañía de un tal Shakespeare. Un chiflado hablaba con el fantasma de su padre y otras cosas que no entendí.

—Perdone, señor O’Brien, pero en Londres todos los caballeros van al teatro. Y le aseguro que a la mayoría de ellos les gusta tan poco como a usted. Intentaré conseguirle un abono para la ópera… Es como el teatro, pero con música. Usted y yo tendremos que trabajar duro durante mucho tiempo. Le llevaré a ver museos y exposiciones… y también le daré clase de buenos modales, ya sabe, cómo sentarse a la mesa, cómo subir y bajar de un coche…

—¿Es que hay más de un modo de hacer esas cosas?

Linus Daff enarcó las cejas para mirar a su cliente.

—Por supuesto. Y deje que le diga algo: en Inglaterra son esos detalles los que distinguen a un caballero de un patán. Tendremos que hacer algo con su horrible acento campesino. Ah, y otra cosa: olvídese de tomar el té sin leche. No es de buen tono.

Aquello era demasiado para Patrick O’Brien, que se puso de pie de un salto y miró con ferocidad al inventor de historias.

—Se acabó. No quiero escuchar más tonterías. Mire, señor Daff, no sé qué es lo que quiere hacer conmigo…

—Perdone, yo no quiero hacer nada. Todo esto fue idea de lady Jane.

Al escuchar el nombre de su generosa amante, los ojos de O’Brien se dulcificaron un poco. Volvió a sentarse y miró a Linus Daff con una expresión absolutamente desolada.

—Señor —gimió—, yo sé que las intenciones de lady Walcott eran buenas… y que usted sólo quiere hacer bien su trabajo… pero soy un campesino ¿comprende? No sé andar de otra forma, no sé vestirme mejor de lo que lo hago… y cuando le oigo a usted hablar de teatros y de museos… bueno, me dan ganas de renunciar y volverme a Irlanda con mis cabras y mi casa vieja.

—No tiene por qué hacerlo. —Linus Daff había abandonado un poco el tono profesional que empleara hasta entonces—. He estudiado el testamento de lady Walcott, y no existe ninguna cláusula que tenga que ver con su intención de convertirle a usted en un caballero. Quiero decir que, legalmente, no tiene por qué someterse a ese deseo. Puede coger el dinero y hacer con él lo que le venga en gana, vivir como le parezca y, por supuesto, no hay nada que le obligue a cambiar su pasado.

Patrick O’Brien había fijado los ojos claros en algún punto de la habitación y parecía no escuchar a Linus Daff. Estuvo así unos segundos, callado y con la mirada perdida, y cuando volvió a hablar había algo lastimero en su voz.

—Ella lo quería así —dijo—. Me dejó todo su dinero. No tenía por qué darme ni un chelín. Yo nunca le pedí nada. Una vez me regaló un reloj muy bonito, y una chaqueta nueva por Navidad. Estaba con ella porque me daba la gana. Cuando me dijo que deseaba que me quedase con todo lo que tenía casi me da un ataque ¿sabe? Le contesté que no necesitaba su dinero, pero ella no me escuchaba. Y sólo me pidió que hablase con usted para cambiar mi historia… ella… ella deseaba lo mejor para mí…

Dos lágrimas como garbanzos cayeron sobre la alfombra persa de Linus Daff.

—No, señor Daff, no puedo traicionarla… Lady Walcott quería que usted hiciese de mí un gran señor. Y si para eso tengo que calzarme de otro modo y tragarme más cuentos de majaderos que hablan con su padre muerto, y ver museos y tomar el té con leche… bueno, estoy dispuesto a hacerlo.

Linus Daff miró sonriendo al enardecido O’Brien. Luego, en un gesto afectuoso que le era del todo impropio, le palmeó el brazo con calor.

—Excelente. Lady Walcott estaría orgullosa de usted. —Tomó unas notas en su cuaderno—. Mañana empezaremos con las clases de buenos modales. Si le parece bien, trabajaremos aquí de momento, aunque después habrá situaciones que estudiar sobre el terreno. Tendremos que ir de compras: trajes, sombreros… y zapatos, claro está. Deshágase de todos los que ha usado hasta ahora, no podrá volver a ponérselos.

El otro gimió levemente. Podía suponer que los zapatos que iba a elegirle Linus Daff no serían lo que se dice cómodos.

—Nos espera una ardua tarea, mi querido amigo. —Se colocó un dedo en la sien—. Una ardua tarea llena para usted de renuncias y sacrificios. A menos que…

Los ojos de O’Brien se avivaron un poco al intuir una esperanza en la precisión de Linus Daff, que se acercó un poco más a su cliente para dar confidencialidad a sus palabras.

—Hay un modo de no contrariar la voluntad de lady Jane y al mismo tiempo hacer un poco menos severo el castigo que para usted supondría integrarse en la sociedad londinense.

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