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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (17 page)

BOOK: El inventor de historias
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—Es muy generoso por su parte… —empezó a decir, pero Castro de Lema no le escuchaba.

—No estoy hablando de una escuela rural. Quiero un centro espléndidamente dotado, con una biblioteca moderna donde no falten las mejores enciclopedias ni las publicaciones más prestigiosas. Quiero que se construya un laboratorio de física y otro de química, y que un experto se preocupe de la compra de materiales de consulta sin reparar en gastos. Habrá un gabinete consignado al estudio de biología y mineralogía, un jardín botánico, una sala de dibujo. Quiero aulas amplias y modernas, luminosas y bien ventiladas, un comedor gratuito y un fondo de becas para enviar a la universidad a los estudiantes más destacados. Se destinará una partida económica generosa para la contratación del mejor profesorado. Quiero que todos los niños dispongan de material escolar sufragado por el centro, y que se ponga en marcha un dispensario para prestar atención médica a los alumnos enfermos. Cuando yo muera, señor Daff, si alguien se marcha de mi pueblo será porque de verdad quiera hacerlo… y, en cualquier caso, no saldrá de allí como un analfabeto capaz de firmar su sentencia de muerte. Ése será mi legado, señor Daff. Proporcionaré a mis paisanos las condiciones necesarias para permanecer en su tierra y los instrumentos para defenderse de los abusos si deciden dejarla. Mis compatriotas heredarán de Fernando Castro de Lema una oportunidad para su vida futura.

Fernando Castro miró a Linus Daff esperando un comentario. El inventor de historias asintió con la cabeza, algo acobardado todavía por el entusiasmo y la elocuencia que demostraba Castro de Lema al hablar de su futuro mecenazgo.

—Eso que me cuenta me parece… en fin, me parece una idea excelente. Y, en efecto, no creo que haya una forma mejor de dar buen uso a su dinero…

—En cuanto todo esté resuelto, viajaré a mi pueblo para entregar el legado personalmente y supervisar el inicio de las obras que, por desgracia no podré ver concluidas. El tiempo pasa muy rápido, Daff.

Castro de Lema había permanecido con los ojos fijos en los del inventor de historias, y la última frase dio a su mirada un brillo distinto. Desvió la vista. Había empezado a atardecer y Fernando Castro de Lema se quedó callado mirando el cielo durante unos segundos. Linus Daff tuvo entonces la certeza de que estaba buscando el modo de contarle algo más. Abrió la boca para hablar de nuevo, pero esta vez los ojos vivos del indiano no buscaban los otros, y seguían perdidos en la tarde que caía fuera.

—Señor Daff… hay una cosa que no le he contado. Supongo que se estará preguntando usted cuál es el origen de mi fortuna.

Linus Daff se encogió de hombros aparentando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir. Un proyecto como el que pensaba materializar Fernando Castro de Lema requería algo más que unos cuantos miles de pesos bien invertidos.

—Supongo que habrá trabajado usted muy duro, señor Castro. Supongo que tendrá usted una cabeza bien amueblada y supongo también que no le falta cierta mano izquierda para los negocios… Supongo que habrá tenido buenos asesores y la mejor de las suertes, supongo que habrá sabido arriesgar en el momento indicado y retirarse a tiempo…

Fernando Castro le dirigió una sonrisa franca.

—Es usted demasiado bueno suponiendo. Escuche, Daff… mi enriquecimiento no ha llegado de un modo lícito. Quiero decir que para acumular el capital del que hoy dispongo he tenido que transgredir ciertas leyes morales. Muchas, para ser más exactos. Gané la mayor parte de mi fortuna estafando a terratenientes cubanos. No crea que me arrepiento. Elegí bien a mis víctimas: eran todas personas despreciables que previamente habían explotado, engañado y utilizado a decenas de compatriotas míos. En España existe un dicho, «quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón». Agarrándome a esa máxima he labrado mi fortuna, señor Daff. Emplear la mayor parte de ella en ayudar a mis paisanos puede ser un modo de ponerme en paz con mi conciencia… que, dicho sea de paso, tampoco me ha atormentado mucho. Gozo de cierta capacidad para la indulgencia.

Fernando Castro de Lema guardó un silencio breve.

—Sólo me preocupa una cosa, Daff… que después de mi muerte alguien en el pueblo pueda averiguar el origen oscuro de mi legado. Que mis paisanos llegaran a saber que su benefactor es en realidad una especie de ladrón de guante blanco es algo que me aterra más de lo que soy capaz de expresar. Para ser franco, es precisamente el miedo a ser descubierto lo que me ha impedido regresar a mi tierra ya hace años para entregar personalmente mi legado. Una cosa es que sea permisivo con mis propios pecados, y otra muy distinta esperar que los demás se muestren igualmente magnánimos. No me avergüenzo de nada de lo que he hecho… pero también sé que me he saltado casi todas las normas de la ética y hasta de la moral, y eso es algo altamente reprobable. Tanto, que podría motivar el rechazo del regalo que quiero hacer a la gente de mi aldea.

Linus Daff empezaba a encontrar desproporcionada la inquietud de Fernando Castro de Lema. Sus conocimientos de geografía humana eran mucho más vastos que los de su futuro cliente, y estaba seguro de que nadie en el mundo sería capaz de despreciar aquella herencia fabulosa sólo porque el origen de la fortuna del benefactor no fuese del todo digno. Después de todo, se dijo, todos los grandes negocios tienen algo de ilícito. Hasta entonces y tras de la impertinencia inicial, el inventor de historias había observado un silencio casi escrupuloso, pero creyó necesario intervenir.

—Mire, señor Castro… a mí me parece que la gente no es tan rigurosa como se imagina. Cuando usted muera, y espero de corazón que falten para ello muchos años, importará bien poco de dónde provenga su fortuna, toda vez que va a ser empleada en un fin tan honorable.

—No es eso, Daff… no se trata de que mis vecinos me perdonen, no se trata de que me absuelvan ni de que miren voluntariamente hacia otro lado para no ver que su benefactor ha sido un delincuente. Quiero que crean que mi fortuna proviene del trabajo limpio, que estén seguros de mi honradez, que cuando recuerden a Fernando Castro de Lema piensen en un hombre íntegro y no en un ladronzuelo generoso. Llámelo vanidad, si quiere, pero deseo pasar a la historia como un personaje enteramente digno. Por eso le necesito a usted. Invénteme un pasado intachable, aburrido incluso, el pasado de un indiano que se ha hecho rico trabajando de sol a sol, y pida por ello lo que quiera. Puesto que para mí es tan importante su ayuda, no pienso regatear ni un céntimo. Fije usted los honorarios que considere justos, y yo pagaré la cantidad por adelantado.

Linus Daff miró con atención a Fernando Castro de Lema, y una vez más le llamó la atención su aspecto juvenil, el brillo de los ojos dorados, la lozanía del cabello blanco y la tersura de su piel casi libre de arrugas. Desde luego, pensó, no tenía el aspecto de un viejo moribundo estragado por el trabajo, ni tampoco la facha de un abuelete chiflado dispuesto a emplear su fortuna en arreglar la vida de un montón de aldeanos a los que ni siquiera conocía. Sin embargo, el inventor de historias no acababa de ver necesaria su colaboración en el caso. Hizo un último intento para convencer de lo mismo a Fernando Castro.

—Señor Castro, uno no tiene por qué ir por el mundo dando explicaciones sobre el origen del patrimonio propio. Como usted dijo, no sería usted la primera persona que regresase de Cuba cargada de oro… Además, teniendo en cuenta los muchos kilómetros que median entre La Habana y su pueblo natal, considero poco probable que exista alguien capaz de revelar su verdadera historia, sea cual sea.

—Poco probable. —Fernando Castro se había puesto de pie. Desvió otra vez a mirada de la del inventor de historias y la fijó en algún punto del fin del día. En el jardín, la sombra eterna de la araucaria parecía magnificarse con los últimos rayos de sol.

—Altamente improbable, sí…

—Pero posible.

—Cualquier cosa lo es, señor Castro. Incluso con mi intervención, siempre existiría una mínima posibilidad de ser descubierto.

—¿Cuántos años lleva usted en su profesión?

—Algo más de treinta.

—Dígame, Daff, ¿cuántas veces ha sido descubierta como falsa una historia inventada por usted?

Linus Daff frunció el ceño.

—Bueno, es difícil saberlo… no tengo contacto con todos mis antiguos clientes… y hace ya mucho tiempo de mis primeros encargos…

—¿Cuántas, Daff? ¿De cuántos fracasos tiene usted noticia?

El inventor de historias se rindió.

—De ninguno, señor Castro. Pero créame si le digo que todos y cada uno de mis trabajos llevan consigo un componente de riesgo. Los artificios de la suerte son muy complicados. Y nadie está a salvo de ser descubierto. Mis historias son muy buenas, pero advierto a mis clientes que siempre hay una posibilidad de fracasar.

—Quiero asumir ese riesgo, señor Daff…

—Insisto en que dadas las circunstancias las posibilidades de ser descubierto son prácticamente las mismas. Usted puede instalarse en su tierra sin dar explicaciones…

—¡Pero es que yo quiero darlas! No quiero llegar a mi pueblo sin un pasado, Daff… Y el que yo me he labrado no me sirve. Invente uno nuevo para mí… porque, si no lo hace, no seré capaz de volver y enfrentarme a todos… y si no soy capaz de volver, mi testamento quedará invalidado. Quiero ser yo quien entregue el legado. Y quiero que todos mis paisanos se convenzan de que ese legado proviene de un hombre cuya vida es un ejemplo a seguir.

Linus Daff pensó entonces que había algo de mezquino en la pretendida generosidad de Fernando Castro de Lema, una buena cantidad de egoísmo en su supuesto espíritu filantrópico. Hubiera podido negarse a hacer el trabajo: no sería la primera vez que rechazaba un caso. Sin embargo, tenía la sensación de que todavía le quedaban muchas preguntas por hacer, muchos detalles por conocer de cerca. Además, se dijo, aquello empezaba a volverse una cuestión moral: si él rechazaba crear un pasado nuevo para Fernando Castro, en algún lugar remoto del norte de España un pueblo entero perdería una legado magnífico del que todavía no tenían noticia alguna, pero que de materializarse estaría en condiciones de mejorar definitivamente las condiciones de vida de todos los vecinos.

—Dígame ¿va a aceptar el encargo? —Fernando Castro de Lema se arrellanó en la butaca y cerró los ojos como para aguardar la respuesta el tiempo que hiciera falta. Linus Daff tentó su chaqueta nueva y sacó su famosa libreta negra.

—Sí, señor Castro. Pero a partir de ahora tendrá usted que ser sincero conmigo y contestar con la verdad a todas cuantas preguntas vaya a hacerle.

—Soy todo suyo, señor Daff. Empezaremos por donde usted quiera.

—Entonces por el principio. Va usted a contarme su verdadera historia.

A pesar de que llevaba mucho tiempo siendo presa fácil de la añoranza, Fernando Castro de Lema no había permitido que la nostalgia magnificase los recuerdos de su villa natal. Cuando intentaba evocar el lugar de la infancia, en la memoria del indiano aparecían sólo unas cuantas imágenes borrosas de un pueblo desolado, una madre que lloraba por el padre muerto, la miseria de un lugar saqueado sin piedad por los invasores, los albañales de las calles, los niños sucios y hambrientos, la amenaza del tifus y del cólera, la ruina de las casas, el aire enrarecido por las cenizas de los tejados incendiados, y mientras el miedo y la ira, el ansia de venganza y la resignación a la desdicha se disputaban el monopolio de los sentidos, la emigración a tierras de ultramar se convertía para algunos en la única salida al desastre. En realidad, Fernando Castro no supo nunca de quién surgió la idea de su marcha: si de la madre destrozada por la prematura muerte del marido, si de los familiares pretendidamente solícitos que le prestaron el dinero para el pasaje y que veían en el mozalbete raquítico una responsabilidad adicional y una futura rémora… El caso es que un día, con trece años mal cumplidos y la única dotación de un atadillo de ropa, Fernando Castro de Lema se encontró embarcado rumbo a la tierra que nunca quiso que le prometieran, situada en un lugar del globo que ni siquiera era capaz de ubicar y de la que no esperaba gran cosa: simplemente, que en ella le fuera concedida la gracia suprema de no morirse de hambre.

Para defenderse de aquel cuadro indeseable, Fernando Castro empezó a construir en su imaginación el cuadro de una aldea idílica donde todo funcionaba perfectamente, un lugar limpio y bien cuidado poblado por hombres y mujeres de buena salud y preparación correcta. Un lugar cuyo centro fuese una escuela de primer orden llena de niños rubicundos y bien alimentados, dignamente igualados por el uniforme colegial, que asistieran a clase cada día con maestros cualificados dispuestos a adiestrarles en todas las disciplinas necesarias para enfrentarse con la vida.

Nunca supo cuándo aquella imagen ideal apareció por primera vez en su cerebro, pero es posible que fuese en el mismo barco que le llevó a La Habana. Allí, amontonado con decenas de paisanos que viajaban buscando una tierra de promisión en cuya existencia confiaban ciegamente, el niño Castro tuvo que crecer muchos años en sólo unas semanas de navegación y entender que para él la época de la infancia había terminado.

Al llegar a Cuba se encontró perdido, triste y más solo que nunca. Llevaba el traje mojado y tan lleno de arrugas que era imposible reconocer en él el terno azul oscuro que su madre planchó varias veces hasta dejarle una apariencia equívoca de calidad, había gastado todo el dinero durante los días de viaje y estaba tan débil que el primer fogonazo del sol del Caribe estuvo a punto de tumbarlo de espaldas. Pero, aunque Castro de Lema no lo sabía, la buena suerte se había fijado en él en su paseo diario por los muelles habaneros, y decidió cruzar en su camino a Jeremías Sinclair.

El viejo Sinclair había llegado a La Habana treinta años antes y a raíz de su matrimonio con una criolla a la que había conocido en Pensacola. Ella le habló de su tierra natal con tanto amor que el soltero vocacional Jeremías Sinclair se enamoró a la vez de una y de otra: de la cuarterona de ojos oscuros y de la patria de ella, que olía a azúcar de caña, a tabaco y a ron. Vendió casi todo lo que poseía, compró dos pasajes de barco y una licencia de matrimonio y se instaló en La Habana junto a María de la Luz, que antes de morir de fiebres tifoideas le dio un hijo varón y una ligazón eterna con la tierra donde la enterraron una mañana otoñal. Jeremías Sinclair, que había instalado en el centro de La Habana un próspero negocio de ferretería, se consagró a su hijo y al olvido con pasión idéntica. En contra de lo que todos esperaban, tardó muy poco en olvidar a la esposa y ser feliz de nuevo con su hijo Andrés, que había heredado de la madre los ojos oscuros y el deje cubano, y del padre el andar zambo y el genio aplacado. Jeremías Sinclair hubiese deseado dejar en herencia al hijo el negocio de los clavos y los tornillos, pero la historia del padre se repitió a la inversa y el muchacho se enamoró perdidamente de una nativa de Pensacola que lo arrastró a su tierra y le hizo renegar de su patria del mismo modo que un día la cubana María de la Luz habría obligado al viejo Sinclair a abdicar de su tierra y su destino.

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