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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (108 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Habló mucho con Beck antes de que le dieran el alta, tratando de averiguar qué clase de persona era. Una vez recuperado, jamás volvió a tratar cuestiones bélicas con indiscreción. Descubrió que era militar de carrera, que su esposa había muerto y que su hija estaba casada y vivía en Buenos Aires. Su padre había sido concejal en el ayuntamiento de Berlín; no le había explicado a qué partido pertenecía, o sea que seguro que no era de los nazis ni de ninguno de sus aliados. Nunca decía nada malo de Hitler, aunque tampoco nada bueno, ni hablaba con desdén de los judíos o los comunistas; ni siquiera lo hizo en los días que rozó la insubordinación.

El pulmón se le curó, pero nunca volvería a gozar de la fortaleza suficiente para la vida militar activa, por lo cual iban a destinarlo al Cuerpo de Estado Mayor. Era una auténtica mina de información secreta de vital importancia. Carla se jugaba la vida si trataba de reclutarlo; pero tenía que intentarlo.

Sabía que el hombre no recordaba su primera conversación.

—Habló con mucha franqueza —dijo Carla en voz baja. No había nadie cerca—. Dijo que estábamos perdiendo la guerra.

A él le centellearon los ojos de miedo. Ya no era un paciente adormilado vestido con la bata del hospital y con barba incipiente. Iba aseado y afeitado, se sentaba muy derecho y lucía un pijama azul marino abotonado hasta el cuello.

—Supongo que me denunciará a la Gestapo —dijo—. No creo que deba tenerse en cuenta lo que dice un hombre enfermo y delirante.

—No deliraba —repuso ella—. Hablaba muy claro. Pero no pienso denunciarlo a nadie.

—¿No?

—No, porque tiene razón.

Él se sorprendió.

—Ahora soy yo quien debería denunciarla.

—Si lo hace, contaré que en su desvarío insultó a Hitler, y que cuando le amenacé con denunciarlo se inventó una historia para exculparse.

—Si yo la denuncio, usted me denuncia a mí. Estamos en tablas.

—Pero usted no me denunciará —dijo—. Lo sé porque lo conozco. Lo he cuidado mientras estaba enfermo y sé que es una buena persona. Se alistó en el ejército por amor a su país, pero odia la guerra y a los nazis. —Estaba prácticamente convencida de que era así.

—Es muy peligroso hablar de ese modo.

—Ya lo sé.

—O sea que no se trata de una conversación casual.

—Exacto. Dijo que millones de personas morirán por culpa de que los nazis son demasiado orgullosos para rendirse.

—¿Eso dije?

—Ahora puede ayudar a que algunas de esas personas se salven.

—¿Cómo?

Carla hizo una pausa. Ese era el momento en que iba a jugarse la vida.

—Yo puedo hacer llegar al destino apropiado cualquier información de que disponga. —Contuvo la respiración. Si estaba equivocada con respecto a Beck, era mujer muerta.

Captó el asombro en su mirada. Apenas le cabía en la cabeza que esa enfermera joven y eficiente fuera una espía. Sin embargo, la creía; Carla también captó eso.

—Creo que la comprendo —dijo.

Ella le tendió una carpeta verde del hospital, vacía, y él la cogió.

—¿Para qué es? —preguntó.

—Es militar, sabe lo que significa «camuflaje».

Él asintió.

—Se está jugando la vida —dijo, y Carla observó en sus ojos algo parecido a un destello de admiración.

—Ahora usted también.

—Sí —respondió el coronel Beck—. Pero yo estoy acostumbrado.

II

A primera hora de la mañana, Macke llevó al joven Werner Franck a la prisión de Plötzensee, situada en el barrio de Charlottenburg, en el oeste de Berlín.

—Tiene que ver esto —dijo—. Así podrá explicarle al general Dorn lo eficientes que somos.

Aparcó en Königsdamm y guió a Werner hasta la puerta trasera del edificio principal de la prisión. Entraron en una sala de siete metros y medio de largo y aproximadamente la mitad de ancho. Allí aguardaba un hombre ataviado con un frac, una chistera y unos guantes blancos. Werner arrugó la frente ante la peculiar indumentaria.

—Este es herr Reichhart —dijo Macke—. El verdugo.

Werner tragó saliva.

—Así, ¿vamos a presenciar una ejecución?

—Eso es.

—¿Y por qué lleva ese traje tan elegante? —preguntó Werner en un tono despreocupado que bien podía ser fingido.

—Es la tradición —respondió Macke encogiéndose de hombros.

Una cortina negra dividía la sala en dos. Macke la descorrió y reveló ocho ganchos fijados a una viga de hierro que se extendía de lado a lado del techo.

—¿Es para colgarlos? —preguntó Werner.

Macke asintió.

También había un tablero de madera con unas correas para sujetar a una persona. Al final del tablero se veía un dispositivo alto de forma inconfundible y en el suelo, una robusta cesta.

El joven teniente palideció.

—Una guillotina —dijo.

—Exacto —asintió Macke. Miró el reloj—. No tendremos que esperar mucho.

Entraron más hombres. Varios saludaron a Macke con la cabeza de modo familiar. Macke susurró a Werner al oído.

—Las normas obligan a que asistan los jueces, los funcionarios del tribunal, el director de la prisión y el capellán.

Werner tragó saliva. Macke se daba cuenta de que aquello no le gustaba ni un pelo.

De eso se trataba. No lo había llevado allí para impresionar al general Dorn. A Macke le preocupaba Werner. Había algo en él que no le resultaba convincente.

No cabía duda de que trabajaba para Dorn. Lo había acompañado durante una visita al cuartel general de la Gestapo tras la cual Dorn había escrito una nota en la que reconocía el admirable esfuerzo de Berlín por combatir el espionaje, y mencionaba a Macke, a raíz de lo cual este se había paseado durante semanas con un mefítico aire fatuo.

Sin embargo, Macke no podía olvidar el comportamiento de Werner la noche de hacía casi un año que habían estado a punto de atrapar a un espía en una fábrica desmantelada de abrigos de piel cerca de Ostbahnhof. El joven había sufrido un ataque de pánico; ¿o no? Fuese por accidente o por otro motivo, la cuestión era que había puesto sobre aviso al pianista y este había huido. Macke no lograba desechar la sensación de que el ataque de pánico había sido fingido y de que, en realidad, Werner había actuado de modo frío y deliberado para hacer saltar la alarma.

No había tenido agallas de detenerlo y torturarlo. Podría haberlo hecho, por supuesto, pero Dorn habría armado un buen escándalo y eso habría puesto en entredicho a Macke. Su jefe, el superintendente Kringelein, que no le tenía mucho aprecio, le habría preguntado qué pruebas de peso tenía contra Werner; y no tenía ninguna.

Sin embargo, ese método tenía que servir para revelar la verdad.

La puerta volvió a abrirse y dos guardias de la prisión entraron escoltando a una joven llamada Lili Markgraf.

Oyó que Werner ahogaba un grito.

—¿Qué ocurre? —preguntó Macke.

—No me había dicho que fuese una mujer.

—¿La conoce?

—No.

Macke sabía que Lili tenía veintidós años, aunque parecía menor. Esa mañana le habían cortado el pelo rubio, y ahora lo llevaba igual que un hombre. Caminaba cojeando y con el cuerpo doblado hacia delante como si sufriera alguna herida abdominal. Llevaba un sencillo vestido azul de algodón grueso sin cuello, con el escote a caja. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Los guardias la sujetaban con fuerza por los brazos, no pensaban correr riesgos.

—La ha denunciado un familiar que encontró un libro de códigos oculto en su habitación —explicó Macke—. Los códigos rusos de cinco cifras.

—¿Por qué camina de ese modo?

—Por los efectos del interrogatorio. Pero no hemos conseguido sacarle nada.

Werner mantuvo el semblante impasible.

—Qué lástima —dijo—. Podría habernos guiado hasta otros espías.

Macke no observó señales de que estuviera fingiendo.

—Solo conoce a su compinche por el nombre de Heinrich; no sabe cuál es el apellido. Además, podría tratarse de un seudónimo. Nunca obtenemos gran provecho apresando a mujeres; saben demasiado poco.

—Pero al menos tiene el libro de códigos.

—No vale mucho la pena. Suelen cambiar la palabra clave con frecuencia, o sea que sigue suponiendo todo un reto descifrar los mensajes.

—Qué pena.

Uno de los hombres carraspeó y habló lo bastante alto para que todo el mundo lo oyera. Se presentó como el presidente del tribunal, y a continuación pronunció la sentencia de muerte.

Los guardias llevaron a Lili hasta el tablero de madera. Le ofrecieron la oportunidad de tenderse en él de forma voluntaria, pero ella dio un paso atrás y tuvieron que obligarla. No se resistió. La tumbaron boca abajo y la sujetaron con las correas.

El capellán inició una oración.

Lili empezó a suplicar.

—No, no —dijo sin levantar la voz—. No, por favor, soltadme; soltadme. —Hablaba con aplomo, como si tan solo estuviera pidiendo un favor.

El hombre de la chistera miró al presidente, pero este negó con la cabeza.

—Todavía no. El capellán tiene que terminar la oración.

Lili habló en tono más alto y apremiante.

—¡No quiero morir! ¡Me da miedo! ¡No me hagáis esto, por favor!

El verdugo volvió a mirar al presidente del tribunal, que esa vez se limitó a ignorarlo.

Macke escrutó a Werner. Parecía repugnado, pero también lo parecía el resto de los presentes en la sala. La prueba no estaba dando muy buenos resultados; lo único que demostraba la reacción de Werner era que tenía sentimientos, no que fuese un traidor. Tendría que pensar en otra cosa.

Lili empezó a chillar.

Incluso Macke estaba impaciente.

El pastor terminó la oración deprisa y corriendo.

Cuando pronunció «Amén» la chica dejó de chillar, como si supiera que todo había terminado.

El presidente asintió.

El verdugo accionó una palanca y la hoja deslastrada de la guillotina cayó.

Se oyó un siseo cuando la hoja seccionó el pálido cuello de Lili. Su cabeza de pelo corto cayó hacia delante y la sangre brotó a chorro. La cabeza aterrizó en la cesta con un ruido sordo que resonó por toda la sala.

Macke se hizo la absurda pregunta de si la cabeza sentía dolor.

III

Carla se topó con el coronel Beck en el pasillo del hospital. Iba uniformado y, de repente, le inspiró miedo. Desde que le dieron el alta, Carla vivía todos los días con el temor de que la delatara y la Gestapo acudiera a detenerla.

Sin embargo, él le sonrió.

—He venido por una visita rutinaria con el doctor Ernst.

¿Eso era todo? ¿Había olvidado la conversación que habían mantenido? ¿Pretendía haberla olvidado? ¿Habría un Mercedes negro de la Gestapo aguardándola en la puerta?

Beck llevaba en la mano una carpeta verde de las que utilizaban en el hospital.

Se acercó un oncólogo ataviado con una bata blanca.

—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Carla a Beck en tono jovial cuando el especialista pasó por su lado.

—Estoy todo lo bien que puedo estar. No volveré a ponerme al frente de un batallón pero, dejando de lado la actividad física, puedo llevar una vida normal.

—Me alegra oír eso.

No cesaba de pasar gente. Carla temía que Beck no tuviera la oportunidad de hablarle en privado.

El hombre, en cambio, no se inmutó.

—Quería darle las gracias por su amable trato y su profesionalidad.

—No hay de qué.

—Adiós, enfermera.

—Adiós, coronel.

Cuando Beck se marchó, la carpeta había pasado a manos de Carla.

Se dirigió a toda prisa al vestuario de las enfermeras. Estaba desierto. Mantuvo el pie contra la puerta con firmeza para que nadie pudiera entrar.

Dentro de la carpeta había un gran sobre corriente de color beige de los que se usaban en todos los despachos. Carla lo abrió. Contenía varias hojas mecanografiadas. Echó un vistazo a la primera sin sacarla del sobre. El encabezado rezaba:

ORDEN OPERACIONAL N.º 6

OPERACIÓN CIUDADELA

Era el plan de combate para la ofensiva que debía llevarse a cabo en verano en el frente oriental. El corazón se le aceleró. Tenía un auténtico tesoro en las manos.

Debía entregarle el sobre a Frieda. Por desgracia, su amiga no había ido a trabajar; tenía el día libre. Carla se planteó marcharse de inmediato, antes de terminar el turno, y dirigirse a casa de Frieda, pero enseguida descartó la idea. Era mejor comportarse con normalidad para no llamar la atención.

Guardó el sobre en el bolso que tenía colgado junto con el impermeable y lo tapó con el fular de motivos azules y dorados que siempre llevaba para ocultar cosas. Permaneció quieta unos instantes hasta que pudo volver a respirar con normalidad, y regresó junto a los pacientes.

Cubrió el resto del turno lo mejor que pudo. Luego se puso el impermeable, salió del hospital y se dirigió a la estación. Al pasar junto a un edificio bombardeado, vio una pintada en los restos de un muro. Un patriota desafiante había escrito: PUEDEN DESTRUIRNOS LAS CASAS, PERO NO NOS DESTRUIRÁN EL ALMA. Sin embargo, otra persona había citado irónicamente el eslogan utilizado por Hitler en las elecciones de 1933: «Dadme cuatro años y no reconoceréis Alemania».

Compró un billete para la estación de Zoologischer Garten.

En el tren se sentía una extraña. Todos los demás pasajeros eran fieles alemanes y ella llevaba en el bolso secretos para entregar su país a Moscú. No le gustaba esa sensación. Nadie posaba los ojos en ella, pero tenía la impresión de que lo hacían expresamente, para no cruzar las miradas. No veía el momento de entregar el sobre a Frieda.

La estación de Berlin Zoo estaba al otro lado del Tiergarten. Los árboles parecían enanos al lado de la colosal torre antiaérea, una de las tres construidas en la ciudad. El bloque cuadrado de hormigón medía más de treinta metros. En cada una de las cuatro esquinas del tejado había un cañón antiaéreo de 128 mm que pesaba 25 toneladas. La estructura de hormigón visto estaba pintada de verde en un vano intento optimista de evitar que la monstruosa construcción hiriera la sensibilidad de los visitantes del parque.

Sin embargo, a pesar de su fealdad, los berlineses la adoraban. Cuando caían las bombas sobre la ciudad, su atronadora respuesta garantizaba que alguien disparaba en su defensa.

Seguía en un estado de gran tensión. Desde la estación, fue caminando hasta casa de Frieda. Era media tarde, o sea que el matrimonio Franck no debía de encontrarse en casa; Ludi estaría en la fábrica y Monika habría ido a visitar a alguna amiga, posiblemente a la madre de Carla. Vio la motocicleta de Werner aparcada en el camino de entrada.

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