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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (87 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Woody, sentado junto a Chuck en la borda, frunció el entrecejo.

—¿Qué clase de avión es ese?

Chuck conocía todos los aviones, tanto los del ejército como los de la armada, pero no logró identificar ese.

—Parece un Tipo 97 —dijo. Era el avión torpedero de portaaviones de la Armada Imperial Japonesa.

Woody apuntó con su cámara.

Cuando el avión se aproximó, Chuck divisó dos enormes soles rojos pintados en las alas.

—¡Es un avión japonés! —exclamó.

Eddie, que gobernaba la lancha desde popa, lo oyó.

—Debe de ser un falso avión japonés, para las prácticas —comentó—. Una maniobra sorpresa para estropear la mañana del domingo a todo el mundo.

—Supongo que sí —respondió Chuck.

Y entonces vio un segundo avión detrás del primero.

Y otro más.

—¿Qué demonios pasa aquí? —oyó preguntar a su padre con impaciencia.

Los aviones se lanzaron en picado sobre el Astillero Naval e hicieron un vuelo rasante justo por encima de la lancha; el rugido de sus motores se convirtió en estruendo, como el de las cataratas del Niágara. Chuck vio que eran unos diez; no, veinte; no, más.

Volaban directamente hacia la Fila de Acorazados.

Woody dejó por un instante de sacar fotos.

—No puede ser un ataque real, ¿verdad? —Su voz estaba teñida de miedo y duda.

—¿Cómo van a ser japoneses? —preguntó Chuck con incredulidad—. ¡Japón está a casi seis mil kilómetros y medio! ¡Ningún avión puede recorrer tanta distancia!

Entonces recordó que los portaaviones que transportaban los torpederos japoneses habían mantenido en silencio las comunicaciones por radio. La unidad de Inteligencia de Señales había supuesto que estaban en aguas nacionales, pero no habían podido confirmarlo.

Vio la mirada de su padre y supuso que estaba recordando la misma conversación.

De pronto, todo estuvo claro y la incredulidad se tornó terror.

El avión situado en cabeza se aproximó aún más al
Nevada,
el abanderado de la Fila de Acorazados. Se oyó la detonación de un cañón. En cubierta, los marinos se desperdigaron y la banda se escabulló entre un entrecortado
diminuendo
de notas abandonadas.

En el interior de la lancha, Rosa gritó.

—¡Por Dios santo! —chilló Eddie—, ¡es un ataque!

A Chuck se le aceleró el pulso. Los japoneses estaban bombardeando Pearl Harbor, y él estaba en una pequeña embarcación en medio de la laguna. Miró los rostros aterrorizados de los demás: sus padres, su hermano y Eddie, y se dio cuenta de que toda la gente a la que quería estaba en esa lancha con él.

Torpedos alargados empezaron a caer de los vientres abultados de los aviones y a impactar contra las mansas aguas de la laguna.

—¡Da media vuelta, Eddie! —exclamó Chuck. Aunque Eddie ya estaba haciéndolo, describiendo una curva cerrada con la lancha.

Cuando se volvieron, Chuck vio, sobre la base aérea de Hickham, otro grupo de aviones con los discos rojos en las alas. Eran bombarderos de los que se dejaban caer en picado, y se abalanzaban como aves de presa sobre las hileras de aviones estadounidenses alineados perfectamente en las pasarelas de aterrizaje.

Pero ¿cuántos cabrones de esos había? Parecía que la mitad de la fuerza aérea japonesa estaba en el cielo sobre Pearl Harbor.

Woody todavía estaba sacando fotos.

Chuck oyó una detonación grave, como una explosión subterránea, y luego otra, inmediatamente después. Se volvió. Vio el destello de una llamarada en la cubierta del
Arizona
, y una columna de humo que empezaba a elevarse.

La popa de la lancha se hundió más en el agua cuando Eddie puso el motor a toda potencia.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —ordenó Chuck sin necesidad.

Desde uno de los barcos, Chuck oyó el insistente grito de una sirena del cuartel general, que convocaba a la tripulación a ocupar sus puestos de combate; el joven Dewar fue consciente de que, efectivamente, aquello era una batalla, y su familia estaba justo en medio. Pasado un instante, en Ford Island empezó a sonar la sirena de bombardeo aéreo con su grave gemido que fue identificándose hasta alcanzar una desesperada y aguda nota.

Se produjo una larga serie de explosiones procedentes de la Fila de Acorazados a medida que los aviones torpederos daban en sus blancos.

—¡Mirad el
Wee Vee
! —Era así como llamaban al
West Virginia
—. ¡Escora en dirección al puerto! —gritó Eddie.

Chuck se dio cuenta de que tenía razón. El casco del barco había quedado agujereado por el lado más próximo a los aviones atacantes. Millones de toneladas de agua debían de haber entrado en su interior en pocos segundos para que una nave tan gigantesca se ladeara de esa forma.

Junto a ese acorazado, el
Oklahoma
sufría el mismo destino, y, para su horror, Chuck vio cómo los marinos resbalaban sin poder evitarlo, deslizándose por la cubierta inclinada hasta caer al agua por la borda.

Las olas producidas por la explosión sacudieron la lancha. Todos se aferraron a los bordes.

Chuck vio caer una lluvia de bombas sobre la base de hidroaviones situada en el extremo de Ford Island más próximo a ellos. Los aviones estaban amarrados muy juntos, y la frágil flota quedó hecha añicos, fragmentos de alas y fuselaje salieron volando por los aires como hojas en medio de un huracán.

Chuck, con su mente entrenada para los servicios secretos, intentaba identificar los tipos de avión, y en ese momento distinguió un tercer modelo entre los atacantes japoneses: los letales Mitsubishi «Zero», el mejor caza de portaaviones del mundo. Contaba únicamente con dos bombas de pequeñas dimensiones, pero estaba armado con dos ametralladoras idénticas y un par de cañones de 20 mm. Su misión en ese ataque debía de ser escoltar a los bombarderos, defenderlos de los aviones de combate estadounidenses; aunque todos los cazas estadounidenses seguían en tierra, donde muchos de ellos ya habían sido destruidos. Eso daba vía libre a los Zero para bombardear los edificios, el equipamiento y a las tropas.

O, tal como pensó Chuck, bombardear a una familia que cruzaba la laguna y que intentaba llegar a la orilla por todos los medios.

Por fin Estados Unidos empezó a responder al ataque. En Ford Island, y en las cubiertas de los barcos a los que todavía no habían bombardeado, los cañones antiaéreos cobraron vida y sumaron su estruendo a la algarabía del ruido letal. Los obuses antiaéreos estallaban en el cielo como flores negras abriéndose. De manera casi inmediata, un artillero de ametralladora de la isla hizo impacto directo en un bombardero de los que se lanzaban en picado. La cabina quedó envuelta en llamas y el avión impactó contra el agua con un potente chapuzón. Chuck se dio cuenta de que estaba dando saltos de alegría, agitando un puño en el aire.

El
West Virginia
, que hasta el momento estaba escorado, volvió a recuperar la posición vertical, pero siguió hundiéndose, y Chuck se percató de que el capitán debía de haber abierto las válvulas de fondo de estribor, para cerciorarse de que la nave permanecía vertical mientras se hundía. De esa forma, la tripulación tenía más oportunidades de sobrevivir. Sin embargo, el
Oklahoma
no tuvo tanta suerte, y todos contemplaron, aterrorizados, cómo una embarcación tan poderosa empezaba a volcarse.

—¡Oh, Dios mío, mirad la tripulación! —gritó Joanne.

Los marinos intentaban escalar por la cubierta cada vez más empinada y saltar por la borda en un desesperado intento de salvar la vida. Aunque Chuck se dio cuenta de que esos primeros hombres tuvieron suerte, porque, al final, la nave quedó boca abajo como una tortuga, se oyó un terrible crujido y empezó a hundirse, por lo que ¿cuántos centenares de marinos quedarían atrapados bajo las cubiertas?

—¡Agarraos fuerte! —gritó Chuck.

Una inmensa ola provocada por la vuelta de campana del
Oklahoma
se aproximaba hacia ellos. Su padre agarró a su madre y Woody tomó de la mano a Joanne. La ola llegó hasta ellos y levantó la lancha hasta una altura imposible. Chuck se tambaleó pero siguió aferrado al borde. La lancha permaneció a flote. Le siguieron olas más pequeñas, los hizo balancearse, pero todo el mundo estaba a salvo.

Chuck observó, consternado, que todavía estaban a más de medio kilómetro de la orilla.

Asombrosamente, el
Nevada
, que había sido bombardeado al principio, empezó a desplazarse. Alguien debió de tener la presencia de ánimo de mandar un mensaje por radar a todos los barcos para que soltaran amarras. Si lograban salir del puerto podrían separarse y convertirse en blancos menos fáciles.

A continuación, desde la Fila de Acorazados llegó una explosión diez veces más intensa que cualquiera de las que se habían oído hasta entonces. El estallido fue tan violento, que Chuck sintió la detonación como un golpe en el pecho, aunque ya casi estaba a un kilómetro de distancia. Salió una llamarada de la torreta del cañón n.º 2 del
Arizona
. Una décima de segundo después, la mitad frontal del barco estalló. Los restos de la nave salieron volando por los aires, esquirlas de acero retorcido y chapas deformadas se elevaban entre el humo con una lentitud de pesadilla, como tiras de papel calcinado por una hoguera. Las llamas y el humo envolvían la proa del barco. El poderoso mástil se inclinó hacia delante como un tipo borracho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Woody.

—La reserva de munición del barco ha explotado —aclaró Chuck, y sintió un doloroso vuelco en el corazón al darse cuenta de que cientos de sus compañeros de la marina habrían muerto en esa gigantesca explosión.

Una columna de humo rojo oscuro se elevó hacia el cielo, como surgida de una pira funeraria.

Se oyó un impacto y la lancha dio unos bandazos porque algo había chocado con ella. Todos se agacharon. Cayeron de rodillas al suelo; Chuck pensó que debía de ser una bomba, pero luego se dio cuenta de que eso era imposible, porque seguía vivo. Cuando se recuperó, vio que un enorme fragmento de metal había agujereado la cubierta justo encima del motor. Era un milagro que no le hubiera dado a nadie.

Sin embargo, el motor se había parado.

La lancha redujo la marcha hasta quedarse quieta. Se bamboleaba en el oleaje picado mientras los aviones japoneses sembraban de fuego la laguna.

—Chuck, tenemos que salir de aquí ahora mismo —ordenó Gus con rotundidad.

—Ya lo sé. —Chuck y Eddie examinaron los daños. Agarraron el fragmento de metal e intentaron desclavarlo de la cubierta de teca, pero estaba muy encajado en la madera.

—¡No tenemos tiempo para eso! —advirtió Gus.

—De todas formas, el motor ya no sirve para nada, Chuck —terció Woody.

Estaban todavía a medio kilómetro de la costa. Sin embargo, la lancha estaba equipada para emergencias como esa. Chuck desenvolvió un par de remos. Cogió uno y Eddie tomó el otro. La embarcación era muy grande para hacerla avanzar remando y se movían con lentitud.

Por suerte para ellos, se produjo una pausa en el ataque. El cielo ya no estaba plagado de aviones. Gigantescas volutas de humo se elevaban de los barcos destruidos por las bombas, incluyendo una columna de trescientos metros de alto perteneciente al aniquilado
Arizona,
aunque no se produjeron nuevas explosiones. El
Nevada
, cuya tripulación demostró un valor increíble, se dirigía hacia la entrada del puerto.

El agua que rodeaba a los barcos estaba llena de botes salvavidas, lanchas motoras y hombres nadando o agarrados a restos flotantes de los acorazados hundidos. Ahogarse no era su único temor: el combustible de los barcos perforados se había derramado por la superficie y estaba ardiendo. Los gritos de auxilio de quienes no podían nadar se mezclaban de forma horrible con los chillidos de los quemados.

Chuck echó una mirada furtiva a su reloj de pulsera. Tenía la sensación de que hubieran pasado varias horas, pero, por increíble que pareciera, habían sido solo treinta minutos.

Justo cuando estaba pensando en eso, empezó la segunda fase del ataque.

En esta ocasión, los aviones provenían del este. Algunos perseguían al
Nevada
, que intentaba huir; otros apuntaban al Astillero Naval donde los Dewar habían embarcado. De forma casi inmediata, el destructor
Shaw
, en un muelle flotante, estalló y quedó envuelto por enormes lenguas de fuego y columnas de humo. El combustible se vertió en el agua y empezó a arder. Luego, en el dique seco más grande, el acorazado
Pennsylvania
recibió un impacto. Dos destructores en el mismo dique seco saltaron por los aires cuando la carga de munición que llevaban hizo ignición.

Chuck y Eddie iban dándole a los remos, sudando como caballos de carreras.

Aparecieron los marines en el Astillero Naval, supuestamente, de los barracones cercanos, y sacaron el equipo contra incendios.

Al final la lancha llegó a la Zona de Desembarco de Oficiales. Chuck bajó de un salto y rápidamente amarró la embarcación mientras Eddie ayudaba a bajar a los ocupantes. Todos corrieron hacia el coche.

Chuck saltó al asiento del conductor y le dio al contacto. La radio del coche se encendió de forma automática y oyeron al locutor de la KGMB decir: «Llamada general a las armas a todos los soldados del ejército, la armada y los marines». Chuck no había tenido la oportunidad de informar a nadie, pero estaba seguro de que habría recibido órdenes de garantizar la seguridad de cuatro civiles a su cuidado, sobre todo, porque dos eran mujeres y uno, senador.

En cuanto todos estuvieron en el coche, salió disparado.

La segunda fase del ataque parecía estar tocando a su fin. Casi todos los aviones japoneses estaban alejándose del puerto. De todas formas, Chuck pisó a fondo el acelerador: podía haber una tercera fase.

La verja principal estaba abierta. De haber estado cerrada, habría sentido el impulso de derribarla.

No había más vehículos en el camino.

Se alejó a toda velocidad del puerto por la carretera de Kamehameha. Supuso que, cuanto más se alejasen de Pearl Harbor, más segura estaría su familia.

Entonces vio un Zero solitario dirigiéndose hacia el coche.

Volaba bajo y seguía la carretera, y, pasados unos minutos, Chuck se dio cuenta de que su coche era el objetivo.

El cañón estaba en las alas, y había muchas posibilidades de que no le diera a un blanco tan estrecho como el coche; pero las ametralladoras estaban juntas, a ambos lados del carenado del motor. Esa era el arma que usaría el piloto si era listo.

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