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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (68 page)

BOOK: El jardinero fiel
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P: ¿Tiene por costumbre el Foreign Office clasificar como material confidencial escritos de personas con la salud mental perturbada?
(Risas).

R: En casos en los que tales escritos pudieran ocasionar molestias a terceras partes inocentes, sí.

P: ¿O quizá al propio Foreign Office?

R: Estoy pensando en el innecesario dolor que pudiera causar a los parientes cercanos de la fallecida.

P: Por ese lado, puede quedarse tranquilo. La señora Quayle no tenía parientes cercanos.

R: Esos no son, sin embargo, los únicos intereses que debo considerar.

P: Gracias. Creo que ya he oído la respuesta que esperaba.

Al día siguiente se presentó al Foreign Office una petición formal para que se hicieran públicos los papeles de Tessa Quayle y, a modo de respaldo, una solicitud al Tribunal Supremo. Al mismo tiempo, y seguramente no fue coincidencia, apareció en Bruselas una iniciativa paralela, promovida por los abogados de los amigos y familiares del difunto doctor Arnold Bluhm. Durante la vista preliminar, una multitud racialmente diversa de alborotadores vestidos con simbólicas batas blancas se manifestó para las cámaras de televisión ante el Palacio de Justicia de Bruselas, exhibiendo pancartas con la consigna:
«Nous Accusons».
Una inmediata intervención policial atajó aquella alteración del orden. Una serie de demandas y contrademandas presentadas por los abogados belgas garantizó que el caso se prolongara durante años. No obstante, era ya del dominio público que la compañía en cuestión no era otra que Karel Vita Hudson.

—Allí, ésos son los montes de Lokomorinyang —informa el capitán McKenzie a Justin por el intercomunicador—. Oro y petróleo. Kenia y Sudán se disputan esta zona desde hace cien años. Los mapas antiguos se la atribuyen a Sudán; los nuevos, a Kenia. Imagino que alguien le untó la mano al cartógrafo.

El capitán McKenzie es uno de esos hombres con tacto que saben cuándo se requiere exactamente un comentario intrascendente. En esta ocasión, el avión elegido es un bimotor Beech Baron. Justin ocupa el asiento del copiloto y oye sin prestar atención a ratos al capitán McKenzie, a ratos a otros pilotos que vuelan por los alrededores: «¿Qué tal, Mac? ¿Estás por encima de la capa de nubes o por debajo? ¿Dónde demonios estás?… ¿Una milla a tu derecha y mil pies por debajo? ¿Estás mal de la vista?». Sobrevuelan una afloración de rocas planas, de un color marrón azulado. Espesas nubes flotan por encima de ellos. Intensas manchas rojas se forman en la roca; cuando las ilumina un rayo de sol consigue abrirse paso. Más adelante, la falda de las montañas es boscosa y enmarañada. Una carretera surge como una vena entre los músculos de roca.

—Va de Ciudad del Cabo hasta El Cairo —comenta McKenzie lacónicamente—. No viaje nunca por ella.

—No lo haré —promete Justin.

McKenzie escora el avión y desciende. Siguen la carretera hasta llegar a un valle, donde serpentea al pie de unos sinuosos montes.

—¿Ve esa otra carretera a la derecha? Ésa es la que tomaron Arnold y Tessa, de Loki a Lodwar. Magnífica si a uno no le preocupan los bandidos.

Saliendo de su sopor, Justin mira al frente a través de la pálida bruma, y ve a Arnold y Tessa en su todoterreno, con polvo en la cara y la caja de disquetes balanceándose entre ambos en el asiento. Un río se ha unido a la carretera de El Cairo. Se llama Tagua, dice McKenzie, y nace a gran altura, en los montes Tagua. Los Tagua tienen una altitud de tres mil quinientos metros. Justin agradece cortésmente la información. El sol se oculta, los montes, amenazadores y separados, adquieren una coloración entre negra y azul, Tessa y Arnold se desvanecen. El paisaje se torna de nuevo inhóspito, sin un solo hombre o animal a la vista en ninguna dirección.

—Las tribus sudanesas bajan de los montes Mogila —explica McKenzie—. En su selva, van desnudos. Al venir al sur, se vuelven pudorosos y se tapan con jirones de tela. ¡Y vaya si corren!

Justin responde con una educada sonrisa al mismo tiempo que unas montañas marrones, sin árboles, retorcidas y semienterradas, surgen de la tierra caqui. Detrás distingue la neblina azul del lago.

—¿Es el Turkana?

—No se le ocurra bañarse en él, a menos que sea un nadador muy rápido. Agua dulce, extraordinarias amatistas, amistosos cocodrilos.

Rebaños de cabras y ovejas aparecen bajo ellos, y más allá una aldea y unos barracones.

—Las tribus de Turkana —dice McKenzie—. El año pasado hubo una verdadera matanza entre grupos rivales por el robo de ganado. Vale más que no se acerque a ellos.

—Lo tendré en cuenta —promete Justin.

McKenzie se vuelve hacia él con una mirada de interrogación.

—No son los únicos a los que no conviene acercarse, por lo que he oído.

—No, desde luego.

—En un par de horas estaríamos en Nairobi.

Justin niega con la cabeza.

—¿Quiere que, como excepción, cruce la frontera para dejarlo en Kampala? Llevamos combustible de sobra.

—Es usted muy amable.

Vuelve a aparecer la carretera, desierta y semioculta por la arena. El avión tiene una reacción violenta, levantando el morro a izquierda y derecha igual que un caballo encabritado, como si un instinto natural lo impulsara a retroceder.

—Éstos son los peores vientos en millas a la redonda —explica McKenzie—. La región es famosa por sus vientos.

Abajo se extiende la pequeña población de Lodwar, enclavada entre montañas cubiertas de pinos. Se la ve pulcra y bien organizada, con tejados de hojalata, una pista de aterrizaje asfaltada y un colegio.

—No hay industria —dice McKenzie—. Un gran mercado de vacas, burros y camellos, por si le interesa comprar.

—No, no me interesa —contesta Justin con una sonrisa.

—Un hospital, un colegio, un numeroso ejército. Lodwar es el centro de seguridad de la zona. Los soldados pasan la mayor parte del tiempo en los montes Apoi, persiguiendo en vano a los bandidos. Bandidos sudaneses, bandidos ugandeses, bandidos somalíes. Una zona idónea para la captación de bandidos. El robo de ganado es el deporte nacional —recita McKenzie, otra vez en su papel de guía turístico—. Los mandango roban el ganado, y luego bailan durante dos semanas hasta que otra tribu se lo roba a ellos.

—¿Lodwar a qué distancia está del lago? —pregunta Justin.

—Cincuenta kilómetros, poco más o menos. Vaya a Kalokol. Hay un refugio de pescadores. Pregunte por un barquero llamado Mickie. Tiene un hijo, Abraham. Abraham es de fiar cuando está con Mickie; solo, es un peligro.

—Gracias.

Fin de la conversación. McKenzie sobrevuela la pista de aterrizaje, haciendo oscilar las puntas de las alas para anunciar su intención de usar la pista. Vuelve a elevarse y da la vuelta. De pronto están en tierra. No hay nada más que decir, excepto gracias una vez más.

—Si me necesita, busque a alguien que pueda avisarme por radio —dice McKenzie mientras se despiden en la pista, asfixiados ambos de calor—. Si yo estoy ocupado, pregunte por un tal Martín, el director de la escuela de vuelo de Nairobi. Adiestrado en Perth y Oxford. Coméntele que va de mi parte.

Gracias, repite Justin, y en su afán de cortesía, anota el dato.

—¿Quiere que le preste mi bolsa de vuelo? —pregunta McKenzie, levantando la bolsa que sostiene en la mano derecha—. Hay una pistola de tiro de cañón largo, por si le interesa. Le permite hacer blanco a cuarenta metros.

—A mí no me serviría de nada ni siquiera a diez —exclama Justin con la risa modesta de la época anterior a Tessa.

—Y éste es Justice —anuncia McKenzie, presentándole a un canoso filósofo con una raída camiseta y sandalias verdes que ha surgido de la nada—. Justice es su conductor. Justin, le presento a Justice. Justice te presento a Justin. Justice viaja acompañado de Ezra. ¿Puedo ayudarle en algo más?

Justin extrae un grueso sobre del bolsillo de su casaca.

—Si es tan amable, desearía que enviara esto por correo la próxima vez que visite Nairobi. El correo ordinario bastará. No es una novia. Es la tía de mi abogado.

—¿Esta noche no será demasiado tarde?

—Esta noche sería perfecto.

—Cuídese —dice McKenzie, guardando el sobre en la bolsa.

—Lo haré —responde Justin, y esta vez consigue reprimirse, y no alaba a McKenzie su amabilidad.

El lago era blanco, gris y plateado, y el sol dibujaba listas blancas y negras en el bote de pesca de Mickie, negras a la sombra del toldo, blancas e implacables donde el sol pega libremente en la madera, blancas en la superficie del agua agitada por los peces, blancas en las brumosas montañas grises, blancas en los rostros negros del viejo Mickie y su joven acompañante, el peligroso Abraham —un muchacho socarrón y secretamente resentido, McKenzie tenía razón— que por alguna razón incomprensible hablaba alemán y no inglés, así que la conversación, cuando la había, era a tres bandas: alemán con Abraham, inglés con el viejo Mickie, y la variedad local de kiswahili cuando hablaban entre ellos. Blancas también siempre que Justin miraba a Tessa, que era a menudo, encaramada como un chico en la proa del bote, donde se había empeñado en sentarse pese a los cocodrilos. En la radio del bote, un programa de gastronomía en lengua inglesa encomiaba las virtudes de los tomates secados al sol.

Al principio Justin tuvo ciertas dificultades para especificar su lugar de destino en cualquier idioma. Quizá nunca hubieran oído hablar de Allia Bay. A ellos, Allia Bay no les interesaba en absoluto. El viejo Mickie quería llevarlo en dirección sudeste al Oasis de Wolfgang, que era lo que le correspondía, y el peligroso Abraham había apoyado encarecidamente la moción: el Oasis era donde se alojaban los
wazungu
, el mejor hotel de la región, famoso por los astros del cine, las estrellas del rock y los millonarios que habían pasado por allí, el Oasis era sin duda el destino de Justin, lo supiera o no. Sólo cuando Justin les mostró una fotografía de Tessa —una pequeña fotografía de pasaporte—, comprendieron con toda claridad el objetivo de su misión, y se quedaron en silencio, visiblemente inquietos. ¿Justin deseaba, pues, visitar el lugar donde Noah y la mujer blanca habían sido asesinados?, preguntó Abraham.

Sí, por favor.

¿Era Justin consciente de que muchos policías y periodistas habían visitado aquel sitio, de que todo lo que podía encontrarse allí ya había sido encontrado, o de que la policía de Lodwar y la brigada móvil de Nairobi, juntas y por separado, habían prohibido el acceso a ese lugar de turistas, curiosos, buscadores de trofeos y cualquier persona sin un motivo expreso para estar allí?, insistió Abraham.

Justin no se había enterado, pero ésa seguía siendo su intención, y estaba dispuesto a pagar generosamente por verla realizada.

¿O que, como era bien sabido, el lugar estaba hechizado, y lo estaba ya incluso antes del asesinato de Noah y la mujer blanca?, prosiguió Abraham, pero ahora, una vez aclarado el aspecto económico, con mucha menos convicción.

Justin le aseguró que no tenía miedo a los fantasmas.

Al principio, por deferencia al lúgubre carácter de la misión, el viejo y su ayudante adoptaron una pose melancólica, y Tessa tuvo que emplear a fondo su resuelto buen humor para arrancarlos de ese estado. Pero como siempre, con la ayuda de una serie de ocurrentes comentarios desde la proa, salió airosa. La presencia a lo lejos, en el cielo, de otras embarcaciones de pesca también contribuyó. Tessa, alzando la voz, les preguntaba, ¿qué habéis pescado?, y ellos respondían, tanto de pescado rojo, tanto de azul, tanto de color irisado. Y tan contagioso era su entusiasmo que Justin pronto convenció a Mickie y Abraham para que echaran también un sedal, lo cual, a su vez, sirvió para que dirigieran su curiosidad por derroteros más provechosos.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Mickie desde muy cerca, mirándolo a los ojos como un viejo médico.

—Sí, estoy bien, perfectamente.

—Me parece que tiene fiebre. ¿Por qué no descansa debajo del toldo y me deja que le traiga un refresco?

—Estupendo. Beberemos juntos.

—Gracias, señor, pero yo he de ocuparme del bote.

Justin se sentó bajo el toldo, utilizando el hielo del vaso para refrescarse el cuello y la frente. Es un extraño grupo el que los acompaña, Justin debe admitirlo, pero Tessa no aplica ningún criterio a la hora de repartir invitaciones, y a uno no le queda más remedio que morderse los labios y acatar. Me alegro de verte, Porter, y a ti también, Veronica, y es siempre un placer tener aquí a la pequeña Rosie, no, a ese respecto no hay objeciones. Y Tessa siempre parece sacarle a Rosie más partido que nadie. Pero en cuanto a Bernard y Celly Pellegrin, eso, cariño, ha sido un error, y qué típico de Bernard traerse tres raquetas, no sólo una, en su monstruoso equipo de tenis. Por lo que respecta a los Woodrow, francamente, ya va siendo hora de que abandones esa loable pero errónea convicción de que incluso los menos prometedores de los hombres tienen un corazón de oro, y que tú eres la persona que ha de demostrarlo. Y, por Dios, deja de mirarme como si te dispusieras a hacerme el amor de un momento a otro. El pobre Sandy ya tiene bastante con mirarte por debajo de la falda como para provocarlo más aún.

—¿Qué pasa? —preguntó Justin de pronto.

Al principio pensó que era Mustafa. Gradualmente cayó en la cuenta de que Mickie le tiraba del hombro de la camisa y lo sacudía para despertarlo.

—Ya hemos llegado, señor. Lo acompañaremos.

—No será necesario.

—Es muy necesario, señor.


Was fehlt dir?
—preguntó Abraham por encima del hombro de Mickie.


Nichts.
Nada. Estoy bien. Son ustedes muy amables.

—Beba un poco más de agua —sugirió Mickie, tendiéndole un vaso de agua fresca.

Forman toda una columna, trepando por los bloques de lava aquí en la cuna de la civilización, ha de admitir Justin. «Nunca me había fijado en que hubiera tantas personas civilizadas por aquí», le dice a Tessa, haciendo el número del inglés cretino, y Tessa ríe para él, con esa risa callada que tiene cuando sonríe deliciosamente y se convulsiona y hace en general todo aquello propio de la risa pero sin sonido alguno. Gloria encabeza la marcha, como no podía ser de otro modo. Con su andar de realeza británica, bien puede sacarnos ventaja a todos. Pellegrin despotrica, lo que también es normal. Su esposa, Celly, dice que no le sienta bien el calor, ¿cuál es la novedad? Rosie Coleridge, en la espalda de su padre, canta en honor de Tessa. ¿Cómo demonios hemos cabido todos en el bote?

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