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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (31 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Su madre murió de fiebres a los cinco días de ser embarcados, y su padre poco después, de pena, aunque también de pura debilidad. Ella los había llorado mucho, pero allí nadie más lo hacía por sus muertos, porque solo imperaba una ley, la de la supervivencia. Consciente de ello y de su sombrío futuro, se prometió desde entonces ser fuerte y resistir todo lo que le viniera, todo.

Cuando por fin llegaron a Jamaica el barco escupió una procesión de moribundos que, a pesar de su extremo agotamiento, fueron obligados a caminar hasta la plantación sin un solo descanso. Tuvieron que teñir de sangre el camino y sembrarlo con los primeros cadáveres para que alguien decidiera ir a por unas carretas. Sabían que el patrono se enojaría si le llegaban menos existencias de las que había pagado.

Para Hiasy, un día en la plantación se podía resumir en cinco palabras: trabajo, hambre, dolor, tristeza y humillación. En tan solo unos meses sus manos habían recolectado algodón, tabaco, caña de azúcar y todo tipo de fruta. Su cuerpo se había endurecido y había adelgazado hasta extremos preocupantes; y su alma ya no le pertenecía, ni a ella ni a ese dios del que su madre le había hablado de pequeña. Un dios de la tierra, del viento y las lluvias; un ser que según le enseñaron se regalaba en amor. Pero pronto entendió que en la Bruma Negra aquel sentimiento no se hacía presente nunca, dado que no había hueco alguno por donde pudiera penetrar.

Desde el primer momento que vio llegar a Yago vestido de mujer y con su particular y esquivo gesto, le pareció un ser vulnerable y necesitado de ayuda. Decidida a protegerlo, convenció al resto de las mujeres del barracón para que lo dejaran en paz.

Debido a lo poco que sabía hablar en la lengua de los españoles, y como el chico tampoco se expresaba demasiado, empezaron a comunicarse empleando signos, gestos y no más de doce palabras. Pronto se hicieron buenos amigos.

Con Hiasy, Yago no padecía temor alguno. Era parecido a ella en bastantes cosas, y aunque solo coincidían al anochecer, cuando volvían de sus respectivos trabajos, su presencia aliviaba como nadie las ansiedades y angustias que acostumbraba a padecer.

Yago trabajaba de sol a sol en la cantera. Cuando partía aquellas enormes piedras, saltaban afiladas astillas que se le clavaban por todo el cuerpo. Cada noche, como si se tratase de un ritual, Hiasy le curaba las heridas con su saliva y con el jugo de unas hojas de aspecto parduzco, mientras pronunciaba un coro de palabras ininteligibles para Yago, pero de relajante efecto.

Las muertes en la hacienda eran frecuentes debido a la poca comida que se les daba y al exceso de celo de los vigilantes. Yago nunca había visto morir a nadie, pero ya en la primera semana de su llegada a la plantación, fue testigo de un accidente cuando una enorme roca aplastó a un pobre desgraciado que trabajaba con ella. Ninguno de los vigilantes permitió su ayuda. Solo se le acercó uno para exigirle que parara de protestar, se muriera en silencio y los dejara a todos en paz.

Yago siguió durmiendo en el pabellón de las chicas durante algo más de tres meses. Lo hacía en el suelo al no haber camastro disponible para él. Algunas noches, muy pocas, veía como llegaban de otros pabellones algunos esclavos para recostarse con sus parejas y luego se iban. Pero la visita más temida era la de uno de los sirvientes de la gran casa. A su llegada alineaba a todas las chicas y cada noche elegía a una. Horas después la desafortunada volvía con los ojos inflamados de lágrimas y casi siempre herida. Yago no entendía qué hacían con ellas, pero se sentía aterrorizado cada vez que veía aparecer al hombre creyendo que en algún momento le tocaría a él.

* * *

El día que llegó la mujer de don Blasco Méndez de Figueroa, la servidumbre de la casa y unos pocos esclavos estaban aguardándola a las puertas de su nuevo hogar. Hiasy se encontraba en el grupo que esperaba la aparición de la nueva ama doña Carmen, pero a Yago no lo dejaron ir por temor a que diera el espectáculo con uno de sus ataques.

Acababa de llover y todo estaba empapado.

El calor era insoportable y la humedad y los mosquitos convertían la espera en un auténtico martirio.

En el momento en que apareció el séquito que daba compañía a la señora, algunas esclavas empezaron a cantar algo en su lengua, una melodía cadenciosa, hilvanada en notas dulces y profundas. A don Blasco, que iniciaba la marcha, nada más escucharlas se le torció el gesto; le fastidiaban aquellos cantos que nunca había entendido. Estaba seguro de que le dedicaban alguna de las letras y solía prohibirlos, pero en aquella ocasión se contuvo para evitar a Carmen una desagradable escena.

Ella iba a su lado, en un hermoso caballo de capa blanca.

Observó a su marido con agrado.

Cuando se sentía feliz sus ojos se estrechaban en una deliciosa expresión y su mirada se volvía luminosa, sutil y profunda. Blasco descubrió ese particular gesto nada más verla en el puerto y desde ese momento le agradó, como también el color dorado de sus cabellos o la suavidad que notó en su piel cuando le ofreció la mano para ayudarla a montar. Carmen poseía un cuerpo hermoso y de frágil talle, detalle que tampoco se le escapó al hacendado, pero si había algo que superaba a sus excelencias físicas, sin duda era la dulzura que desprendía en todo momento, daba igual con quién estuviera.

La primera impresión en Blasco había sido excelente, quizá mejor de la esperada, y al escucharla quedó todavía más reforzada. Su melodiosa voz, con aquellos tonos cautivadores que la caracterizaban, consiguió embellecer su de por sí espléndida presencia.

Blasco la esperó a los pies del barco vistiendo su habitual color negro en calzas, camisa y jubón. Su imagen, recortada sobre la escalinata, hizo mella en el corazón de Carmen en cuanto lo vio. Llevaba sombrero de ala ancha y lucía una barba canosa pero bien perfilada que estilizaba todavía más su cara.

Lo encontró más guapo que en el retrato, se sintió halagada al recibir sus primeras cortesías y más confiada de lo que había imaginado ante la delicadeza que derrochaba con cada uno de sus gestos. Le embelesaron especialmente sus ojos, de un maravilloso color azul, en un tono que jamás había visto en otro hombre. Blasco poseía una expresión muy masculina, seria y recta, pero sabía tratar a una dama, era evidente, y con su galantería hizo que se sintiera bien, segura de sí misma, y como si fuera una reina desde el primer momento.

Poco antes de llegar a la que sería su nueva casa, Carmen escuchó de boca de Blasco las excelencias de la tierra que empezaban a pisar, su extensión, los productos que se aprovechaban de ella, los edificios que contenía, la afición por los caballos y su cría. Admirada con su elocuencia y sin perderse ni un solo detalle, Carmen empezó a sentir un agradable cosquilleo en su interior que interpretó como los primeros efectos del incipiente amor que sentía hacia él.

Dos caballos más atrás iba Volker atento a todo, hasta el momento satisfecho por la buena impresión que también había recibido del terrateniente.

Descabalgaron al llegar a la altura de los primeros sirvientes, que esperaban en perfecta fila. Blasco ayudó a Carmen a bajar de su caballo sujetándola por la cintura y ella le respondió con un tierno beso.

No recordaba la mayoría de los nombres de sus trabajadores, pero su paje se los iba adelantando mientras la presentaba. Todos los presentes descubrieron a una mujer hermosa y dulce, de mirada tierna y con luz propia. Sin embargo, se apiadaron de ella, pues sabían demasiado bien hasta dónde llegaba la crueldad de su marido, don Blasco Méndez de Figueroa.

Carmen conoció también a don Luis Espinosa, un hombre bien parecido que según le explicó su marido estaba pasando unos días en la plantación por un asunto de negocios. Ella se comportó de forma encantadora con él, imaginando que sería alguien importante para Blasco, sin saber que conocía, y muy bien, a su padre.

—Mi señora, vuestra presencia va a aportar a este lugar, además de alegría, más hermosura… —El caballero jerezano se inclinó cortésmente para besar su mano. Ella le devolvió la lisonja con una sonrisa, pero su atención retornó a su marido, por el que se sentía cada vez más deslumbrada.

En cuanto terminaron de saludar a la servidumbre, alcanzaron la casa.

Su grandiosidad y magnitud asombraron a Carmen, como también el cuidado en los jardines que la rodeaban. De la mano de Blasco recorrió los tres magnos salones que poseía, sus diez dormitorios y las espléndidas vistas que ofrecían sus balcones. Desde ellos pudo divisar, aun por encima de las colinas, los centenares y centenares de aranzadas de caña de azúcar y algodón que poseía la hacienda, así como los miles de frutales que teñían de verde alguna de las laderas al este.

Seducida por el efecto embriagador de tanto encanto, a los pies del que sería su dormitorio y una vez a solas con su marido, sintió cómo sus manos le sujetaban la cara, y poco después recibió sus labios saboreando su primer beso de intimidad. Al separarlos, Blasco abrió los brazos, observó sus inocentes ojos y exclamó:

—Querida, bienvenida a la Bruma Negra.

X

Primero se veían cada noche entre la última litera y una esquina de su barracón, y cuando a Yago lo trasladaron, se encontraban, siempre que podían, bajo las ramas de un centenario sauce a escasa distancia de los pabellones de esclavos.

Hiasy acudía con un puñado de hojas, las masticaba con conocimiento y el resultado lo aplicaba sobre las heridas de Yago. Algunas de esas plantas le eran conocidas de los tiempos vividos en su aldea, pero otras las descubrió en la plantación. De la corteza del sauce extraía un jugo que aliviaba el dolor de cabeza y cualquier otro dolor muscular, lo que era de agradecer después de las interminables jornadas de trabajo.

Masticaban también caña de azúcar para recibir su energía, tan necesaria cuando las raciones que les daban a diario apenas llegaban a cubrir sus necesidades mínimas. Todos los esclavos hacían lo mismo y gracias a la fruta caída de los árboles, a algunas raíces de ciertos arbustos y a la caña de azúcar, podían compensar su deficiente alimentación y sobrevivir. Cualquier pequeño animal se convertía en un verdadero convite. Hiasy consiguió en varias ocasiones esconder entre su ropa ranas, lagartos y ratones que luego compartía con Yago, y ambos quedaban encantados, a pesar de no poder cocinarlos.

Hiasy era quien hablaba en aquellos encuentros que al muchacho tanto le agradaban. Hablaba en su lengua y le enseñaba palabras, las primeras fueron las partes de su cuerpo que iba recorriendo poniendo la mano de Yago sobre cada una de ellas: los ojos, el pelo, los labios, las piernas y rodillas… Luego siguieron los objetos cotidianos: los camastros, la paja que servía de cama, piedras, o los recipientes de barro que ellas mismas se fabricaban con puñados de arcilla que escondían en el bies de sus faldas.

Yago acudía feliz a aquel lugar secreto porque había encontrado en Hiasy a su primera amiga.

La miraba mientras preparaba en su boca aquellas pastas que aliviaban sus heridas, pero que también curaban su interior. En su presencia, el sufrimiento padecido en la cantera se borraba por completo. El agudo tintineo de los martillos que le hacía casi enloquecer, los latigazos de los vigilantes, o el permanente polvo que conseguía secarle los ojos, la boca y hasta el alma, al lado de ella, se difuminaban como lejanos recuerdos.

Con Hiasy todo era diferente.

A los tres meses de frecuentar aquellos contactos, Yago empezó a sentir algo más, aunque era incapaz de reconocer de qué se trataba. Cada vez que recibía sus manos sobre las heridas se le erizaba el pelo, le costaba respirar y sentía como un hormigueo interior muy agradable. Su voz, suave y melosa, le acariciaba los oídos cada vez que le escuchaba repetir una y otra vez las palabras que compartían.

Le encantaba su olor.

Su piel oscura no olía como la suya y Yago recibía su aroma con cada movimiento que hacía cerca de él.

No sabía cómo lo conseguía. El olor colectivo era intenso y desagradable, pero ella olía a veces a flores o a esencia de heno, otras veces a fruta. Y es que a diario, en sus idas y venidas a los cañizales, Hiasy recogía a escondidas todo lo que pudiera proporcionarle una fragancia agradable, y en el barracón se lo restregaba por el cuerpo hasta que neutralizaba el olor a suciedad y a trabajo.

Por todos aquellos motivos la chica se convirtió en un regalo de sensaciones para Yago; un sonido dulce para su oído, una suma de aromas deliciosos para su olfato, y la explosión de suaves contactos en su piel, cada vez que se rozaban, cuando juntos iban reconociendo, mano sobre mano, los nuevos objetos que iban apareciendo ante ellos: nuevas plantas, insectos, piedras de diferentes colores...

Un día, a orillas de las frescas aguas de un lago cercano a la plantación, Yago miró a Hiasy de una forma diferente a como venía haciéndolo desde que se conocieron cinco meses atrás.

Él no había visto hasta entonces su cuerpo desnudo, pero allí, entre árboles de copas interminables probó a bañarse con ella y entonces sucedió.

Yago sintió una sensación muy distinta a lo que hasta entonces conocía.

Deseó tocar su oscura piel empujado por un ansia nueva. Ella fue sensible a su deseo y lo aceptó expresándolo a través de su mirada, sin embargo, Yago no supo qué hacer. De momento evitó tocarla, se supo un inútil y desvió la mirada de sus pechos. Vencido por su torpeza, le apareció un primer temblor en los brazos al que le siguió otro en las piernas.

Hiasy quiso tranquilizarlo tomándole una mano, pero tampoco aquello produjo el efecto esperado. El suave roce de su piel no agradó a Yago como otras veces y lo rechazó con brusquedad, temeroso e invadido de extrañas sensaciones. Ella bajó la cabeza sin comprender y Yago la miró con el rostro ladeado, con aquel gesto tan suyo, decepcionado e incapaz de saber cómo debía actuar en circunstancias como esas.

—¡Agua! —gritó ella tirando de sus brazos.

Lo empujó al lago y a continuación se zambulló a su lado. Lo salpicó juguetona, buscó una enorme hoja que flotaba, se la tiró a la cara y lo dejó a ciegas. Se rieron hundiéndose en el agua, entre las protestas de uno y los chillidos de la otra, chapoteando sin pararse a pensar en nada, conscientes de que para ellos el tiempo estaba detenido.

Una vez de vuelta a la orilla, Hiasy lo observó. Tumbado al sol, ronroneaba y parecía feliz. Nadie lo entendía como ella. Yago era extremadamente vulnerable y experimentaba las cosas de forma diferente. Sentía ternura por él y miedo de que tanto dolor y humillación como iba a padecer en la plantación pudieran herir para siempre su frágil alma.

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