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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (65 page)

BOOK: El jinete polaco
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En el hospital preguntó varias veces por mí y mi madre le dijo que me habían avisado y que llegaría muy pronto a Mágina, pero ella no se lo creyó, nadie fue nunca lo bastante mentiroso o sagaz para engañarla, jamás dio crédito a ninguna de las palabras retumbantes que tanto le gustaban a mi abuelo Manuel ni hizo el menor caso de las fábulas chismosas que se contaban las vecinas en los lavaderos públicos o en las colas de la fuente. Se acordaba todos los días de la bondad silenciosa de su padre, de un hijo que se le murió con diez meses de unas fiebres, de la noche de lluvia en que corrió entre los camiones llenos de presos y con los faros encendidos que se alineaban trepidando junto a los muros de una cárcel buscando a mi abuelo Manuel, y de otra noche, la primera de la guerra, estaban en la plaza del General Orduña viendo pasar los camiones con soldados que se dirigían al ayuntamiento y mi madre, que tenía seis años, se desprendió de su mano y se le perdió entre la multitud. Usaba su inteligencia y su ironía como armas secretas para defenderse de la sinrazón y el embuste y le bastaba siempre mirarme a los ojos para saber si yo le decía la verdad y para adivinarme el pensamiento: aun ahora, cada vez que digo una mentira me parece que oigo su voz avisándome de que se pilla a un embustero antes que a un cojo. Reservaba íntegras su indignación y su credulidad sentimental para las novelas de la radio y más tarde para los culebrones sudamericanos de la televisión, los malvados la sacaban de quicio, sobre todo los malvados con bigote, o los que tenían un lunar o se aplastaban el pelo hacia atrás con fijador, míralo, decía, que parece que le ha lamido el pelo una vaca, se revolvía nerviosa en el sofá, porque escuchaba las voces pero casi no distinguía las imágenes, se enfurecía, los llamaba canallas y traidores, y mi madre apenas lograba tranquilizarla diciéndole que todo era mentira, que la pobre chica inocente no estaba embarazada de verdad o que el cajero injustamente acusado de desfalco no iría a la cárcel y que la sangre de los asesinados era falsa, pero no había modo de que se convenciera, y ella, que nunca se fió de las evidencias de la realidad, no podía entender que lo que aparecía en la televisión fuese mentira unas veces y otras no. Inventaba comparaciones que eran retratos fulgurantes, ése tiene ojos de flor de haba, decía, o cara de mulo blanco o de Juan veintitrés, la boca descolgada como una puerta vieja, o tan grande como el desgarrón de una manta, y cuando me enfadaba me reprendía burlándose de mí, no pongas esa cara, que se te puede atar el hocico con una soga. Miro ahora sus fotos, las que se extraviaron en mi casa cuando yo era niño y he recobrado por mediación tuya y del azar en el baúl de Ramiro Retratista, he llamado a la agencia, he solicitado un permiso de quince días alegando una enfermedad imaginaria y no me ha importado el riesgo de perder el trabajo, siento con una tranquilidad desconocida que no puedo perder nada, que no tengo ni necesito nada, me acuerdo serenamente de ti en el avión donde vuelo hacia España y dejo a un lado tu foto de Central Park para mirar las caras que tuvo mi abuela Leonor en dos instantes que resumen su vida, el día que se casó, severa y joven, menos alta que mi abuelo Manuel pero desafiadora en su belleza, con el pelo corto, las facciones anchas y una diadema sobre la frente, en una fotografía que aún lleva la rúbrica de don Otto Zenner, y luego a los cuarenta y tantos años, ya vestida para siempre de luto y con el pelo recogido en un moño, rodeada de sus hijos, con las cabezas rapadas, rodillas torcidas y huesudas y pantalones cortos, de pie en la puerta de la casa de San Lorenzo, al lado de su padre, mi bisabuelo Pedro, que está sentado en el escalón y tal vez sabe que van a hacerle una foto y simula que se deja engañar.

Cruzo Madrid sin verlo, es una tarde soleada y fría de finales de enero y yo me dejo llevar del aeropuerto a la estación tan livianamente como si no pesara, como si no existiera este momento, oigo en la radio noticias sobre la guerra y me deshago de los periódicos apenas hojeados con la sensación de que nada de esto va conmigo, ni la ciudad que se despliega ante mí ni los avisos ni los motores de los trenes, ni las hirientes voces españolas que hablan a mi alrededor mientras espero mi turno para comprar un billete, qué acento, pienso siempre que vuelvo, qué dureza campechana y brutal, mis pies no arraigan en ninguna parte, no siento debajo de sus plantas la solidez del mundo, todo es fugaz y retrocede al otro lado de una ventanilla, con una rapidez de mareo ilusorio, como se deslizan los puntos de destino y los horarios de los trenes a lo largo de los indicadores electrónicos, miro el reloj, calculo que todavía tengo tiempo, compro cigarrillos, bebo un café y como un sandwich junto a la barra de la cafetería, pago inmediatamente, por supuesto, no vaya a ser que tenga que salir corriendo, sólo fumo hasta la mitad los cigarrillos, no termino el café y me dejo el sandwich casi entero, actos inacabados, decisiones que no llego a cumplir, veo un teléfono público que funciona con tarjetas de crédito y se me ocurre llamarte, ahora son en Nueva York las once de la mañana, tu vida transcurre ya en una dirección del todo ajena a la mía: anoche —o lo que es anoche para ti— fuiste a buscar a tu hijo, y mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos porque no sabes dónde estoy, no puedo soportarlo, me decido a llamarte aunque sólo sea para escuchar tu voz en el contestador automático y suena el aviso de la partida de mi tren, no queda tiempo, cuando estaba contigo los minutos y las horas se dilataban en una dócil lentitud no enturbiada por la angustia, y ahora huyen, se me deshacen, me arrastran como sobre una balsa a punto de romperse, subo al Talgo y me echo de costado en el asiento, mirando hacia el cristal, viendo mi cara reflejada cuando pasamos un túnel, aletargado por los golpes suaves y metódicos de las ruedas sobre los raíles, me acuerdo con una nitidez absoluta de la voz y de las facciones de mi abuela Leonor, como si me auscultara busco dentro de mí el sufrimiento por su muerte y no llego plenamente a sentirlo, tal vez porque desde hace años y sin darme cuenta no pensaba en ella como en una persona real, era una sombra de mi infancia, una figura invariable que yo encontraba siempre en el mismo lugar, con una bata negra y las manos cruzadas sobre las faldillas del brasero, adormilada o mirando la televisión, detenida en una eterna vejez, como si hubiera sido siempre así y vivido en su esquina del sofá igual que la estatua del general Orduña en el centro de la plaza del Reloj y nunca hubiera tenido juventud ni sentimientos ni deseos parecidos a los míos.

Sólo ahora puedo entenderte, veo tus ojos brillantes de lágrimas cuando me estabas hablando de los últimos días de tu padre y te quedabas callada y tragabas saliva y luego movías la cabeza y te limpiabas la nariz con un pañuelo de papel, sólo ahora entiendo lo que me dijiste, que el llanto no era un signo de dolor, sino de reconciliación y consuelo, lo noto subir desde el pecho y la garganta y llegar a los ojos, en oleadas cada vez más intensas, disimulo y me limpio las lágrimas para enseñarle mi billete al revisor, pero no quiero que nada me distraiga ni me aparte de ella ahora que me ha anegado por fin la certidumbre no sólo de su presencia y de su muerte, sino también de toda mi gratitud y desamparo, imagino que tú viajas a mi lado y que me acaricias los pómulos con las yemas de tus dedos, que me abandono contigo al impudor del llanto, abro los ojos y es de noche y mi cara tiembla en el cristal, falta muy poco para llegar a Mágina, aún no hace ni veinticuatro horas que me separé de ti y sólo han pasado dos días desde la muerte de mi abuela Leonor, tal vez el frío aún preserva su hermosa cara de la corrupción, está tendida y helada en la oscuridad, con los ojos cerrados y la boca sumida y entreabierta, muevo instintivamente la cabeza y me niego a pensarlo, ya no está en un ataúd ni en ninguna otra parte, sino en la dulzura de la nada y en la lealtad de mi memoria, en los grises y sepias de las fotografías, en las imágenes de un vídeo de bautizo o de boda que haya grabado alguno de mis primos innumerables, recién salida de la peluquería, íntimamente orgullosa todavía de la salud de su pelo y de la perfección de sus manos, cantándole por lo bajo a mi hermana, que se sienta a su lado, alguna de las canciones procaces de los carnavales y los lavaderos de su juventud, aire y más aire, mi marido en la era y yo con un fraile, panza con panza, y el monaguillo en danza. Me veo sonreír en el cristal, me acuerdo de su risa y se me ocurre como un descubrimiento que la anciana torpe y casi ciega en la que se convirtió al final mi abuela Leonor no es exactamente ella, que seguramente conoció igual que tú y yo la urgencia del deseo y la ebriedad de su gloria y su culminación: en la fotografía de su boda ella y mi abuelo Manuel eran más hermosos y más jóvenes que nosotros. Qué vanidad imbécil nos hace sentirnos superiores a los muertos, qué luto nos espera cuando nos vayamos volviendo como ellos, cuando no podamos ver lo que haya delante de nuestros ojos y nos encontremos perdidos en un porvenir al que somos extraños y no acertemos a adelantar un pie sin temor para bajarnos de un tren, cuando la realidad de siempre se nos deshaga en sombras y se nos pueble de fosos y muros imposibles.

Me da en la cara el aire frío y por el altavoz anuncian la salida inmediata del Talgo, que sólo se detiene uno o dos minutos en la estación. Como en ningún otro lugar el aire huele a noche y a invierno, a la noche y al invierno de Mágina, a tierra calma y a leña húmeda de olivo. Me gusta más ese olor porque tú también lo reconocerías si lo percibieras. El tren se aleja entre destellos de luces verdes y rojas al final de los andenes y el eco de los altavoces se pierde en la hondura cóncava de los olivares. Mi padre viene hacia mí desde la claridad del vestíbulo: sonríe ante mi cara de sorpresa, cuando hablé con él desde Madrid no me dijo que iría a la estación a recogerme. Lleva una pelliza con solapas de piel y un jersey de cuello alto que fue mío hace años y que acentúa la juventud de su cara. El pelo blanco y fuerte ha adquirido una consistencia translúcida, ya sólo gris en las sienes. Me abraza con la efusión lacónica y ceremoniosa de siempre, pero esta vez me estrecha un poco más y al separarse de mí nombra a mi abuela y se le humedecen los ojos. Con un ademán indiscutible me quita la bolsa de viaje, que parece menos pesada en su mano, y me dice que me encuentra más delgado: quién sabe cómo vivo, qué comidas me darán en el extranjero. Baja delante de mí las escaleras de la entrada y me espera sonriendo junto a la fila de los taxis. Me doy cuenta de que ha venido a la estación para mostrarme con orgullo su furgoneta nueva, y también que no está seguro de que yo repare en ella, tan indiferente hacia los coches como lo fui de niño hacia los olivos y los animales. Pero no le miento al decirle que me gusta mucho ni simulo una educada atención mientras me explica lo fácil que le resulta conducirla, la capacidad de carga que tiene, lo poderoso que es el motor. Me gusta ver su satisfacción cuando arranca a la primera y gira con suavidad y pericia el volante, lo atentamente que mira un semáforo esperando que cambie al verde, la rápida seguridad con que tuerce a la derecha en la carretera para dirigirse hacia Mágina, cuyas luces se distinguen al fondo, sobre la colina. Conducir lo rejuvenece, tal vez porque aprendió después de los cincuenta años. El interior de la furgoneta huele a hortaliza, a tela húmeda de saco y a aceitunas reventadas. Con el torso rígido e inclinado sobre el volante mi padre vigila la línea blanca de la carretera y me habla de la muerte de mi abuela Leonor. No sufrió nada, debió de ser como quedarse dormida. Fue tanta gente al velatorio que no se cabía en los portales y en las habitaciones de la planta baja. Imagino ese rumor solemne de los entierros que me intrigaba en la infancia, la plaza de San Lorenzo poblada de hombres y mujeres vestidos de oscuro, el gran silencio quebrado por accesos de llanto cuando la puerta se abriera del todo y saliera el ataúd a hombros de mis tíos, la severidad arcaica de las duras facciones congestionadas por los cuellos de las camisas, las ventanas entornadas en el vecindario, el redoble lento de las campanas de Santa María. Y tú tan lejos, me dice, en América, como para venir corriendo. Siempre me pide que le explique cómo es mi vida y mi trabajo y yo apenas sé contestarle, porque las palabras qué tendría que usar no pertenecen del todo a su idioma ni al mundo de indelebles evidencias materiales y convicciones inmóviles donde él creció y del que nunca ha salido. Su aguda inteligencia acepta pero no acaba de creer que en Nueva York siga siendo de día cuando en Mágina ya es de noche o que el avión que tomé esta mañana en Bruselas haya tardado dos horas en llegar a Madrid. Cuando yo era niño me decía que en los confines del horizonte el cielo estaba sostenido por horcones semejantes a los de las chozas de los melonares y que los vientos ábrego y solano soplaban desde el interior de dos cuevas abiertas en las montañas de los extremos de la tierra. Pero tampoco acaba de entenderme a mí y se ha acostumbrado, aunque todavía me reprende como hace veinte años: le extraña que no tenga coche, que no me haya casado, que lleve anárquicamente los documentos y el dinero en los bolsillos, en vez de guardarlos, como él, en una cartera, que no me haya comprado un piso, a pesar del tiempo que llevo trabajando. Yo repito por costumbre, casi con dulzura, las respuestas de siempre, fumo mirando por la ventanilla las hileras negras y fugaces de los olivares, lo oigo decirme que debería quitarme del tabaco, invertir mis ahorros en Mágina, en una buena casa o una finca en el campo, los bancos se chupan el dinero, lo aburren, y al final a uno no le queda nada, habla muy serio y recalcando las frases, aparta un instante los ojos de la carretera para mirarme de soslayo, no termina de fiarse de mi improbable sensatez, a lo mejor no está seguro de no haberse equivocado cuando renunció a los propósitos más ambiciosos de su vida para permitirme que estudiara: aún tendríamos la huerta, habríamos construido una nave con luces fluorescentes, pesebres de aluminio y ordeñadoras eléctricas para las vacas, yo le habría dado dos o tres nietos, manejaría un Land Rover y un tractor, me sentaría frente a él en las noches lluviosas de febrero para ajustar las cuentas de la cosecha de aceituna, no habría salido de Mágina más que en el viaje de novios, no me habría encontrado contigo.

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