—Yo he pensado que lo mejor sería decir que los bandoleros le asaltaron por sorpresa, que los combatió valientemente pero quedó malherido, y que se ha muerto por el camino, en la misma ambulancia —le dijo el teniente a su jefe inmediato, delante de Izquierdo y de mi padre, a quienes había escogido como escoltas—. Podríamos enterrarlo aquí mismo, sin prensa ni ceremonia, no hay que temer ninguna filtración, su compañero, el único que sabe lo que pasó en realidad, es mi yerno, el novio de mi hija mayor…
Al comandante le pareció un buen plan, astuto, discreto, y lo dijo en voz alta, pero no se atrevió a aprobarlo sin consultar con la superioridad. El jefe de la Comandancia llegó a su despacho a las diez en punto, pero no perdió más de dos o tres minutos en decirle a su subordinado que era un gilipollas, un inútil al que no se le podía dejar solo.
—Tráigame al jefe del puesto de Fuensanta —ordenó luego.
Michelín, que lo había escuchado todo desde el pasillo, entró solo en el despacho, y mi padre no oyó lo que dijo, aunque supuso que había repetido la historia de principio a fin porque, al terminar, pudo escuchar los insultos del teniente coronel, a un volumen más alto que antes.
—Usted ya no piense más, teniente, déjelo, que no hace falta… Ya le voy a decir yo a usted lo que va a hacer —y en ese instante, su voz creció, se encrespó, traspasó la frontera de los gritos—. ¡Ahora mismo!, ¿me oye?, pero ahora mismo… ¡Se lleva usted ese cadáver por donde lo ha traído, le monta una capilla ardiente en la sala de banderas de la casa cuartel, con honores de caído por Dios y por España, congrega a todos sus hombres, a sus familias, a las fuerzas vivas del pueblo, para que lo velen como es debido, y mañana me lo entierra por todo lo alto, de uniforme, con el tricornio en la cabeza y las medallas encima del corazón! ¿Está claro?
—Sí, señor, pero… —Michelín acató la orden sin entenderla—, no sé si usted ha comprendido… Al parecer, Miguel Sanchís era republicano, comunista, mi teniente coronel, era un traidor, ¿y le vamos a enterrar…?
—¡Naturalmente que sí! Como a un héroe, pero de los nuestros —y en el pasillo, nadie se atrevía ya a levantar la vista de las baldosas del suelo—. ¿O qué es lo que quiere usted? ¿Que todos los rojos de esta provincia lleven flores a su tumba los domingos por la mañana, como si fuera un héroe? ¡En España ya no hay héroes comunistas, teniente, a ver si se entera de una puta vez! Ni siquiera existen los comunistas, no existen los socialistas ni los anarquistas, no queda ni un solo republicano, hemos acabado con ellos, con todos los rojos, héroes o cobardes, parece mentira que tenga que repetírselo…
—No, no, señor —y Michelín, que ya temblaba por dentro al pensar en su ascenso, se hizo un lío—, o sea, sí, señor…
—¿Qué habré hecho yo, Dios mío? —el jefe del puesto de Fuensanta de Martos abrió la puerta para escapar de aquella fiera, e Izquierdo y mi padre vieron al teniente coronel Marzal mirando al techo con las manos abiertas, como si fuera un cura oficiando una misa—. ¿En qué te habré ofendido para que me obligues a trabajar siempre rodeado de imbéciles, de cretinos, de…? ¡Cierre usted esa puerta, coño!
Al recibir aquella última orden, que su jefe subrayó pegándole un puñetazo a la mesa, concluyeron todas las dudas, las vacilaciones de Michelín, y se puso en marcha la solemne maquinaria de la mentira, la segunda muerte heroica de Miguel Sanchís.
—Por lo visto, antes de morir, le pidió a Curro que le pusiera la medalla en los labios, para besarla, como hace Alfredo Mayo en las películas —me contó mi hermana cuando yo, sin saber qué había pasado en Jaén por la mañana, ya me imaginaba lo que iba a pasar en Fuensanta de Martos por la tarde—. A mí, cuando estaba vivo, me caía muy mal, pero cuando me he enterado… Qué pena, ¿verdad? Con lo guapo que era.
Eso mismo debieron pensar los directores de los periódicos, porque todos publicaron su foto muy grande, y dedicaron el resto de la página a resumir una biografía ejemplar. Miguel Sanchís Rodríguez había nacido en 1916, en Toledo, donde su padre, miembro de una larga y honorable estirpe de guardias civiles, servía a las órdenes del Delegado Provincial de Orden Público. El joven Miguel ingresó en el Cuerpo en 1934, pero cuando se produjo el Glorioso Alzamiento Nacional estaba completando su formación en la Comandancia de Ciudad Real, permaneciendo en zona roja hasta el final de la contienda. La liberación de la ciudad le halló en la cárcel, salvándole del fusilamiento inminente al que había sido condenado en los primeros días de marzo de 1939. Porque sólo entonces, los criminales rojos lograron desenmascararle, descubrir que, durante los tres años que duró la Cruzada, había realizado, con tanto riesgo como coraje, una magnífica labor de enlace entre la quinta columna de Ciudad Real y la de Madrid, donde su trabajo, arriesgado y fecundo, le valió el sobrenombre de «ángel de las mujeres», por el que todavía es recordado con especial admiración y afecto. Por este motivo, don Miguel Sanchís Rodríguez fue distinguido tras la Victoria con la Medalla Militar con distintivo rojo, una condecoración de Sufrimientos por la Patria, y otra destinada a premiar sus Méritos contraídos en zona roja. Pero, como un auténtico soldado y un verdadero patriota, no se resignó a disfrutar de la paz en la retaguardia, y renunciando a ingresar en la Academia de Oficiales del Ejército de Tierra, siguió trabajando por ella en primera línea. Destinado por petición propia a nuestra provincia, combatió a los bandoleros en la sierra de Cazorla desde 1940 hasta 1942, cuando pidió el traslado al puesto de Fuensanta de Martos, para convertirse en la pesadilla de los forajidos de la Sierra Sur, capitaneados por aquel delincuente de infausta memoria que tuvo por mal nombre el de Cencerro. Recientemente promovido a teniente, aunque por desgracia su ascenso nunca llegará a hacerse efectivo, en la madrugada del pasado martes fue vilmente asesinado por los criminales del monte, en una emboscada donde también resultó muerto el peligroso pistolero Juan Sánchez López, conocido como «El Pirulete». Descanse en paz don Miguel Sanchís Rodríguez, escoltado por la gratitud y el reconocimiento de todos los jiennenses.
—¿Te has enterado? —cuando nos encontramos en la puerta de la casa cuartel para volver a la escuela, Paquito estaba excitadísimo por la noticia.
—Sí —contesté—, ya me lo ha contado mi hermana.
—¿Y sabes que Curro tuvo que darle el tiro de gracia? Mi padre me lo ha contado, que Sanchís estaba malherido, que le habían metido dos balazos en la tripa y sabía que estaba listo. Por eso le pidió a Curro que le disparara en la cabeza, le dijo que no quería sufrir más, y él tuvo que hacerlo, claro, mi padre dice que lloraba como un niño. Qué horror, ¿verdad? —se paró de pronto, me cogió del brazo, me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Te imaginas que a nosotros, de mayores, nos pase algo así?
—No —contesté después de unos segundos—. La verdad es que no me lo imagino.
Al llegar a la escuela, don Eusebio nos dio el pésame y nos dejó tranquilos, sin preguntarnos ni sacarnos al encerado durante toda la tarde. Luego, cuando volví a casa, me encontré a mi madre vestida de luto, con el velo ya puesto, a punto de salir. Ella fue la que me contó lo que había pasado por la mañana, y que Michelín estaba furioso, no tanto por la humillación que le había infligido su superior, como por la sospecha, muy bien fundada por cierto, de que el suicidio de Sanchís, y los enormes errores de apreciación que había cometido antes y después de que se produjera, le iban a costar el ascenso, ese anhelado traslado a la capital con el que su mujer soñaba desde hacía tantos años.
—Te he dejado ropa limpia encima de la cama —y señaló la puerta de mi cuarto con el dedo, para no tener que mirarme—. Tu padre quiere que vengas a la capilla ardiente. Dulce ya está allí.
—No pueden hacer esto, madre —le dije en un murmullo, para no asustarla más de la cuenta—. No tienen derecho.
—Claro que pueden, hijo, claro que pueden —ella vino hacia mí y me abrazó muy fuerte, como hacía siempre que tenía miedo de que alguien nos oyera—. Mira, Nino, ellos pueden hacer lo que quieran, ¿comprendes?, lo que quieran, siempre, lo que les dé la gana, y nosotros vamos a pasar esto lo mejor posible, por favor te lo pido. Sanchís se lo buscó, es culpa suya, él sabía de sobra el riesgo que corría, y… Tú no digas nada, hijo, no hables con nadie de lo de anoche, tú ahora vas, le das un beso a Pastora, te estás un rato, dices que te tienes que venir a hacer los deberes, y mañana será otro día, ¿de acuerdo?
—Pero esto no está bien —insistí, y ella me apretó todavía más—. No es justo, madre.
—Nino, por Dios, por lo que más quieras, te lo pido por lo que más quieras, por favor, no hagas… La justicia sólo aprovecha a los vivos, hijo. A los muertos, ya todo les da lo mismo.
—No te preocupes —y renuncié a aclararle que había hablado pensando en los vivos, no en los muertos—. No te preocupes, que me voy a portar muy bien. Te lo prometo.
Cumplí esa promesa. Me porté muy bien porque no hubiera podido hacer, decir ninguna otra cosa. Al entrar en la sala de banderas, me encontré con una escena imponente, el ataúd en alto, sobre una tarima, rodeado por los grandes candelabros de metal labrado de la parroquia, que don Bartolomé no había dudado ni un segundo en aportar. Los cirios encendidos, tres a cada lado, proyectaban una luz fantasmagórica sobre el cadáver de Miguel Sanchís, amortajado con su uniforme y envuelto de cintura para abajo en la bandera nacional, sus tres condecoraciones prendidas sobre el lugar del corazón, sus dedos entrecruzados, sosteniendo un rosario. El tricornio dejaba ver a medias un vendaje muy aparatoso que cubría la mitad de la frente, como si pretendiera disimular la exacta trayectoria de la bala suicida, pero a pesar de todo, su rostro tenía una expresión serena, plácida, ni rastro de la rigidez que solía agarrotarle las mandíbulas, tensarle los labios en aquella fabulosa representación de la ira. Miguel Sanchís era un muerto tranquilo rodeado de vivos muy nerviosos, porque el teniente, mi padre, sus compañeros, estaban desencajados, muy pálidos, muy asustados, y todos permanecían en sus puestos sin hablar, sin moverse, sin mirarse entre sí, tan tiesos como una hilera de soldados de plomo, una actitud que contrastaba con la naturalidad de los civiles, don Justino, don Carlos y doña Felisa, el boticario, el alcalde y unos pocos más, que hablaban entre ellos, y se levantaban, salían, fumaban, volvían a entrar, sonreían, y hasta contaban un chiste de vez en cuando con una copa de vino en la mano, como suele hacer todo el mundo en todos los velatorios.
Pastora estaba sola, sentada justo detrás de la cabecera del ataúd, y tampoco se parecía a las viudas que yo había visto en otras ocasiones, porque no chillaba, no sollozaba, no maldecía a los asesinos de su marido, no se agarraba al ataúd ni se llevaba las manos a la cabeza sin dejar de moverse, como las demás. Ella también parecía tranquila, tan serena como si estuviera muerta, a no ser por las lágrimas que se caían de sus ojos muy despacio, sin perturbarla, sin alterar su inmovilidad, las piernas juntas, las manos abandonadas sobre el regazo, la mirada perdida, fija en alguna baldosa del suelo, la cabeza tan quieta que ni siquiera la levantó cuando empecé a andar hacia ella.
—Pastora… —le dije, y entonces me miró, dejó caer los párpados, los volvió a levantar, asintió apenas—. Lo siento.
Madre me había enseñado que en los velatorios había que decir una cosa distinta, más fina, te acompaño en el sentimiento, pero a mí no me salió, porque al mirar a Pastora de cerca, encontré que tenía los ojos líquidos, tan transparentes como si me permitieran mirar en su interior, y comprendí cómo estaba sufriendo, cuánto le quedaba por sufrir, y que sólo la muerte pondría fin a un sufrimiento tan largo como su existencia, porque ella lo sabía, tenía que saberlo, ella lo sabía todo, menos que su marido le había pedido a Curro que le dijera que la quería más que a su vida, que había pensado en eso antes de quitársela.
Ella lo entenderá, eso había dicho, y ella lo entendería, ella comprendería aquel sinsentido, la amorosa preocupación de un suicida, y podría descansar si alguien le contara la verdad. Pero nadie iba a hacerlo, porque no sobreviviría otra verdad que aquel ataúd, aquel uniforme condecorado, aquel rosario entre los dedos de Miguel Sanchís, el guardia civil al que ella debía de haber conocido en Ciudad Real cuando aún se llamaba Ciudad Leal, en plena guerra o antes incluso, el hombre que nunca la había sacado de ningún prostíbulo, porque ella no había sido puta, sino roja, tan roja como él, y por eso la habrían detenido tantas veces, por eso le habría tocado entrar y salir de tantas comisarías, por eso le había asombrado tanto a aquel criador de caballos que la conocía de vista que hubiera acabado viviendo en una casa cuartel.
Y todo para esto, leí en sus ojos líquidos, casi transparentes, todo para acabar presidiendo el duelo de un caído por Dios y por España, para enterrarle envuelto en la bandera del enemigo, para no poder llorarle de verdad, ni maldecir en voz alta al traidor que había precipitado su muerte, ni refugiarse en el orgulloso consuelo de ser la viuda de un héroe. Pastora no sabía nada de lo que había pasado, no sabía cómo, ni por qué había muerto su marido, y ya nadie le pintaría de rojo las uñas de los pies, nadie volvería a besarla en el empeine de aquel pie deforme, al borde de sus dedos torturados, raquíticos, nadie le daría a beber de su copa de coñac ni bucearía en su boca con la lengua a la luz de las bombillas de una noche de verbena, y ni siquiera sabría por qué, dónde, cuándo, cómo había perdido todo eso, quién era el culpable de que él ya no pudiera volver a cogerla del brazo sin hablar, para llevársela hasta una cama donde harían cosas que nadie era capaz de imaginar. Todo eso pensé al verla allí, hundida y humillada, sola y engañada, más muerta que viva, condenada de por vida a la angustia de una pregunta que nunca tendría respuesta.
—Lo siento mucho, Pastora —y lo sentía de verdad, inundado de pena, inundado de rabia, cuando le cogí una mano y se la apreté para comprobar que estaba helada, no mucho más caliente que aquellas manos que ya no la acariciarían jamás—. De verdad que lo siento.
Me incliné hacia ella, la besé y ella me devolvió el beso moviendo apenas sus labios resecos. Y me fui para mi sitio pensando que no había derecho, que no era justo, que no podían hacer lo que estaban haciendo, traicionar de aquella manera la última voluntad de un hombre que le había perdonado la vida a uno de ellos antes de morir, porque aquello era peor que traer una banda de música, peor que tocar pasodobles, peor que salir a bailar alrededor de un muerto, peor que subirse encima de un cadáver a llevar el ritmo. Era peor, pero mi padre ni siquiera me miró cuando pasé delante de él.