El libro de la señorita Buncle (11 page)

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Authors: D.E. Stevenson

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BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—No sé por qué no nos vemos más a menudo —dijo Sarah. Margaret le dio la razón y dijo que ella tampoco, pero, claro, las dos tenían mucho que hacer, con los maridos, los niños y demás.

Sarah miró a su amiga con otros ojos, los de
El perturbador de la paz,
y vio que el misterioso John Smith daba en el clavo. A Margaret la desgastaba el mal carácter de su marido, igual que desgasta una moneda de plata de seis peniques el roce constante con monedas más toscas. Casi había perdido toda la belleza y también la vivacidad, aunque ese día la encontró más favorecida y animosa. Se debía al vigorizante paseo que había dado para ir a verla esa mañana tan fría. Sarah, como todas las casadas felices, pensó: «Yo no lo habría soportado tanto tiempo. Habría dejado a ese animal hace años. ¡Ay! He pensado muy poco en ella; tengo que ser más amable porque yo soy muy afortunada, y se lo merece». Sonrió con ternura al acordarse de John; lo habían llamado en pleno desayuno para que fuera a socorrer al nieto menor de la señora Goldsmith, que tenía convulsiones.

—Verás, Sarah —dijo Margaret—, en realidad he venido porque estoy preocupada por Stephen.

—¿Se encuentra mal? —preguntó la señora Walker.

—No, al contrario, parece estar mejor que nunca —respondió Margaret, sorprendentemente—. Anoche se quedó levantado hasta muy tarde, pero no escribiendo, o, al menos, no su libro, y después se ha levantado temprano esta mañana y se ha ido a Londres.

Sarah murmuró algo con conmiseración: no sabía con exactitud por qué, pero era evidente que conmiseración era lo que se requería y, como buena amiga, la manifestó.

—Dicho así, parece una bobada —reconoció Margaret—, pero el caso es que Stephen no parecía ni mucho menos el de costumbre.

Sarah pensó que cualquier cambio de actitud de Stephen sería sin duda una mejora; en cambio, dijo:

—Sé lo que quieres decir.

—Sí. A la hora del desayuno, en vez de leer el periódico habló con los niños. Estaba muy charlatán y más… más considerado —dijo Margaret.

No era eso lo que quería decir, porque, evidentemente, daba a entender que lo normal en Stephen era no tener consideración con los demás, pero por alguna razón las palabras se le habían escapado de la boca y ya estaba dicho. Ahora Sarah sabía que Stephen había sido considerado y que eso era tan raro en él que a Margaret le preocupaba.

Sarah frunció el ceño y pensó en el misterio que se le presentaba. Pensó que hasta el mismísimo Sherlock Holmes se habría quedado perplejo, porque no había ninguna pista que seguir y Margaret no se sinceraba del todo; solo le había contado la mitad de lo sucedido, e incluso sin querer.

—Mi queridísima Meg —dijo de pronto, y le tocó el brazo—, si de veras estás preocupada y si de veras quieres que te ayude, tienes que contármelo todo.

Hacía cinco minutos que Margaret había pensado lo mismo y ahora no sabía qué hacer. Detestaba quejarse de Stephen, aborrecía a las mujeres que andaban con cuentos sobre sus maridos; pero, por otra parte, estaba preocupada de verdad. ¿Y si Stephen había ido a Londres a ver a una mujer? Por otra parte, confiaba plenamente en Sarah. Después de pensarlo un momento, se lo contó todo: que se había metido en la cama sin hacer ruido, tomándose la molestia de no despertarla y que, por la mañana, se deshacía en atenciones y amabilidad; y también le contó que la había mirado de una manera muy enigmática cuando creía que no lo veía.

A Sarah la consternó esta revelación, no, por supuesto, la de la amabilidad de ese día, sino la de la brutalidad previa. Por lo visto, a Margaret le parecía natural que Stephen fuera egoísta y gruñón, creía que un hombre casado tenía derecho a amargar la vida a todos los habitantes de la casa. De buena gana le habría dicho: «Por el amor de Dios, deja a ese hombre antes de que acabe contigo», pero no se lo dijo, claro está. Es más, no dijo nada, se limitó a mirar a su amiga con sus grandes ojos grises abiertos como platos.

—¿Crees que habrá otra mujer, Sarah? —preguntó Margaret conteniendo el aliento.

—¡Qué tontería! —exclamó Sarah.

—Fue casi… casi como si intentara conquistarme —puntualizó Margaret.

Bueno, a Sarah no le daba esa impresión, pero empezó a hacerse una idea de otra cosa. Ordenó los hechos conocidos: Stephen se acostó muy tarde, pero no estaba trabajando en el libro sobre Enrique IV, según Margaret. ¿Qué hizo, entonces? Leer. Si no había escrito, habría leído, sin la menor duda, y solo podía ser algo que le hubiera cautivado, algo que no pudiera dejar. Eso mismo le había pasado a ella hacía poco. Con agilidad, se saltó algún paso del razonamiento lógico y se aferró con firmeza a la hipótesis de que lo que Stephen había leído la noche anterior era
El perturbador de la paz,
de John Smith.

Suponiendo que fuera verdad, ¿qué efecto le habría causado?

—Sarah…

—Espera —dijo rápidamente—, estoy pensando.

Margaret se calló, esperanzada.

Sarah siguió pensando. «Suponiendo que Stephen se hubiera identificado con David Gaymer, eso lo habría inquietado bastante, ¿no? David Gaymer no era un personaje agradable, sino egoísta e irritable, que intimidaba a su mujer y tiranizaba a sus hijos.» Cuando leyó la novela, Sarah pensó que ese personaje estaba un poco forzado. Stephen era detestable, pero no tanto. De todos modos, con lo que acababa de contarle Margaret, se convenció de que David Gaymer no era una exageración, sino Stephen Bulmer hasta el último pelo de la cabeza. David Gaymer escribía libros, estaba escribiendo
La vida del duque de Alba.
Se acordó de que, al leer ese episodio, pensó que Stephen haría mejor en escribir la biografía del duque de Alba, en vez de la de Enrique IV. Parecía más adecuado.

«No divaguemos —se dijo—. A ver, ¿qué pensaría Stephen al reconocerse? Al principio se enfadaría mucho y diría: “¡Yo no soy así!”. Luego meditaría un poco y recordaría algunos detalles. Y luego, al cabo de un rato, seguiría leyendo, descubriría que su mujer se alejaba de él (el libro trataba compasivamente a Edith Gaymer) y por último huía con otro hombre, un hombre que le daría el amor y la comprensión que tanta falta le hacían. Stephen no sabría a qué carta quedarse, porque aborrecería a David Gaymer y se compadecería de Stephen Bulmer. “Dios mío! —exclamaría—. ¿De verdad querrá Margaret abandonarme? ¿Qué haría yo sin ella?” Empezaría a pensar en su mujer y en la vida que llevaba junto a él, y, como no tenía un pelo de tonto, pues únicamente lo cegaban el egoísmo y el mal carácter, tal vez se diera cuenta de la vida tan triste que llevaba su mujer con él y de que nadie la censuraría mucho si pensara abandonarlo.»

Seguro que se había reconocido en David Gaymer, porque John Smith ni exageraba ni ponía paños calientes. Se limitaba a describir a los personajes y contaba su vida, y resultaban tan reales que la historia también lo parecía. Incluso la parte fantástica de la novela parecía probable. Es verdad que ella no aparecía en el libro, pero estaba segura de que, de haber tenido el honor, se habría reconocido a la primera; John Smith tenía el don de respirar la esencia de los personajes que caracterizaba en las páginas del libro.

John Smith había puesto un espejo a Stephen delante de los ojos y le había dicho: «¡Éste eres tú, amigo mío! Espero que te gustes. Esas arrugas tan desagradables que van desde la nariz hasta las comisuras de la boca y esas otras del entrecejo te las has puesto tú solito, ¿sabes? No eches la culpa a Dios». Y el pobre Stephen habría contestado: «¡Cielos! ¿Ése soy yo?», o tal vez: «¿Ésa es mi efigie?», porque era serio y pedante; y habría mirado a Margaret, como le había contado ella, «de una manera enigmática», preguntándose si sería posible que pensara abandonarlo, y habría hecho un esfuerzo por parecerse menos a David Gaymer. Y por último habría ido volando a la ciudad a sonsacar al editor el verdadero nombre de ese tal John Smith, que, por lo visto, los conocía a los dos, a Margaret y a él, mejor que él mismo.

Es decir, aunque Sarah tenía muy poca información en la que basarse, todo encajaba perfectamente. Además, estaba segura de que sus deducciones eran acertadas y eso era lo principal, porque, cuando se convencía de algo, al final siempre acertaba, siempre. Y John opinaba lo mismo.

Margaret esperó pacientemente mientras Sarah pensaba y recibió su recompensa.

—Ahora presta atención —le dijo sin necesidad, porque Margaret era todo oídos, como es natural. ¿Es que no llevaba cinco minutos en silencio, solo para recoger las perlas de sabiduría que salieran de su boca?—, presta mucha atención, Margaret, porque lo he pensado a fondo y estoy segura de que doy en el clavo. Lo de Stephen no tiene nada que ver con otra mujer, no te preocupes por eso.

—¿Crees que habrá perdido mucho dinero? —inquirió Margaret; era una idea razonable, aunque bastante alarmante, que se le acababa de ocurrir.

—No, no, tampoco —dijo Sarah con seguridad—. Si hubiera perdido mucho dinero, se habría comportado de una forma completamente distinta. Stephen se acostó tarde anoche porque estuvo leyendo una novela.

—Pero si nunca lee novelas —la interrumpió Margaret.

—Pues anoche sí —dijo Sarah—. Es un libro que se titula
El perturbador de la paz,
que acaba de salir, y te aseguro que es extraordinario. Te lo prestaré para que lo leas.

—Puedo pedírselo a Stephen, me lo dejará —dijo Margaret.

—No te lo dejará por nada del mundo —replicó Sarah—: al contrario, procurará que no lo veas ni por el forro. Lo esconderá o lo quemará antes de consentir que le eches una ojeada.

A Margaret se le salían los ojos de las órbitas.

—No, no hay nada de eso que estás pensando —continuó Sarah—. Al menos yo no lo vi. Aunque también es cierto que Angela Pretty se puso histérica y John tuvo que ir como un rayo a administrarle unas sales… pero la verdad es que es bastante inofensivo y muy divertido.

—Eso parece, en efecto —dijo Margaret con ironía.

—Te lo aseguro —insistió Sarah.

—Bien, pero ¿por qué se puso histérica? —inquirió Margaret, y no sin motivo.

—La verdad es que no lo sé con exactitud —dijo Sarah frunciendo el ceño—. No entendí lo que insinuó John, pero estaba muy enfadado con el libro, dijo que habría que colgar al autor y cosas por el estilo, aunque todavía no lo ha leído, eso seguro. Solo se dejó llevar por lo que oyó decir a los demás. Tengo que conseguir que lo lea.

—¿Por qué demonios se puso histérica Angela?

—Bueno, en parte, porque no quería ir a Samarcanda —contestó Sarah. Margaret la miró, atónita—. En el libro, se van a Samarcanda —explicó Sarah pacientemente. ¡Qué obtusa estaba Meg con el asunto!

—Es decir, que la señorita King y Angela Pretty se van de viaje a Samarcanda en un libro, ¿no?

—Sí… al menos, al final están a punto de irse.

—Al final están a punto de irse… —repitió tontamente Margaret.

—Sí, al final del libro, están a punto de emprender un viaje a Samarcanda —explicó Sarah.

—¿Y qué hacen cuando llegan allí?

—No se sabe, solo dice que van a ir y compran pantalones de montar y otras cosas.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con Stephen? —preguntó Margaret tras un breve silencio de infructuosa reflexión, porque lamentablemente no sacaba nada en claro de todas esas revelaciones extraordinarias.

—Nada en absoluto —contestó Sarah rápidamente—, pero es que me has preguntado por el ataque de histeria de Angela y, con lo de Samarcanda, me has hecho perder el hilo. Lo que tiene relación con Stephen es que tú también sales en el libro.

—¿Yo? —gritó Margaret con perplejidad—. ¿Y también voy a Samarcanda?

—No, mujer, tú no. ¿Qué harías tú en Samarcanda?

—¿Qué se hace allí?

—Bueno, da igual, porque tú no vas —dijo Sarah. Deseaba que Margaret se callara y le dejara exponer su teoría a su manera… y habría sido todo mucho más rápido, la verdad.

—Entonces ¿yo qué hago? —dijo Margaret. Era la primera vez que salía en un libro y le hacía mucha ilusión.

—Te escapas por la ventana de tu dormitorio y te fugas con Harry Carter —dijo Sarah.

Margaret enmudeció de asombro y Sarah se salió con la suya, porque pudo continuar sin interrupciones.

—En fin, que ahora está todo clarísimo. Anoche Stephen leyó el libro; desde entonces, no ha parado de reflexionar y de preguntarse si hay algo de cierto en ello. Ahora se ha ido pitando a Londres con el propósito de averiguar quién es el autor, para retorcerle el pescuezo o lo que sea.

—Pero ¿qué le digo yo ahora? —exclamó Margaret.

—Yo que tú fingiría que no sé nada de nada —dijo Sarah—. Me has dicho que no lo has leído todavía; estaría muy bien que te quedaras a comer y lo leyeras esta tarde. Es preferible que te comportes como de costumbre y hagas como si no supieras nada. A Stephen no le hará ningún daño mirarte más y preguntarse qué va a pasar —añadió, regodeándose con satisfacción—. Y tú déjale que elucubre a fondo.

—¿Que elucubre? —preguntó Margaret.

—Sí, que siga intrigado —dijo Sarah, y explicó a su desconcertada amiga varias maneras ingeniosas de tener una temporada a su marido en ascuas.

Sin embargo, Margaret no empezó a entender el porqué de tanto jaleo hasta que Sarah le puso el libro en las manos, la instaló cómodamente en el sillón del médico y se fue con una cesta llena de flores, naranjas y gelatinas para el niño de los Hobday, que había caído enfermo otra vez, pobrecito.

Se puso a leer
El perturbador de la paz
porque Sarah le había dicho que tenía que leerlo, pero en cuanto empezó a reconocer a los personajes, retratados tal como eran en realidad, con pelos y señales y sin añadir nada, no pudo dejarlo. Más adelante apareció Stephen en escena y era clavado, hasta el punto de que se sonrojó al verlo en toda su crudeza. En cuanto a su propia semblanza, casi se le saltaron las lágrimas. No se había dado cuenta de que era tal como la describía John Smith: una mujer muy necesitada de ternura, en busca de amor y felicidad, su última oportunidad antes de envejecer irremisiblemente.

Margaret comió con Sarah y pasó la tarde leyendo el libro. En cuanto lo terminó, dijo:

—El autor lo sabe todo de mí, menos una cosa, que es la más importante de mi vida. De no haber sido por esa cosa, me habría ido ya, habría dejado a Stephen hace mucho, como Edith Gaymer, pero yo no puedo dejar a los niños por ningún hombre del mundo, conque me quedo con él para siempre, aunque me vuelva vieja y fea sin haber conocido nunca qué significa ser amada.

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