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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (31 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—¿Por qué no entra a ver qué hacen? —propuso Barbara con voz trémula—. Entre, Fuller. Haga como si fuera a correr las cortinas o algo así…

—Hace horas que las corrimos —dijo Fuller—, aunque podría entrar a anunciarla a usted.

—¡Ay, sí, sí! ¡Entre, por favor! —le suplicó.

Cuando Fuller entró, Barbara se quedó fuera esperando; temblaba como una hoja. Oyó decir a Fuller: «Ha venido la señorita Buncle, señora», y la respuesta de Sarah: «Por favor, dígale que espere en el salón». Una voz desconocida, bastante aguda, añadió: «Estamos a punto de cerrar el trato… ¿Puedo llamar por teléfono?». Entonces, Fuller salió y cerró la puerta.

—No ha pasado nada, señorita —dijo Fuller con alivio—. Están firmando papeles en la mesa del doctor. —Acompañó a Barbara al salón, encendió el fuego y la dejó sola.

Barbara estaba perpleja. Era muy raro que Sarah estuviera haciendo tratos con una desconocida, en vez de dejarlo todo para ir a Las Jarcias a rescatar a los gemelos. ¿Qué significaba eso? Cuando hablaron por teléfono, Sarah estaba completamente desesperada. Había dicho: «No puedo esperar ni un momento», pero ahí estaba, firmando documentos como si nada en el escritorio de su marido y sin hacer el menor movimiento para ir en busca de los gemelos. «Tendré que esperar —se dijo sin saber qué otra cosa hacer—, sería inútil que fuera yo sola a Las Jarcias, sin Sarah. Además, me ha dicho que espere.»

Inquieta, empezó a dar vueltas por la habitación contando los dibujos de la alfombra y, cuando se cansó, se puso a ver las fotografías. Más de la mitad eran de los gemelos en momentos diversos de su corta vida: los gemelos con ropa larga, los gemelos con ropa corta, los gemelos prácticamente sin ropa, los gemelos con mono en la escalera, los gemelos con peto jugando en el jardín. En ninguna logró saber quién era cada cual.

—¡Dios mío! —exclamó en voz alta—. ¡Dios mío, que venga enseguida! Esto es peor que la sala de espera del dentista.

Cerró los ojos e intentó recordar todos los muebles de la habitación: a lo mejor así pasaba el rato y no se volvía loca. «El piano —pensó— y la vitrina con las figuritas de Dresde, los dos sillones y el sofá de la chimenea, claro. Un juego de mesitas cerca de la puerta y un biombo lacado…»

—Barbara, ¿se encuentra mal? —dijo de pronto la voz de Sarah. Había entrado sigilosamente y la había visto sentada con los ojos cerrados, murmurando algo… No es de extrañar que pensara que le pasaba algo.

—¡Ay, Sarah! —exclamó. Abrió los ojos y se levantó sobresaltada—. Gracias a Dios que ya está aquí. John Smith soy yo.

—Yo también —contestó Sarah sonriendo con notable serenidad.

—Pero ¡soy yo, de verdad! —protestó Barbara. La cogió del brazo y se lo sacudió con fuerza—. Escribí el libro, Sarah, ¿lo oye? Solo tenemos que presentarnos en Las Jarcias y decirles a todos que John Smith soy yo, y no usted, y no tendrán más remedio que darnos a los gemelos inmediatamente.

—Es usted un verdadero cielo, Barbara —dijo Sarah cariñosamente—, de verdad, no podía ser más generosa, ofreciéndose de esta manera, pero jamás la creerán ni por un momento. Miente usted fatal, ¿sabe? Pero es enternecedor que esté dispuesta a hacerlo. Yo tampoco soy John Smith, por supuesto, pero se les ha metido entre ceja y ceja y nada los convencerá de otra cosa. Por eso, lo único que…

—Pero, Sarah, si voy y les digo que John Smith soy yo… yo, es la pura verdad.

—No se preocupe, ya está solucionado —dijo Sarah—. Van a mandar a los gemelos a casa ahora mismo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Barbara. Se desplomó en el sillón con un suspiro de alivio.

—Sí; solo querían que firmara un papel diciendo que me disculpo por todas las cosas que dije de ellos y que son completamente falsas…

—¿Y lo ha firmado? —preguntó Barbara ahogando un grito.

—Naturalmente —dijo Sarah riéndose—. ¿Cree que significa algo para mí firmar o dejar de firmar lo que sea, con tal de que me traigan a casa a Jack y a Jill sanos y salvos? Solo puse mi nombre donde la mujer me indicó, y se fue la mar de satisfecha. Es amiga de Vivian Greensleeves y, evidentemente, Vivian la enredó en el plan sin darle muchas explicaciones. En realidad, me ha parecido una mujer bastante honrada… Creo que no le gustaba mucho su papel.

—¿Ha firmado un documento diciendo que era John Smith? —volvió a preguntar Barbara, completamente perpleja.

—Sí, Barbara, ya se lo he dicho —contestó su amiga—. He firmado todo lo que me presentó, incluso una carta para el editor. Luego, la mujer llamó a su hermano desde aquí y él dijo que los gemelos estaban bien y que los tendría aquí dentro de veinte minutos.

—Pero, Sarah, ¿ha firmado una carta para el editor?

—Sí, Barbara, sí. El señor Abbott se va a llevar una sorpresa cuando la reciba, pero no creo que le inquiete mucho. Supongo que los editores reciben a menudo cartas de gente que está loca de atar, ¿no?

—¿Qué decía la carta?

—¡Ah, no sé! No la leí con mucha atención… que quería que destruyera mi novela o algo así… ¡Mi novela, figúrese!

—En realidad es mía —dijo Barbara—. Más vale ir a ver a la señora Featherstone Hogg y contárselo todo.

—No hace falta, querida —objetó Sarah—. Ahora ya están contentas y los gemelos no tardarán en llegar. En realidad, si no le importa, preferiría que no fuera usted tampoco a embrollarlo todo. No la creerían y a lo mejor se complican las cosas.

—Se aclararían las cosas.

—No, no, se lo aseguro —insistió Sarah resueltamente—. Lo complicaría todo y a lo mejor no me devuelven a los niños o algo parecido. Hice una tontería muy grande dejándolos ir a la fiesta. Tendría que haberme olido algo al ver que a mí no me invitaban…

—¿Quién iba a imaginarse…?

—Nadie, menos Vivian Greensleeves; es exactamente la clase de plan que tramaría. Me pregunto si la señora Featherstone Hogg le pagará algo por hacerlo. Se habrá dado cuenta de que la señora Featherstone Hogg se ha quedado totalmente al margen.

—¿No puede denunciarlos por secuestro? —preguntó Barbara con vehemencia.

—No creo —contestó Sarah frunciendo el ceño—. Han procedido con mucha astucia, ¿sabe? Vivian y el señor Stratton se los llevaron a dar un paseo en coche… La hermana me contó que es un vehículo nuevo y que están muy orgullosos de él… No podríamos demostrar que no tenían intención de devolverlos. Creo incluso que nos los habrían devuelto sanos y salvos aunque me hubiera negado a firmar esos papeles nauseabundos, pero no quería correr riesgos. No sé si será mejor contárselo a John. ¿Se lo digo o me callo? Se enfadará muchísimo, por supuesto. ¿Qué haría usted en mi lugar?

Barbara no tenía ni idea de lo que haría si fuera Sarah, estaba muy confusa.

—Tal vez sea mejor que se lo cuente —continuó Sarah, pensativamente—, antes de que oiga por ahí cualquier versión enrevesada.

—Sí —dijo Barbara, aturdida—. Bueno, Sarah, creo que me marcho ya. Dorcas estará preocupada y aquí no puedo hacer nada…

—Espere conmigo hasta que lleguen… hasta que llegue alguien —se corrigió Sarah rápidamente—, por si acaso pasa… pasa algo. Estoy trastornada, no me gustaría quedarme aquí completamente sola, sin nadie con quien hablar. Nannie volverá enseguida… He llamado y le he dicho que todo estaba arreglado, que no pasaba nada; pobrecita, estaba completamente anonadada…

—¡No me extraña! —exclamó Barbara.

Los gemelos llegaron antes. Sonó el timbre y Fuller se encontró con los dos niñitos. Entraron corriendo en casa, contentos y muy emocionados por las excepcionales aventuras que habían pasado. Por supuesto, no tenían ni idea de que su madre había envejecido diez años en su ausencia.

—Yo y Jack nos ido e paseo en coche —dijo Jill a voces.

—Me uta Bob —dijo Jack—. Me dio una chocotina.

Sarah los acogió en sus brazos y los estrechó extasiada; a los niños les sorprendió un poco el fervoroso recibimiento.

—¡Pupa en la nariz, mami! —se quejó Jill con voz ahogada.

—Bueno, ahora sí que me voy a casa —dijo Barbara—. Ahora ya no puede pasar nada ¿verdad?

—Ni siquiera se lo he agradecido —dijo Sarah. Levantó la cara, ruborizada y lacrimosa—. Es usted una verdadera amiga, querida Barbara. Ha sido espléndida al venir tan rápidamente y ofrecerse a… Le habría permitido que lo hiciera si con ello me hubieran devuelto antes a los niños, pero así ha sido más fácil. Tal vez algún día sepamos quién es realmente John Smith.

—Soy yo —dijo Barbara, haciendo un último esfuerzo desesperado—. Soy yo, de verdad, Sarah. Es la pura verdad.

—Lo escribimos juntas, ¿a que sí? —dijo Sarah. Sonrió y olisqueó el cuello a los niños como una vaca a sus terneros—. Y Jack y Jill también nos ayudaron… ¿a que sí, mis queridísimos amorcitos? Cargasteis la pluma a mamá para que escribiera anécdotas divertidas de la señora Featherstone Hogg.

—¡Me tocó un baquito e papel en la sopesa! —gritó Jack. Se escapó de los brazos de su madre y se puso a saltar enfrente a ella—. ¡Me tocó un baquito e papel en la sopesa!

—¡Y a mí un sibato! —gritó Jill—. Mami, a mí me tocó un sibato pequeño…

Barbara los dejó y se marchó, no tenía nada más que hacer allí. Sarah no la necesitaba ya, estaba plenamente satisfecha.

Capítulo 23
La señorita Buncle va a la ciudad

E
l editor invitó un día a Barbara a comer en The Berkeley. Era lo más emocionante que le había pasado en la vida y se entusiasmó con la idea desde el primer momento.

Incluso Sally, que estaba totalmente enfrascada en importantes asuntos propios, se dio cuenta de lo inusitadamente alegre y animada que estaba su vecina.

Cuando llegó el gran día, Barbara prefirió ir temprano a la ciudad para combinar la escapada con una orgía de compras y, así, llegó a The Berkeley cargada de paquetes de formas diversas, envueltos en papel de estraza, colgando dolorosamente de cada uno de los dedos, falta imperdonable de la que jamás podría acusarse a Elizabeth Wade.

El señor Abbott llevaba diez minutos esperándola y le asombró verla llegar con tantos paquetes, pero ella se alegró tanto de verlo que, halagado, le perdonó inmediatamente todos los pecados. La condujo a una mesa que había reservado, cerca de la ventana y suficientemente lejos de la orquesta para poder conversar, y ayudó al camarero a desenmarañar los paquetes de las manos de Barbara. Luego se sentaron y dio comienzo la comida.

Barbara disfrutó muchísimo de todo. La mayor parte del tiempo era Elizabeth, por supuesto, porque aquello era como una fiesta del estilo de Elizabeth: comer
tête-à-tête
en un restaurante caro con un caballero distinguido; de todas formas, a veces era Barbara unos momentos y entonces se volvía un poco tímida, torpe y humilde.

El señor Abbott estuvo muy atento. La señorita Buncle lo atraía cada vez más y hoy la encontraba mejor que nunca. Era un orgullo lucirse con ella y su conversación le intrigaba, nunca se sabía lo que diría a continuación. Tan pronto parecía una mujer sofisticada y mundana, como una niña inocente y confiada. El señor Abbott no podía saber que en realidad estaba comiendo en The Berkeley con dos señoritas y que ambas le reían las gracias y las bromas, tan apropiadas para la ocasión.

El editor cada vez estaba más convencido de que la señorita Buncle era la mujer que llevaba esperando toda la vida. Era atractiva, tenía buen carácter y muy buen humor y, obviamente, gozaba de una salud de hierro. Le parecía divertida y provocativa. Era inteligente, pero no demasiado; al señor Abbott no le gustaban las mujeres más inteligentes que él, pero no era el caso de la señorita Buncle. Por último, pero no menos importante, su frescura e inocencia lo atraían sobremanera.

Dicho así, puede sonar muy prosaico, pero es que el señor Abbott era un hombre de negocios práctico e infaliblemente sopesaba los pros y los contras antes de decidir algo importante: era su forma de ser. De todos modos, aunque la señorita Buncle lo atraía muchísimo, tampoco cayó rendido a sus pies exactamente. Tal vez fuera muy mayor para dejarse arrastrar de cabeza por un flechazo… o para caer rendido a los pies de alguien…

Antes de ofrecer su corazón a la escritora, prefirió esperar a tener en las manos el manuscrito de la novela nueva. Tanto si lo aceptaba como si no, y aunque no tenía la menor idea de cuáles serían sus sentimientos, era probable que una proposición de esas características la turbara y la desequilibrara, por decirlo de alguna manera. En cuanto terminase la novela nueva, lo mismo le daría que John Smith siguiera escribiendo o no. Si quería seguir, adelante, y si no, que no volviera a tocar la pluma y el papel en su vida: él mismo se convertiría en sus dividendos. Pero necesitaba un solo John Smith más y pronto, porque las ventas increíbles de
El perturbador de la paz
empezaban a bajar y era el momento idóneo para publicar otra novela del mismo autor. «En los asuntos humanos existe una corriente que, si se aprovecha en su momento, desemboca en la fortuna.» El señor Abbott consideraba que sería una gran pérdida no aprovechar esa corriente.

—¿Y cómo se va a titular la nueva novela? —preguntó el señor Abbott con interés.

—Pues he pensado
Más poderosa es la pluma…
—dijo Barbara confidencialmente—, pero si se le ocurre algo mejor, no me importaría cambiarlo… o, bueno, no me importaría mucho —añadió. No fue sincera del todo, porque en realidad le habría importado mucho que le cambiasen el título. A ella le gustaba el suyo, expresaba sus convicciones más profundas. ¿Acaso no había visto en los últimos meses el enorme poder que podía ejercer una pluma?

—Me gusta, sí —dijo el señor Abbott—. No he leído la novela todavía, desde luego, pero el título me gusta. ¿Cuándo podrá entregármela?

—No la he terminado del todo, pero casi.

—Bien —dijo el señor Abbott sonriendo.

—La cuestión es que no sé cómo acabarla. Estoy en un callejón sin salida —dijo Barbara.

Probó el postre de melocotón Melba y concluyó que se lo habían traído directamente del Paraíso.

—Mal asunto —dijo el señor Abbott con el ceño fruncido.

—Le he dado mil vueltas —dijo Barbara con un suspiro—, pero a veces me parece una porquería de principio a fin y me entran ganas de tirarlo todo al fuego.

—¡No, no! —exclamó el señor Abbott, alborotado—. No, no… eso estaría muy mal. No lo haga por nada del mundo. Lo único que pasa es que se ha estancado.

—Será eso —dijo Barbara con tristeza.

—Todos los escritores se estancan de vez en cuando —dijo el señor Abbott con una sonrisa consoladora—, hasta los mejores autores de grandes éxitos. Vamos a hacer lo siguiente: mándemela, si le parece bien, la leo y quizá se me ocurra algo que pueda ayudarla.

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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