El libro de Los muertos (50 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Desplaza el interruptor de
standby
a
on
, y la pantalla se pone gris oscuro, salpicada de luminosos puntos blancos. El C—17 realiza una atronadora pasada rasante lanzando largas columnas de fuego blanco por los motores. La cristalera iluminada del centro de servicio del aeropuerto, las luces de las pistas, todo irreal en la pantalla de infrarrojos.

—Bajo y lento, y lo otearemos todo por el camino. ¿Cuadriculamos el terreno? —dice Lucy.

Scarpetta saca la Unidad de Control del Sistema de su funda y conecta el equipo de infrarrojos al reflector, que mantiene apagado. En el monitor de vídeo cerca de su rodilla izquierda siguen apareciendo imágenes grises acompañadas de otras de un blanco candente. Dejan atrás el puerto, sus contenedores de distintos colores amontonados como manzanas de edificios. Las grúas se alzan cual monstruosas mantis religiosas en el cielo nocturno y el helicóptero sobrevuela lentamente las luces de la ciudad como si flotara sobre ellas. Más adelante, la ensenada se ve negra. No hay estrellas y la luna es una mancha tras densas nubes lisas cual yunques por la parte superior.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, exactamente? —pregunta Benton.

Scarpetta manipula el botón de orientación del equipo de infrarrojos, haciendo que aparezcan y desaparezcan de la pantalla las imágenes. Lucy reduce la velocidad a 80 nudos y mantiene la altitud a 500 pies.

—Imagina lo que encontrarías si hicieras un análisis microscópico de la arena de Iwo Jima, siempre y cuando se hubiera mantenido protegida todos estos años —dice Scarpetta.

—Lejos de las olas rompientes —señala Lucy—. En dunas, por ejemplo.

—¿Iwo Jima? —dice Benton con ironía—. ¿Volamos rumbo a Japón?

Por el lado de la puerta de Scarpetta están las mansiones de la Battery, sus luces brillantes manchas blancas en infrarrojos. Le viene a la cabeza Henry Hollings, y piensa en Rose. Las luces de los lugares habitados se ven cada vez más espaciadas conforme se van acercando a la costa de isla James y la dejan lentamente atrás.

—Un entorno litoral que haya permanecido intacto desde la guerra de Secesión —continúa Scarpetta—. En un lugar así, si la arena estuviera protegida, habría muchas probabilidades de encontrar restos de disparos. Creo que es ahí —le señala a Lucy—. Casi debajo de nosotros.

El aparato reduce la velocidad hasta quedar prácticamente suspendido en el aire y desciende hasta 300 pies en el extremo norte de isla Morris. Está deshabitado y sólo se puede acceder con helicóptero o barco, a menos que la marea esté tan baja que permita vadear el trecho que hay desde Folly Beach. Baja la mirada hacia las cuatrocientos hectáreas de tierra desierta declarada patrimonio histórico que durante la guerra de Secesión fue escenario de intensos enfrentamientos.

—Probablemente no es muy distinta de hace unos ciento cuarenta años —comenta Scarpetta, y Lucy desciende otro centenar de pies.

—Donde el regimiento afroamericano, el cincuenta y cuatro de Massachusetts, fue masacrado —dice la voz de Benton—. Hicieron una película sobre ello, ¿cómo se titulaba?

—Mira por tu lado —le recuerda Lucy—. Dinos si ves algo y barreremos la zona con el reflector.

—Se titulaba
Tiempos de gloria
—responde Scarpetta—. No enciendas el reflector aún —añade—. Interferiría con los infrarrojos.

En la pantalla de vídeo se aprecia el terreno gris moteado y una zona ondulada que es el agua, que centellea como plomo fundido, discurre suavemente hacia la orilla, rompe contra la arena en ondas festoneadas de blanco.

—No veo nada ahí abajo salvo las siluetas oscuras de las dunas y ese maldito faro que nos sigue a todas partes —dice Scarpetta.

—Deberían volver a poner la baliza para que la gente como nosotros no se estrelle contra él —murmura Lucy.

—Ahora me siento mejor —bromea Benton.

—Empiezo a cuadricular el terreno. Sesenta nudos, doscientos pies, hasta el último centímetro de lo que haya ahí abajo —asegura Lucy.

No tienen que seguir escudriñando la cuadrícula mucho tiempo.

—¿Puedes dirigirte hacia ahí? —Scarpetta señala lo que Lucy también ha visto—. Lo que acabamos de dejar atrás, sea lo que sea. Esa zona de playa. No, no, hacia atrás, por ahí. Una clara variación térmica.

Lucy hace virar el helicóptero, y el faro se ve achaparrado y a franjas en infrarrojos, rodeado por el agua plomiza que se mece en los límites exteriores de la ensenada.

Más allá, un crucero parece un barco fantasma con ventanas de un blanco candente y un largo penacho que brota de la chimenea.

—Ahí, veinte grados hacia la izquierda de esa duna —indica Scarpetta—. Creo que hay algo.

—Ya lo veo —dice Lucy.

La imagen se ve de un blanco candente en la pantalla en medio de la grisura turbia y moteada. Lucy baja la vista, intentando posicionarse como es debido. Vuela en círculos, cada vez más bajo.

Scarpetta enfoca con el
zoom y
la reluciente silueta blanca se convierte en un cuerpo sobrenaturalmente luminoso,radiante como una estrella, al borde de un canal de marea que reluce como cristal.

Lucy guarda el equipo de infrarrojos y enciende un reflector con la luminosidad de diez millones de velas. Las matas de avena de mar se aplastan contra el suelo y la arena se arremolina cuando toman tierra.

Una corbata negra aletea al viento que levantan las aspas, cada vez más lentas.

Scarpetta mira por la ventanilla y a cierta distancia, en la arena, una cara reluce a la luz estroboscópica, los dientes blancos componen una mueca en la masa abotargada que no es reconocible como hombre ni como mujer. Si no fuera por el traje y la corbata, no podría saberse.

—¿Qué demonios? —La voz de Benton en sus auriculares.

—No es ella —dice Lucy mientras pulsa interruptores—. No sé vosotros, pero yo tengo la pistola. Aquí hay algo raro.

Se abren las puertas y descienden a la arena mullida. El hedor es insoportable hasta que se ponen de espaldas al viento. Pistola en mano, hurgan con las linternas. El helicóptero es una enorme libélula en la playa oscura y el único sonido es el de las olas rompientes. Scarpetta desplaza el haz de luz y lo detiene al ver unas amplias marcas de arrastre que llevan hasta una duna, donde desaparecen.

—Alguien tenía un bote —señala Lucy, que ya va camino de las dunas—. Un bote de fondo plano.

Las dunas están ribeteadas de matas de avena y demás vegetación, y se extienden hasta donde alcanza la vista, ajenas a la influencia de las mareas. Scarpetta piensa en las batallas que se libraron allí e imagina las vidas perdidas por una causa diametralmente opuesta a la del Sur. Los males de la esclavitud. Soldados yanquis negros aniquilados. Imagina oír sus gemidos y susurros entre la hierba alta, y les dice a Lucy y Benton que no se vayan muy lejos. Ve cómo los haces de sus linternasescinden el terreno en penumbra cual largos filos brillantes.

—Por aquí-dice Lucy desde la oscuridad entre dos dunas—. Madre de Dios —exclama—. ¡Tía Kay, trae mascarillas!

Scarpetta abre el compartimento de equipaje y saca una maleta con material forense, la posa en la arena y hurga en busca de mascarillas: la situación debe de ser grave para que Lucy las pida.

—A éstos no podemos sacarlos. —La voz de Benton empujada por el viento.

—¿Con qué demonios nos las estamos viendo? —La voz de Lucy—. ¿Habéis oído eso?

Algo que aletea a
lo
lejos, entre las dunas.

Scarpetta va en dirección a sus luces, y el hedor empeora. Da la impresión de hacer el aire más denso, le escuecen los ojos y les ofrece mascarillas para luego ponerse ella una. Se reúne con Lucy y Benton en una hondonada entre dunas encaramada a una elevación que no permite divisarla desde la playa. La mujer está desnuda y muy hinchada tras varios días a la intemperie. Está infestada de gusanos, el rostro devorado, sin labios ni ojos, los dientes expuestos. A la luz de la linterna de Scarpetta se aprecia un soporte de titanio implantado, antes rematado por una corona. El cuero cabelludo está medio desprendido del cráneo, el largo cabello desparramado por la arena.

Lucy se abre paso entre la avena de mar y la hierba, en dirección al aleteo que Scarpetta también alcanza a oír, y no sabe muy bien qué hacer. Piensa en los restos de disparos y la arena y este lugar, y se pregunta qué debe de significar para él. Ha creado su propio campo de batalla, que habría quedado mucho más sembrado de cadáveres si no llega a encontrar ella ese punto concreto, gracias al bario, el antimonio y el plomo de los que probablemente nada sabía él, y percibe al asesino: su espíritu enfermizo parece flotar en el aire.

—Una tienda —grita Lucy, y se dirigen hacia ella.

Está detrás de otra duna, y las dunas son olas oscuras que se alejan de ellos, enmarañadas de maleza y hierba, y él o alguien ha levantado una tienda. Postes de aluminio y una lona alquitranada. A través de una ranura en una solapa que chasquea azotada por el viento se ve un cuchitril. El colchón está pulcramente cubierto con una sábana, y hay una lámpara. Lucy abre con el pie una nevera portátil en cuyo interior hay varios centímetros de agua, introduce el dedo y anuncia que el agua está tibia.

—Tengo una camilla de transporte en el helicóptero —dice—. ¿Cómo quieres hacerlo, tía Kay?

—Tenemos que fotografiarlo todo, tomar medidas, requerir la presencia de la policía de inmediato. —Hay mucho que hacer—. ¿Hay alguna manera de transportar a los dos a la vez?

—Con una sola camilla, no.

—Quiero examinar todo lo que hay aquí —dice Benton.

—Entonces los meteremos en bolsas y tendrás que llevarlos de uno en uno —dice Scarpetta—. ¿Dónde quieres dejarlos, Lucy? En algún lugar discreto, no puede ser en el centro de servicio del aeropuerto donde probablemente está ese empleado tan diligente indicando cómo aterrizar a los mosquitos. Voy a llamar a Hollings para ver quién puede ir a esperarte.

Luego se quedan en silencio, escuchando el aleteo de la improvisada tienda, el suave susurro de la hierba, el tenue y húmedo romper de las olas. El faro parece un inmenso peón negro en una partida de ajedrez, rodeado por la llanura inconmensurable de un mar negro cubierto de surcos. El asesino está ahí, en alguna parte, y todo parece irreal. Un soldado del infortunio, pero Scarpetta no siente la menor compasión.

—Vamos a hacerlo —dice, y prueba a llamar por el móvil.

Naturalmente, no hay cobertura.

—Tendrás que intentar ponerte en contacto con él desde el aire —le dice a Lucy—. Puedes intentarlo también con Rose.

—¿Rose?

—Tú prueba.

—¿Para qué?

—Sospecho que sabrá dónde encontrarlo.

Sacan la camilla y las bolsas para restos humanos, así como sábanas plastificadas y la protección contra residuos de riesgo biológico de que disponen. Empiezan con ella, que está lánguida porque el rígor mortis vino y se fue, como si renunciara a oponerse tercamente a su muerte, y los insectos y otras criaturas diminutas se apoderaron del cadáver. Han devorado por completo todo lo blando y herido. Tiene la cara abotargada, el cuerpo hinchado debido a los gases bacteriales, la piel cincelada de un negro verdoso siguiendo el entramado ramificado de sus vasos sanguíneos. Le han cortado a tajos irregulares la nalga y la parte posterior del muslo izquierdo, pero no hay ninguna otra señal evidente de herida o mutilación, ni indicio de qué acabó con su vida. La levantan y la colocan en medio de la sábana, y luego la introducen en un saco para restos humanos que Scarpetta cierra con la cremallera.

Dirigen su atención al hombre en la playa. Tiene un aparato dental de plástico translúcido en los dientes cubiertos de arena, y en torno a la muñeca derecha una goma elástica. El traje y la corbata son negros, y la camisa blanca tiene manchas de fluidos de purga y sangre. Múltiples hendiduras en la chaqueta tanto por delante como por detrás indican que fue acuchillado repetidamente. Los gusanos infestan las heridas y constituyen una masa en movimiento bajo su ropa. En un bolsillo del pantalón encuentran un billetero propiedad de Lucious Meddick. No parece que el asesino estuviera interesado en sus tarjetas de crédito ni en su dinero en efectivo.

Más fotografías y notas. Scarpetta y Benton afianzan el cadáver embolsado de la mujer —el cadáver embolsado de Lydia Webster— a la camilla de transporte mientras Lucy trae un cable de unos quince metros y una red de la parte trasera del helicóptero. Luego entrega a Scarpetta su arma.

—La necesitas más que yo —le dice.

Sube al aparato y pone en marcha los motores. Las aspas empiezan a emitir un ruido sordo al impulsar el aire. Destelian las luces y el helicóptero se despega del suelo con suavidad y da la vuelta en el aire. Muy lentamente, se eleva hasta que el cable se tensa y la red con su mórbida carga queda suspendida sobre la arena. Lucy se aleja por el aire y la carga se mece suavemente como un péndulo. Scarpetta y Benton se dirigen de regreso a la tienda. Si fuera de día, las moscas serían una tormenta de zumbidos y el aire estaría denso y rebosante de putrefacción.

—Duerme aquí —observa Benton—. Aunque no siempre, no necesariamente.

Hurga en la almohada con el pie. Debajo está el embozo de la sábana, y debajo de ésta el colchón. Una bolsa térmica mantiene seca una caja de cerillas, pero los libros de bolsillo no parecen tener mucha importancia para él. Están impregnados de humedad, las páginas pegadas entre sí: la clase de oscuras sagas familiares y novelas románticas que uno se compra en una tienda cualquiera cuando quiere algo que leer sin importar lo que sea. Debajo de la pequeña tienda improvisada hay un hoyo donde ha hecho hogueras sirviéndose de carbón vegetal y una parrilla herrumbrosa colocada encima de unas piedras. Hay latas de refresco. Scarpetta y Benton no tocan nada y regresan a la playa donde había aterrizado el helicóptero, las marcas de los patines profundas en la arena. Han salido más estrellas y el hedor impregna el aire, pero ya no lo satura.

—En un primer momento has pensado que era él. Te lo he notado en el gesto —le dice Benton.

—Espero que esté bien y no haya hecho ninguna tontería —responde ella—. Otra cosa de la que se puede culpar a la doctora Self: dar al traste con todo lo que teníamos, separarnos. No me has dicho cómo lo averiguaste. —Cada vez más furiosa: ira nueva mezclada con la vieja.

—Es lo que más le divierte: separar a la gente.

Esperan cerca de la orilla, en la parte de donde sopla el viento hacia el bulto con forma de capullo negro en el que se ha convertido Lucious Meddick, de manera que el hedor vaya hacia el lado contrario. Scarpetta huele el mar y lo oye respirar y romper suavemente en la orilla. El horizonte está negro y el faro ya no alerta de nada.

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