El libro de los portales (39 page)

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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: El libro de los portales
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—Pues veréis, la cosa fue así, según me contó mi tío —empezó el joven, deleitándose por adelantado con el chisme que estaba a punto de contar—: hace veinte años, el ayudante de maese Belban murió misteriosamente, y se dice que fue asesinado. Nadie sabe quién lo mató.

Cali bufó.

—Espero que tengas algo mejor. Esa historia la conoce todo el mundo.

—Pero no con tantos detalles como yo, mi querida Caliandra —se pavoneó Emin—. Al ayudante del profesor Belban lo encontraron una mañana muerto en el almacén de material. Le habían abierto la cabeza a golpes con un compás.

Tabit se estremeció al imaginar al asesino blandiendo uno de aquellos enormes instrumentos que los pintores utilizaban para trazar las circunferencias de sus portales. No pudo evitar preguntarse si alguna vez habría tomado prestado aquel mismo compás del almacén.

—Pero ¿quién lo mató? —se atrevió a preguntar.

—Nadie lo sabe. Dicen que fue el propio maese Belban, pero nunca se pudo probar. Aunque hay quien dice que lo asesinó otro estudiante, e incluso sospecharon del encargado del almacén.

—¿De maesa Inantra, la profesora de Mecánica? —Cali sacudió la cabeza—. No me lo creo.

—No, ella no; me refiero al encargado que había antes, que resulta que tenía mucha amistad con mi tío.

Emin siguió parloteando, pero no dijo nada más que les resultara de interés. Sin embargo, cuando se despidieron de él, Tabit insistió en que debían hablar con maesa Inantra.

—Pero ya has oído a Emin —arguyó Caliandra—. Maesa Inantra no era la encargada del almacén cuando murió ese pobre chico.

—Pero era estudiante —le recordó Tabit—. Y, sin embargo, ahora trabaja en el almacén de material, así que, con un poco de suerte, no tendrá tantos reparos en hablar del tema.

Cali tuvo que reconocer que aquello sonaba bastante lógico.

Encontraron a maesa Inantra en sus dominios, como de costumbre, inclinada sobre la mesa de trabajo, escrutando los engranajes de un medidor de coordenadas estropeado.

A Tabit lo ponía nervioso el almacén, a pesar de que tenía que ir allí a menudo para pedir prestado material que no podía permitirse comprar. No era una habitación muy grande, pero sus estantes estaban abarrotados de compases, medidores, botes de pintura roja, pinceles de todos los tamaños, reglas, escuadras y otros instrumentos para diseño, cuadernos de dibujo, cuadernos de notas, plumas y tinteros, herramientas para montar, desmontar y ajustar medidores, cajas llenas de agujas y engranajes… Para maesa Inantra, una pintora algo entrada en carnes, de larga trenza rubia y amplia sonrisa, la disposición de los elementos de aquel lugar debía de tener algún sentido, puesto que siempre encontraba lo que necesitaba sin la menor dificultad. Tabit, sin embargo, debía reprimir el impulso de ordenar aquel alegre caos, aunque solo fuera porque, cada vez que entraba en el almacén, tenía la sensación de que aquellos montones de trastos en precario equilibrio terminarían por precipitarse sobre él desde los estantes.

—Hola, estudiantes —saludó maesa Inantra con calidez, aunque sin apartar la vista del mecanismo del medidor—. ¿Qué necesitáis?

—No hemos venido a buscar material —respondió Tabit.

—Entonces, os habéis equivocado de sitio —señaló ella—, porque esto es el almacén de material, como bien se deduce del cartel que hay en la puerta.

Cali sonrió, pero Tabit no le encontró gracia al chiste.

—Venimos a hablar con vos, maesa Inantra, acerca del estudiante que murió aquí, hace veinte años. El que era ayudante de maese Belban.

La pintora de portales alzó bruscamente la cabeza y miró por primera vez a los estudiantes. Sus ojos azules se clavaron en ellos, con seriedad.

—¿A qué viene eso ahora?

—Yo soy la nueva ayudante de maese Belban —le explicó Cali—. Se cuentan muchas cosas, dicen… bueno, supongo que ya sabréis lo que dicen.

—Sí, lo sé. Pero a los estudiantes les gusta contar chismes. No deberías creer todo lo que se oye por ahí.

—Cuando el portal se activa, es que las coordenadas no son incorrectas —señaló Tabit, citando un conocido refrán de los pintores de portales.

Maesa Inantra suspiró.

—Está bien —dijo; barrió con la mano las piezas del medidor que estaba arreglando, sin el menor cuidado, y Tabit temió que alguna se perdiera—. Eres la primera ayudante que acepta maese Belban desde entonces; seguro que te han contado cosas espeluznantes, pero no fue para tanto.

—¿No le sacaron las tripas con la punta de un compás? —preguntó Cali, con los ojos muy abiertos.

Tabit puso tal cara de asombro y extrañeza que la joven temió que echara a perder su estrategia interrogadora. Pero maesa Inantra estaba más pendiente de ella, y no lo notó.

—¡Dioses, no! —exclamó, y se echó a reír—. ¿Quién te ha contado eso?

—Emin, de tercero —respondió Cali, sonriendo inocentemente—. Entonces, ¿no hubo un compás de por medio?

Maesa Inantra sacudió la cabeza. Se levantó, con un suspiro, y se inclinó hacia ellos sobre el mostrador.

—Mirad, yo no era encargada del almacén cuando pasó todo eso. Ni siquiera era maesa todavía, solo una estudiante de primero, y al chico que murió no lo conocía. Pero se habló mucho entonces de lo que había pasado, claro, aunque los profesores intentaron acallar los rumores, por respeto a la familia y a maese Belban, que estaba muy afectado. Años más tarde, cuando maese Adsen se retiró y me quedé al cargo del almacén, me explicó lo que había sucedido, para que no creyese todo lo que se contaba por ahí. Por eso pienso que tú, estudiante Caliandra, mereces que te lo cuenten, igual que, en su día, maese Adsen me lo relató a mí.

Tabit y Cali contuvieron el aliento. Maesa Inantra prosiguió:

—Pero no hay mucho que contar, en realidad. Maese Belban tenía a su ayudante ocupado en un proyecto que debía entregar en un plazo muy corto, de modo que el chico se quedó a trabajar en su estudio hasta muy tarde. En plena noche fue al almacén de material a buscar alguna cosa que necesitaba, olvidando que estaba cerrado. No sé en qué estaría pensando, pero por lo visto forzó la puerta para poder entrar, en lugar de regresar al día siguiente, cuando estuviese maese Adsen…

—… que habría sido lo más sensato —apuntó Tabit.

—Sí —asintió maesa Inantra—. Supongo que llevaba retraso con su proyecto y no podía permitirse perder unas cuantas horas. Lo siguiente que sabemos es que el muchacho apareció muerto en el suelo del almacén. Alguien lo había matado a golpes con un medidor de coordenadas.

—¿En serio? —Cali observó las piezas del medidor que yacían sobre la mesa de maesa Inantra—. Nadie diría que es un arma mortal. Casi me gustaba más la historia del compás.

La maesa sonrió levemente, pero luego se puso seria.

—No bromees con eso. Un medidor no es muy grande, pero es relativamente pesado, y tiene aristas. De todas maneras, lo golpearon repetidas veces, con saña, hasta que lo mataron. Maese Adsen encontró su cuerpo al día siguiente, cuando fue a abrir el almacén, como todas las mañanas.

—Pero ¿quién podría hacer algo así? —murmuró Tabit.

Maesa Inantra se encogió de hombros.

—Hubo quien culpó a maese Belban, y otros incluso sospecharon de maese Adsen. Pero maese Belban permaneció en su habitación toda la noche, y maese Adsen era ya anciano y le costaba trabajo desplazarse, así que era improbable que se hubiese levantado de madrugada para ir hasta el almacén y matar a golpes a un estudiante. Los profesores intentaron llevar el asunto con discreción, pero la gente empezó a difundir los rumores más peregrinos. —Sonrió con ironía—. Mi favorito era la historia de una criada que afirmó haber visto al espectro de maese Belban rondando por los pasillos con las manos ensangrentadas.

»Sin embargo, las primeras investigaciones apuntaron a un desconocido que entró de alguna manera en la Academia, haciéndose pasar por estudiante. Pero solo lo vio una persona, y, por más que buscaron, no llegaron a encontrarlo nunca. No entró por la puerta principal, ni debería haber podido activar ningún portal…

—… Salvo que fuera un maese —murmuró Tabit, con los ojos muy abiertos.

Maesa Inantra asintió.

—Dicen, de hecho, que así fue como escapó: por el patio de portales. Y ahora quizá comprendáis por qué los maeses no hablan de esto: porque no sabrían qué decir. El misterio nunca se resolvió, y maese Belban no volvió a ser el de antes, pobre hombre. Se sentía culpable por haber presionado tanto a su ayudante, aunque, la verdad, no podía prever lo que pasaría aquella noche.

Los dos jóvenes callaron, impresionados. Tabit reflexionó sobre lo que maesa Inantra les había relatado, y después preguntó:

—¿Podría ser ese episodio el origen de las historias sobre el Invisible?

—No me sorprendería —suspiró ella—. Aunque hay quien dice que el Invisible lleva mucho más tiempo haciendo de las suyas, pero claro, podrían ser solo rumores.

—¿Y qué pensáis vos del Invisible? —quiso saber Cali.

Maesa Inantra parpadeó, desconcertada ante aquella pregunta tan directa.

—¿Yo…? No sabría qué decir. Como bien decís, cuando el portal se activa, es que las coordenadas no son incorrectas. Puede que haya algo de verdad en todo esto. Pero, en cualquier caso, se cuentan tantas cosas, y algunas tan peregrinas, que es difícil separar lo real, si es que hay algo, de los simples rumores. Lo único que sé es que yo, personalmente, no he conocido a nadie que haya sufrido algún asalto atribuido al Invisible. Todo lo que me ha llegado son historias relatadas por terceros, ya sabéis: «Al cuñado del primo de mi vecina le pasó tal cosa», y todo eso. Pero ya hemos hablado bastante del tema —concluyó de pronto, dando una palmada que sobresaltó a Tabit—. Estudiante Caliandra, ya sabes qué pasó, así que espero que tu relación con maese Belban no se vea influenciada por las historias truculentas que te puedan contar por ahí. Estudiante Tabit —añadió, dirigiéndose a él—, tengo un alto concepto de ti. Sé que eres sensato y discreto. No necesito decir nada más, ¿verdad?

Cali y Tabit negaron con la cabeza.

Cruzaron unas cuantas palabras de despedida con la profesora y salieron del almacén, pensativos.

—Bueno —dijo Cali cuando subían las escaleras—, creo que ya tenemos suficiente información. Ahora lo único que nos queda por hacer es atravesar ese portal azul.

Esperaba que Tabit planteara más objeciones pero, para su sorpresa, el joven asintió, pesaroso.

—Sí, me temo que sí. Pero lo haré yo —decidió, alzando la cabeza para mirarla a los ojos.

Cali le devolvió una mirada llena de estupor.

—¿Qué? ¿Tú? ¿Por qué? Se supone que soy la ayudante de maese Belban, así que soy yo quien debería…

—No —cortó él—. No voy a permitirlo. Si, como me imagino, maese Belban viajó al pasado, a la noche que asesinaron a su ayudante, el responsable podría andar todavía por allí. —Se interrumpió un momento, confuso—. Si es que podemos utilizar las palabras «allí» y «todavía» en este contexto, claro.

—Déjate de sutilezas semánticas y no te desvíes del tema. ¿Qué te hace pensar que tú estás mejor preparado que yo para enfrentarte a él?

Ante su sorpresa, Tabit le dirigió una dura mirada.

—Es verdad, Caliandra, que no eres tan remilgada como otras chicas de buena familia —replicó—. Pero eso no significa que no te hayan criado entre algodones. Créeme: si alguno de los dos ha tenido la ocasión de toparse con gente poco recomendable, ese soy yo.

Cali abrió la boca para dispararle un comentario escéptico, pero el gesto duro y sombrío de Tabit, tan impropio de él, la intimidó. Mientras lo seguía en silencio por el corredor, reflexionó sobre las palabras de su compañero. Comprendió que, en realidad, apenas sabía nada de él, salvo que era el mejor estudiante de la Academia, que era pobre y que, por tanto, estaba allí gracias a una beca. «Pero», pensó Cali de pronto, «aunque los estudiantes residimos habitualmente aquí, en la Academia, todos tenemos un hogar al que volver, una familia que nos espera, a la que podemos visitar si pedimos permiso, y con la que regresaremos cuando acabemos nuestra formación. Sin embargo, Tabit…».

Tabit estaba solo, comprendió de pronto. No tenía nada. No tenía a nadie. Nunca venían familiares a visitarlo ni, por lo que sabía, pedía permisos a menudo. Actuaba como si la Academia fuese su casa, y a Cali se le ocurrió entonces que tal vez no estuviese actuando, que quizá la Academia
era
realmente su casa. Pero, en ese caso… ¿cómo había preparado el examen de acceso? ¿Dónde había estudiado para obtener el mejor resultado, el único que podía garantizarle la beca? Porque Tabit no obtenía buenas calificaciones debido solo a su inteligencia. Tabit estudiaba muchísimo. Y cualquiera que se hubiese preparado aquel examen con tanta concentración y diligencia habría necesitado, en primer lugar, acceso a una buena biblioteca; en segundo lugar, tiempo libre para poder dedicarlo a estudiar, algo que no habría conseguido de tener que trabajar para ganarse la vida; y, por último, algún tipo de tutor, alguien que lo orientase en el mundo de los portales de viaje, ya que iniciarse en el estudio de aquella disciplina sin unas nociones básicas era como tratar de pintar un portal funcional sin un medidor de coordenadas. Porque, si bien los estudiantes que se matriculaban en primer curso empezaban desde cero, a los aspirantes a obtener una beca se les exigían ciertos conocimientos que solo un maese podría enseñarles.

—Tabit —dijo entonces Caliandra, intrigada—, ¿qué hacías antes de ser estudiante en la Academia?

—Estudiar para entrar en la Academia —respondió él sin mirarla.

—¿Y antes de eso?

—No es asunto tuyo —replicó Tabit con sequedad—. Bueno, ¿quieres que vayamos a buscar a maese Belban, o no? Si es así, nos veremos en su estudio después de la cena. Pero solo pintaré la coordenada que falta con la condición de ser el único que atraviese el portal.

—¿Ni siquiera voy a poder acompañarte? —protestó ella.

—No; creo que es importante que alguien se quede atrás, por si algo saliera mal.

Cali asintió, reconociendo la sensatez que había en aquellas palabras. Por un momento echó de menos a Yunek, a quien no había visto en todo el día, pero trató de apartarlo de su mente para pensar con la lógica de Tabit: por agradable que le resultara su compañía, lo cierto era que Yunek no podía ayudarlos en aquello. No sabía leer coordenadas, y mucho menos pintarlas en un portal, y tampoco entendería lo que estaban haciendo, ni la naturaleza de la investigación de maese Belban.

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