Read El libro del cementerio Online

Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (27 page)

BOOK: El libro del cementerio
10.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Uno menos —dijo Nad con voz tranquila, aunque en ese momento estaba cualquier cosa menos tranquilo.

—Una jugada muy elegante —afirmó Nehemiah Trot—. Creo que compondré una oda. ¿Querrías escucharla?

—Ahora no tengo tiempo —se disculpó Nad. ¿Dónde están los demás?

—Tres de ellos están en el sendero del sureste —le informó Euphemia Horsfall—; van hacia la colina.

—Y hay otro merodeando por los alrededores de la iglesia —añadió Tom Sands—. Es el mismo que ha estado viniendo a diario estos días por el cementerio. Pero hay algo diferente en él.

—Vigila al tipo que está con el señor Carstairs —le indicó Nad—. Y dile a éste que lo siento muchísimo, por favor…

Se agachó para no darse con la rama de un pino, y corrió hacia la colina por los senderos cuando podía, y si no, saltando de lápida en lápida.

Pasó por delante del viejo manzano.

—Todavía quedan cuatro —dijo una voz femenina—, y los cuatro son asesinos. Y no creo que ninguno de ellos vaya a saltar dentro de una profunda fosa para hacerte un favor.

—Hola, Liza. Creí que estabas enfadada conmigo.

—Puede que sí y puede que no. Pero no pienso dejar que te den matarile, de eso ni hablar.

—Entonces, pónselo difícil, confúndelos y haz que se desplacen más despacio. ¿Eres capaz de hacerlo?

—¿Para que huyas otra vez? Vamos a ver, Nadie Owens, ¿por qué no te limitas a desaparecer y te escondes en la preciosa tumba de tu mamaíta? Allí no te encontrarán nunca, y Silas no tardará en llegar. Él se encargará de ellos…

—Tal vez vuelva o tal vez no —replicó Nad—. Reúnete conmigo junto al árbol partido por el rayo.

—Todavía sigo sin hablarte —le advirtió la voz de Liza, más digna que un pavo real.

—Pues ahora lo estás haciendo. Quiero decir, que en este momento estás hablando conmigo.

—Sólo porque se trata de una emergencia. Después no pienso dirigirte la palabra.

Nad corrió hacia el haya que un rayo carbonizó veinte años atrás, dejando únicamente un tronco negro y muerto con algunas ramas apuntando al cielo como si fueran garras.

Se le había ocurrido una idea, aunque todavía no estaba del todo redondeada. El éxito del plan dependía de que hubiera aprendido bien las lecciones que le enseñó la señorita Lupescu, y recordara con precisión todo cuanto vio y escuchó siendo niño.

Hallar la tumba le resultó más difícil de lo que esperaba, pero finalmente la encontró: una tumba fea e inclinada, exhibiendo la estatua de un ángel sin cabeza cubierto de líquenes, con el aspecto de un enorme y repulsivo hongo sobre la lápida. Pero no estuvo del todo seguro hasta que la tocó y sintió aquel frío glacial tan característico.

Se sentó en la lápida y se esforzó en volverse completamente visible.

—No has desaparecido —dijo la voz de Liza—. Cualquiera podría verte.

—De eso se trata. Quiero que me encuentren.

—Como un cordero camino del matadero —sentenció Liza.

Estaba saliendo la luna. Aún estaba baja en el cielo y parecía gigantesca. Nad se preguntaba si ponerse a silbar sería un poco excesivo.

—¡Ya viene!

Un hombre corría hacia él, dando traspiés y saltando, y dos más iban pisándole los talones.

Nad era consciente de que los muertos los rodeaban por todas partes y observaban atentamente la escena, pero hizo un esfuerzo por ignorarlos. Así pues, se arrellanó sobre la espantosa tumba; se sentía como un cebo viviente, y no era una sensación nada agradable.

El tipo más fuerte fue el primero en llegar a la tumba, pero el hombre del cabello plateado y el vikingo llegaron casi inmediatamente después.

Nad no se movió de donde estaba.

—¡Ah, tú debes de ser el escurridizo benjamín de los Dorian! —dijo el hombre del cabello plateado—. Asombroso. Nuestro querido Jack Frost removiendo Roma con Santiago para encontrarte, y resulta que estabas aquí, exactamente en el mismo lugar donde te dejó hace trece años.

—Ese hombre mató a mi familia —dijo Nad.

—En efecto, él los mató.

—¿Por qué?

—¿Y eso qué importa? Nunca podrás contárselo a nadie.

—Entonces, ¿qué más le da contármelo?

El hombre del cabello plateado soltó una carcajada.

—¡Ja, ja! Qué chico tan gracioso. Lo que a mí me gustaría saber es: ¿cómo es posible que hayas vivido trece años en un cementerio sin que nadie se haya enterado?

—Contestaré a su pregunta si usted responde a la mía.

—¡No vuelvas a hablarle así al señor Dandy, mocoso! —le dijo el más fuerte—. O te romperé la cara…

El hombre del cabello plateado se acercó un paso más a la tumba.

—Cierra el pico, Jack Tar. Está bien. Una respuesta a cambio de otra respuesta. Nosotros, mis amigos y yo, pertenecemos a una hermandad conocida como el gremio de los Jack, o los Truhanes; se nos conoce por diversos nombres. Es una hermandad muy antigua. Nosotros sabemos… recordamos ciertas cosas que la mayor parte de la gente han olvidado ya. El Primitivo Saber, ¿te das cuenta? Magia.

—Saben ustedes algo de magia —dijo Nad.

—Sí, si quieres llamarlo así. Pero se trata de una clase de magia muy particular, una que proviene de la muerte: algo abandona este mundo y algo nuevo llega para reemplazarlo.

—Y mataron a mi familia porque… ¿Por qué? ¿Por obtener ciertos poderes mágicos? Eso es ridículo.

—No. Os matamos para protegernos. Hace mucho tiempo, uno de los nuestros (en Egipto, en la época en que se construyeron las pirámides) predijo que algún día nacería un niño que sería capaz de deambular por la frontera que separa a los vivos de los muertos. Y predijo también que si ese niño llegaba a convertirse en un hombre, acabaría con nuestra Orden y con todo lo que nosotros representamos. Ya teníamos gente controlando todos los nacimientos cuando Londres no era más que un pueblo, y localizamos a tu familia antes de que Nueva Amsterdam se convirtiera en Nueva York. Así que enviamos al que creíamos el mejor, el más astuto y el más peligroso de todos los Jack para que se ocupara de ti, para que lo hiciera bien, y así conseguir dar la vuelta a la tortilla y que nuestra Orden siguiera funcionando viento en popa otros cinco mil años. Pero no cumplió su misión.

Nad observó a los tres hombres y preguntó:

—¿Y dónde está ahora? ¿Por qué no esta él aquí?

—Nosotros nos encargaremos de ti —replicó el rubio.

—Tiene muy buen olfato, nuestro querido Jack Frost; está siguiendo el rastro de tu amiguita. No podemos dejar ningún testigo en un asunto corno éste.

Nad se inclinó hacia adelante y enterró las manos en los hierbajos que crecían junto a la tumba.

—Cogedme si podéis los retó.

El rubio sonrió de oreja a oreja, el fortachón se abalanzó sobre el chico y, sí, incluso el señor Dandy se le acercó unos pasos más.

Nad metió todavía más las manos entre los hierbajos, hasta que le cubrieron las muñecas, y entonces pronunció tres palabras en una lengua que ya era antigua cuando nació el Hombre índigo.

—Skagh! Theg! Khavagah! —gritó, y se abrió la puerta de los
ghouls
.

La tumba se levantó como si fuera una trampilla. En el profundo pozo que había bajo la lápida, Nad vio muchas estrellas, una oscuridad repleta de titilantes luces.

Situado al borde del pozo, el señor Tar el fortachón no pudo detenerse a tiempo y cayó sin saber cómo reaccionar.

El señor Nimble se abalanzó hacia Nad con los brazos extendidos, y cayó también al pozo. El chico vio cómo el individuo quedaba suspendido en el aire por unos instantes, en el punto más elevado del salto, antes de ser engullido por la puerta de los
ghouls
.

El señor Dandy se quedó al borde del precipicio, contemplando la oscuridad del abismo que tenía frente a sí. Luego alzó la vista para mirar a Nad, y sonrió con los labios muy prietos.

—No sé qué es lo que acabas de hacer, pero no te va a servir de nada —sentenció el señor Dandy, mientras sacaba una enguantada mano del bolsillo del abrigo y apuntaba a Nad con una pistola—. Esto es exactamente lo que debería haber hecho hace trece años. Cuando algo importa de verdad, es mejor encargarse personalmente de ello.

A través de la puerta de los
ghouls
llegaba un viento del desierto, caliente y seco, cargado de polvo.

—Ahí abajo hay un desierto —le explicó Nad. Pero hay agua, si uno sabe dónde buscarla. Y también comida, si uno busca bien, pero procure no enfadar a los ángeles descarnados de la noche y manténgase alejado de Gholheim. Los
ghouls
podrían borrar sus recuerdos y convertirle en uno de ellos, o simplemente dejar que se pudriera al sol para luego devorarlo. Personalmente, no sé cuál de las dos opciones es peor.

El señor Dandy continuó apuntándolo con la pistola, sin inmutarse.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

Nad señaló hacia el otro lado del cementerio.

—Por ellos —respondió y, aprovechando el breve instante en que el señor Dandy desvió la mirada, Nad efectuó una nueva Desaparición.

El señor Dandy miró a un lado y a otro, pero no vio al chico por ninguna parte. Desde las profundidades del abismo, oyó algo similar al solitario lamento de un ave nocturna.

Confundido y furioso a la vez, echó un vistazo alrededor sin saber qué hacer.

—¿Dónde te has metido? —aulló—. Por todos los demonios, ¿dónde estás? Y le pareció oír una voz que decía: «Las puertas de los
ghouls
están diseñadas para abrirse y cerrarse después. No se pueden dejar abiertas, tienden a cerrarse».

El borde del pozo vibró y comenzó a temblar. Muchos años antes, en Bangladesh, el señor Dandy vivió un terremoto, y lo que estaba sucediendo ahora se parecía bastante a aquella experiencia: el suelo daba violentas sacudidas, y el señor Dandy se cayó. Habría sido engullido por el abismo, de no ser porque logró agarrarse a la inclinada lápida. No sabía exactamente lo que encontraría allí abajo, pero tampoco tenía ganas de averiguarlo.

La tierra tembló una vez más, y el señor Dandy notó que la lápida cedía un poco bajo su peso. Alzó la vista. El chico estaba ahí mismo, observándolo con curiosidad.

—Ahora ya sólo tengo que esperar a que la puerta se cierre —comentó Nad—. Y si sigue agarrándose a eso, lo más probable es que se cierre sobre usted y lo aplaste. O quizá simplemente lo absorba y pase usted a formar parte de la puerta. La verdad es que no lo sé. Pero le voy a dar una oportunidad, cosa que usted no le concedió nunca a mi familia. El señor Dandy miró con intensidad los grises ojos del chico, y soltó una maldición.

—No podrás escapar de nosotros —le espetó—. Somos el gremio de los Jack; estamos por todas partes. Esto no se acaba aquí.

—Para usted, sí. Éste es el fin de los de su calaña y de lo que representan, como predijo aquel hombre en el antiguo Egipto. No han podido matarme; su gente estaba por doquier, pero ahora todo ha terminado —Nad sonrió—. Eso es precisamente lo que está haciendo Silas en estos momentos, ¿verdad? Por eso abandonó el cementerio.

La expresión del señor Dandy confirmó todas las sospechas de Nad.

Pero Nad nunca sabría qué le hubiera respondido el señor Dandy, porque el hombre soltó la lápida y cayó lentamente en la oscuridad del abismo que se abría bajo la puerta de los
ghouls
.

—Wegh Khárados! —dijo Nad.

Y la puerta de los
ghouls
volvió a ser una simple tumba, nada más.

—Alguien le tiró de la manga. Era Fortinbras Bartleby.

—¡Nad, el hombre que estaba junto a la iglesia se dirige hacia la colina!

El hombre Jack dejó que su olfato lo guiara. Se había separado de los demás, entre otras cosas, porque la peste a colonia de Jack Dandy hacía imposible distinguir rastros más sutiles. Pero la niña olía igual que la casa de su madre, como la gotita de perfume que se había puesto en el cuello aquella mañana antes de ir a la escuela. Y también olía como una víctima, a miedo, pensó Jack, a presa. Donde ella estuviera, tarde o temprano, estaría el chico también.

Asió con fuerza la empuñadura del puñal y subió hacia la cima de la colina. Ya casi había llegado cuando tuvo una corazonada, una corazonada que, sin lugar a dudas, era verdad: Jack Dandy y los demás se habían ido. «Mejor pensó. Siempre hay sitio en la cumbre para uno más.» De hecho, el ascenso del hombre Jack dentro de la Orden se había estancado después de fracasar en su misión de aniquilar a la familia Dorian. Era como si ya no confiaran en él. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

En lo alto de la colina, el hombre Jack perdió el rastro de la chica. Pero sabía que estaba cerca.

Volvió sobre sus pasos, como quien no quiere la cosa y, a unos quince metros más allá, cerca de un pequeño mausoleo con una verja de hierro cerrada, recuperó el rastro. Tiró de la verja, que se abrió sin la menor dificultad.

Ahora percibía el olor de la chica con toda claridad. Y olía su miedo. Retiró todos los ataúdes, uno por uno, dejándolos caer estrepitosamente al suelo, sin importarle que se rompieran ni que los restos que contenían quedaran desperdigados por el suelo. No, no estaba escondida en ninguno de ellos…

Entonces, ¿dónde? Inspeccionó las paredes del mausoleo; eran macizas.

Se arrodilló en el suelo, se puso a gatas, apartó el último ataúd y tanteó la pared que había detrás. Su mano topó con un agujero.

—¡Scarlett! —gritó tratando de imitar la voz que utilizaba cuando era el señor Frost. Pero ya no era capaz de encontrar aquella parte de sí mismo; ahora era el hombre Jack, y punto. Gateando, entró por el agujero.

Al oír el estropicio que Jack estaba provocando arriba, Scarlett se dispuso a bajar los escalones con mucho cuidado, tanteando la pared de roca con la mano izquierda y sujetando con la derecha el llavero-linterna, que le alumbraba el camino lo suficiente para saber dónde ponía el pie. Por fin, llegó al último escalón y se adentró en la caverna con la espalda pegada a la pared de roca y el corazón a punto de salírsele del pecho.

Tenía miedo; miedo del amable señor Frost y de sus escalofriantes amigos; miedo de aquella caverna y de los recuerdos que le traía a la mente; incluso, para ser sincera, tenía que admitir que hasta Nad la atemorizaba un poco.

Porque ya no era aquel niño callado con un halo de misterio que le recordaba la infancia, sino algo muy diferente, algo que ni siquiera era del todo humano.

«Me gustaría saber en qué estará pensando mamá en estos momentos, se dijo. Llevará un buen rato llamando por teléfono a casa del señor Frost para enterarse de cuándo pienso volver a casa. Si logro salir de ésta con vida, la obligaré a que me compre un móvil. Es completamente ridículo no tenerlo. Probablemente, soy la única chica de mi edad que aún no tiene móvil propio. A pesar de todo… ¡Ojalá mamá estuviera aquí!»

BOOK: El libro del cementerio
10.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Amongst Silk and Spice by Camille Oster
Hostage Negotiation by Lena Diaz
Heavy Weather by P G Wodehouse
Got Cake? by R.L. Stine
The Fugitive by Pittacus Lore
Silver Guilt by Judith Cutler