El líbro del destino (21 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

BOOK: El líbro del destino
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—¿Qué coño está pasando aquí? —pregunto.

—Nico Hadrian se ha escapado del St. Elizabeth hace aproximadamente una hora y media. Lo que queremos saber es ¿por qué figuraba su nombre en el registro del hospital como su última visita?

33

Richmond, Virginia

A Nico le resultó fácil conseguir los vaqueros y la camisa azul de la secadora de la lavandería. Y lo mismo con la gorra de béisbol de los Orioles de Baltimore que encontró en un contenedor de basura. Pero una vez que llegó al Carmel's Irish Pub, pasaron nueve minutos antes de que un negro mayor, que olía a whisky y cuya nariz goteaba, se fuera tambaleándose al aseo y dejara su chaqueta del ejército desteñida como si fuese un cadáver sobre el taburete de la barra. Nico se acercó tranquilamente al taburete. El Señor siempre provee.

Era el mismo pensamiento que daba vueltas en su cabeza mientras estaba en el arcén de la I-95 y un camión de dieciocho ruedas pasó a toda velocidad, levantando un reguero de piedrecillas y lodo color chocolate. Nico se protegió los ojos ante la súbita ráfaga de viento que lo hizo tambalearse. Con una mano se sujetaba la gorra de los Orioles, con la otra aferraba el cartel de cartón, que se sacudía como una cometa por el rebufo del camión. Cuando el camión desapareció y el viento cesó, el cartel quedó flácido, rozando la pierna derecha de Nico. Con absoluta tranquilidad alzó la mano y movió el pulgar.

Ya se encontraba en Richmond, lejos del radio de cincuenta kilómetros que estaban peinando conjuntamente el FBI y la policía en torno al St. Elizabeth. El primer conductor lo llevó hasta South Capítol Street. El segundo lo ayudó a recorrer la I-295. Y el tercero lo llevó hasta Richmond por la I-95.

Nico sabía que no podía permitirse estar al descubierto durante mucho tiempo. Con las noticias de la noche a punto de emitirse, su fotografía estaría en todas partes. Sin embargo, era muy poco lo que podía hacer en ese sentido. Desde un punto de vista estadístico, las posibilidades de que un cuarto conductor lo recogiera en los minutos siguientes ya eran muy bajas. Cualquier otro estaría al borde de un ataque de pánico. Nico no. Como pasa con todo en la vida, la estadística no significaba nada si creías en el destino.

Al divisar el par de faros en la distancia, se acercó a la carretera y alzó nuevamente el cartel escrito a mano con grandes mayúsculas: «Compañero cristiano necesita que lo lleven.»

Un penetrante chirrido atravesó la noche cuando el conductor de un camión sin carga pisó el freno y sus diez ruedas se deslizaron sobre la capa de hielo que cubría el arcén. El remolque consiguió detenerse a unos cuarenta metros a su derecha. A Nico no le importó disfrutaba de los ruidos, eructos, chillidos y siseos del mundo exterior. Había estado encerrado durante demasiado tiempo.

Con el cartel de cartón debajo del brazo, Nico caminó hasta la cabina justo cuando la puerta del pasajero se abría y un tenue resplandor salía del interior.

—Que Dios lo bendiga por haberse detenido —dijo Nico. Acarició el gatillo del arma que llevaba en el bolsillo. Por si acaso.

—¿Adonde se dirige? —le preguntó un hombre con barba y bigote rubios.

—A Florida —contestó Nico, recitando mentalmente el libro del Apocalipsis 13, 1: «Y yo me paré sobre la arena del mar y vi subir una bestia.» Todo encajaba. Tenía que hacer caso del Libro, completar la voluntad de Dios, acabar con Wes y, en su sangre, encontraría a la Bestia—. A Palm Beach para ser exactos.

—Harto del frío, ¿eh? ¿Le parece bien Tallahassee?

Nico no dijo nada mientras miraba el rosario de madera de olivo y la cruz de plata que colgaban del espejo retrovisor.

—Me parece perfecto —dijo Nico. Cogiéndose del asidero de la puerta se impulsó dentro de la cabina.

Con una sacudida y unos cuantos eructos de la transmisión, el camión regresó a la I-95.

—¿Así que tiene familia en Florida? —preguntó el conductor, cambiando de marcha.

—No —dijo Nico sin apartar la vista de la cruz de madera que se mecía como una cuna—. Voy a visitar a un viejo amigo.

34

—¿De qué está hablando? —pregunto ansiosamente.

—Su nombre, Wes. Estaba en el…

—¿Cuándo se escapó?

—Ésa es la cuestión. Pensamos que él…

—¿Lo… lo están buscando? ¿Se ha escapado? ¿Están seguros de que se ha escapado? —Una aguja de bilis me corroe el estómago haciendo que quiera doblarme en dos por el dolor. Necesité siete meses de terapia antes de poder oír el nombre de Nico y que no me sudaran las manos y los pies. Pasó otro año y medio antes de que pudiese dormir toda la noche sin que Nico me despertase acechándome en mis sueños. Nico Hadrian no rae quitó la vida. Pero me quitó la vida que yo estaba viviendo. Y ahora… con esto… con él nuevamente libre… Podría acabar su trabajo—. ¿Acaso no tenía vigilancia? —pregunto—. ¿Cómo pudieron dejar que… cómo ha podido pasar algo así?

O'Shea deja que las preguntas reboten en su pecho sin olvidarse en ningún momento de su investigación.

—Su nombre, Wes. Estaba en la hoja de registro de las visitas del hospital —insiste—. Según sus registros, usted estuvo allí.

—¿Dónde? ¿En Washington? ¡Ustedes dos me vieron aquí, en la playa, esta misma mañana!

—Yo lo vi abandonar el Four Seasons aproximadamente a las nueve y media. Según la recepcionista de su oficina no regresó al trabajo hasta después de las tres. Eso es mucho tiempo fuera de la oficina.

—Estuve con mi am… mi abogado toda la mañana. Él se lo dirá. Pueden llamarlo ahora mismo: Andrew Rogozinski.

Micah se echa a reír suavemente.

—¿Y supongo que el hecho de que sea su compañero de instituto y actual compañero de cuarto significa que nunca mentiría para protegerlo? Estuvo ausente casi seis horas, Wes. Es un tiempo más que suficiente para…

—¿Para qué? ¿Para subir a mi jet privado, volar durante dos horas y media hasta Washington, liberar a Nico (quien, por cierto, una vez intentó matarme) y luego volar de regreso a mi trabajo, esperando que nadie advirtiese mi ausencia? Sí, es el plan de un auténtico genio. Ir a visitar al único tío que aún me provoca pesadillas, ser lo bastante estúpido para usar mi propio nombre en la hoja de registro de las visitas y dejarlo en libertad para que pueda cazarme.

—¿Quién dice que quiere cazarlo? —dice O'Shea.

—¿De qué está hablando?

—Ya basta de hacerse el tonto, Wes. Usted sabe que Nico no es más que una bala. Otra persona fue la que apretó el gatillo.

—¿Otra persona? ¿Qué significa…?

—¿Has hablado hoy con Boyle? —me interrumpe O'Shea.

Trato de morderme el labio superior, olvidando momentáneamente la lesión nerviosa que lo hace imposible.

—No estamos aquí para hacerle daño, Wes. Sólo queremos que sea sincero con nosotros: ¿está persiguiéndolo o ayudándolo? —añade Micah. Coge una fregona y se pasa el mango de una mano a otra, como un metrónomo.

—Ustedes saben que no he soltado a Nico —les digo.

—Ésa no era la pregunta.

—Y no he hablado con Boyle.

—¿Está seguro? —pregunta O'Shea.

—Acabo de decirles…

—¿Habló con él o no? Se lo estoy preguntando como agente del gobierno que está llevando a cabo una investigación en curso.

La fregona de Micah va de una mano a otra. Ambos actúan como si conocieran la respuesta, pero si fuese así, en este momento yo estaría esposado y no retenido en un cuarto de los trastos. Los miró directamente a los ojos.

—No.

O'Shea menea la cabeza.

—Hoy, al mediodía, un hombre no identificado se presentó en el St. Elizabeth solicitando una visita privada con Nico después de haberse identificado como miembro del Servicio Secreto, con una credencial y un documento de identidad con fotografía, ambas cosas a las cuales usted tiene acceso. Ahora bien, estoy dispuesto a aceptar que solamente un imbécil utilizaría su propio nombre, y también estoy dispuesto a mantener su nombre alejado de la prensa (sólo por respeto a su jefe), pero resulta curioso que su nombre no deje de salir en una situación de la que usted afirma no saber nada.

—¿Adonde quiere llegar?

—Cuando usted fue a Malasia, Boyle estaba allí, cuando su nombre aparece en una hoja de registro en Washington, Nico escapa. ¿Me sigue?

—¡Yo no estuve en Washington!

—Y tampoco vio a un hombre muerto en Malasia. Y el presidente tampoco lo envió a los camerinos para que Boyle le diese un mensaje, ¿verdad? ¿O fue un invento nuestro para sentirnos mejor, ya sabe, como sus viejas obsesiones de cerrar las puertas con llave y encender y apagar las luces? O, mejor aún, las plegarias repetitivas que…

—Sólo porque vi a un consejero…

—¿Consejero? Era un psiquiatra.

—Era un especialista en vivencias traumáticas…

—Lo investigué, Wes. Era un psiquiatra que estuvo medicándolo durante casi un año. Alprazolam para los trastornos de ansiedad, junto con un poco de olanzapina para mantener a raya sus impulsos. Un antipsicótico. Además de las notas del psiquiatra, que decían, con un lenguaje extraño, que creía que usted realmente disfrutaba de sus cicatrices, que consideraba su sufrimiento como una especie de expiación por haber metido a Boyle en la limusina. Eso no dice mucho acerca del estado en el que se encontraba en aquellos días, Wes.

—¡Ese tío me voló la cara!

—Que es la razón por la que usted tenía el mejor de los motivos y la peor de las coartadas, especialmente en Malasia. Hágame un favor, durante los próximos días, a menos que esté de viaje con el presidente, no se mueva de aquí. Al menos hasta que sepamos lo que está pasando.

—¿Qué, ahora estoy bajo arresto domiciliario? No pueden hacer eso.

—Wes, tengo a un esquizofrénico paranoico vagando por el país que, dentro de dos horas, sentirá un nuevo tintineo en la parte derecha del cerebro cuando se le pase el efecto de las drogas que lo ayudan a controlar su psicosis. Ya ha matado a dos enfermeros y a un guarda jurado (los tres con disparos en el corazón y, al igual que Boyle, con estigmas atravesándoles las manos) y eso ocurrió cuando estaba medicado. De modo que no sólo puedo hacer lo que me salga de los huevos, sino que le digo que si trata de hacer alguna pequeña excursión fuera de la ciudad y yo descubro que tiene cualquier implicación en este caso, y trata de ponerse en contacto con Boyle, o Nico, o incluso con el tío que vendía palomitas en las gradas de la pista de carreras aquel día, le juro que lo empapelaré por obstrucción a la justicia y lo destrozaré más a conciencia de lo que lo hizo ese chiflado de Nico.

»Es decir, a menos que quiera decirnos qué mensaje le llevaba Boyle al presidente en Malasia —dice Micah, con el mango de la fregona descansando en su mano izquierda—. Vamos, Wes, es evidente que aquella noche tenían que reunirse y tratar de mantener oculta toda la mierda que habían escondido debajo de la alfombra. Usted está con Manning todos los días. Todo lo que queremos saber es cuándo volverán a reunirse.

Igual que antes —como cualquier agente del FBI que está tratando de conseguir un poco de fama— a quien quieren realmente es a Manning, que sin duda intervino decisivamente ayudando a Boyle a ocultarse y mintió a toda la nación. Yo lo delato y ellos me dejan salir de la ratonera. El problema es que ni siquiera sé qué debo decirles. Y aunque trate de escarbar más profundamente… Cuando estábamos en la playa, hablaron de la habilidad de Boyle para explotar las debilidades de la gente. Muy bien, ¿dónde estaban las debilidades de Manning? ¿Algo relacionado con su pasado? O quizá es allí donde entraban El Romano y Los Tres. Cualquiera que sea la razón, no podré descubrirla a menos que consiga algo de tiempo.

—Déjeme que lo piense un momento, ¿de acuerdo? —les pido.

O'Shea asiente, consciente de que ha dejado bien claras sus intenciones.

Me vuelvo para marcharme de la habitación pero me detengo al llegar a la puerta.

—¿Y qué hay de Nico? ¿Alguna idea de hacia dónde se dirige? —añado, sintiendo que comienzan a temblarme los dedos. Hundo las manos en los bolsillos antes de que nadie se percate de ello.

O'Shea se me queda mirando. Éste es el momento ideal para que se comporte como un capullo. Se ajusta la gorra del Open de Estados Unidos.

—La policía de Washington encontró sus ropas en una lavandería a un par de kilómetros del St. Elizabeth. Según sus médicos, Nico no ha hablado de Manning en años, pero el Servicio Secreto está haciendo horas extra sólo para estar seguros.

Asiento sin sacar las manos de los bolsillos.

—Gracias.

Micah está a punto de intervenir, pero O'Shea apoya una mano en su pecho, interrumpiéndolo.

—No está solo, Wes —añade O'Shea—. A menos que quiera estarlo.

Es un ofrecimiento perfecto y presentado de la manera más amable. Pero eso no cambia la táctica que están empleando conmigo. Contar secretos al FBI, traicionar a Manning… un dominó que finalmente me envía cuesta abajo. A partir de ahora, la única manera de salir de este embrollo es descubrir la verdad y envolverme en ella. Ése es el único chaleco antibalas que funciona.

El móvil comienza a vibrar en el bolsillo. Lo saco y leo el nombre de Lisbeth en la pantalla. Adiós tranquilidad, hola dura realidad.

—Es mi madre —le digo a O'Shea—. Debo irme. Es probable que se haya enterado de la fuga de Nico en las noticias.

—Tenga cuidado con lo que dice —me advierte Micah.

De eso no hay ninguna duda. Aun así se trata de una elección muy simple. Estar con el FBI significa que ellos me lanzarán contra Manning. Pero antes de que apuñale a César por la espalda, necesito estar seguro de que tengo el blanco correcto. Al menos con Lisbeth podré disponer de ese tiempo que necesito para averiguar qué demonios está pasando.

—Piense en ello, Wes. No está solo —me grita O'Shea cuando salgo de la habitación. Una vez en el pasillo, espero que el teléfono suene por tercera vez para asegurarme de que nadie puede oír la conversación.

—Aquí Wes —contesto.

—¿Dónde estás? —pregunta Lisbeth—. ¿Te encuentras bien? ¿Te dijeron que Nico…?

—Sólo escucha —la interrumpo—. Lo que dijiste antes acerca de encontrar información para nosotros, ¿hablabas en serio?

En el otro lado de la línea se produce una breve pausa.

—Más en serio que un Pulitzer.

—¿Estás segura? Quiero decir, si te metes en este asunto… ¿Estás segura de que quieres meterte en este asunto?

Ahora el silencio es incluso más prolongado. No se trata de un comentario de cincuenta palabras acerca del nuevo vestido de la primera dama. Lo que han hecho Boyle, Manning y el Servicio Secreto no se puede hacer sin contar con la ayuda de los cargos más altos del gobierno y de los cuerpos de seguridad. Lisbeth se está debatiendo por dentro. Peor aún, cuando esto salga a la luz, utilizarán todo ese poder para hacernos quedar como unos chiflados que vieron un fantasma. Y el quid de la cuestión es que, con Boyle vivo, Nico tiene la mejor de las razones para venir aquí a terminar el trabajo.

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