El lobo de mar (15 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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Louis me miró con sus ojos grises y astutos y movió la cabeza con un gesto agorero.

—Ya llegará, y te aseguro que habrá velas y drizas y trabajo para todos cuando empiece a aullar. Tengo hace tiempo un presentimiento, y ahora lo siento con la misma claridad que oigo el roce del cordaje en una noche oscura. Anda cerca, anda cerca.

—¿Quién será el primero? —le pregunté.

—El viejo y gordo Louis no, te lo garantizo riendo—. Porque le he prometido a este cuerpo que el año próximo por este tiempo estaré mirándome en los ojos de mi madre, cansados de tanto escrutar el mar en espera de los cinco hijos que le ha dado.

—¿Qué te estaba diciendo? —me preguntaba Thomas Mugridge un momento después.

—Que cualquier día se irá a su casa para ver a su madre —respondí con diplomacia.

—Yo no he conocido a la mía —comentó el cocinero, mientras clavaba en los míos sus ojos sin brillo y sin esperanza.

CAPITULO XIV

Había comenzado a darme cuenta del escaso valor que siempre había atribuido a la mujer. En cuanto a eso, a pesar de no ser un temperamento erótico, por lo que he podido comprender, yo nunca había salido de la atmósfera de las mujeres hasta ahora. Mi madre y mis hermanas estaban conmigo y yo trataba siempre de huir de ellas, porque con su solicitud, sus cuidados y sus Incursiones periódicas en mis habitaciones me fastidiaban y me volvían loco, después de las cuales la ordenada confusión, de fa que estaba yo tan orgulloso, se convertía en una confusión mayor y menos ordenada, aunque tuviese mejor aspecto. Después que ellas salían, nunca podía encontrar nada. Pero ahora, ¡cuánto no hubiese agradecido sentirlas cerca de mí, oír el frufrú de sus vestidos, que tan cordialmente había detestado! Tengo la seguridad de que, si alguna vez vuelvo a casa, no me mostraré irascible con ellas. Podrán cuidarme y atenderme de la mañana a la noche, y limpiar, barrer y ordenar mis habitaciones en todo momento del día, y no haré sino reclinarme, contemplarlas y dar las gracias sin cesar por tener una madre y varias hermanas.

Todo esto ha dado lugar a que yo me preguntase: "¿Dónde están las madres de estos veinte hombres tan extraños que lleva el Ghost?" Me parece contrario a la naturaleza que los hombres estén totalmente separados de la mujer y vayan por el mundo sin ella como rebaños. La grosería y la brutalidad son los resultados inevitables. Estos hombres que me rodean habrían de tener esposas, hermanas, hijas; entonces podrían ser tiernos y cariñosos. Ahora ninguno de ellos está casado. Hace años y años que no han estado en contacto con mujeres buenas, bajo la irresistible influencia o redención que de ellas irradia. En sus vidas no ha habido equilibrio. Su masculinidad, que en sí ya es brutal, se ha desarrollado con exceso. La otra fase de su naturaleza, la espiritual, se ha atrofiado, en realidad.

Son una reunión de célibes que se rozan ásperamente todos los días, y de este roce diario ha nacido una mayor callosidad. Hay veces que me parece imposible que estos hombres hayan tenido nunca madre.

Dan la impresión de ser una raza aparte, medio brutos y medio hombres, que carecen totalmente de sexo, parece cual si hubieran sido empollados por el sol como los huevos de tortuga y que toda su vida se han enconado en la brutalidad y el vicio, para morir al fin tan toscos como han vivido.

Este nuevo rumbo de las ideas ha despertado mi curiosidad, y anoche hablé con Johansen las primeras palabras con que me ha favorecido desde que empezó el viaje. Salid de Suecia cuando tenía dieciocho años, ahora tiene treinta y ocho, y en todo este tiempo no ha vuelto una sola vez a su casa. Hace un par de años encontró a un paisano en una fonda de marineros en Chile por el que supo que su madre vivía aún.

—Ahora debe ser ya muy vieja —dijo, fijando meditabundo los ojos en la bitácora y lanzando después una mirada penetrante a Harrison, que se había apartado un punto de la ruta.

—¿Cuándo fue la última vez que le escribiste?

Hizo su cálculo mental en voz alta.

—Ochenta y uno, no; ochenta y dos, ¿eh?, no, ochenta y tres. Sí, ochenta y tres. Diez años atrás. Desde un punto insignificante de Madagascar donde hacía negocio.

—Pero mira —prosiguió como si se dirigiera a su madre olvidada—, cada año pensaba ir a casa. Así es que no valía la pena escribir, y siempre sucedía algo que me impedía realizar mi propósito. Pero ahora soy el piloto y cuando cobre en San Francisco, tal vez quinientos dólares, me embarcaré en un velero que vaya a Liverpool, dando la vuelta por el cabo de Hornos, con lo cual ganaré más dinero, y luego me pagaré el pasaje desde allí a case. Entonces ella ya no trabajará más.

—Pero, ¿trabaja aún ahora? ¿Qué edad tiene?

—Alrededor de los setenta —respondió. Y después añadió con arrogancia—: Nosotros, en nuestro país, trabajamos desde que nacemos hasta que morimos. Por eso vivimos tantos años. Yo llegaré a los cien.

Jamás olvidaré esta conversación. Estas palabras fueron las últimas que le oí pronunciar, tal vez fuesen también las últimas que pronunciara. Al bajar a la cabina para acostarme, noté que hacía demasiado calor para dormir abajo. Era una noche de calma. Habíamos salido del contraalisio y el Ghost hacía apenas un nudo por hora. Así es que cogí una manta y una almohada y subí a cubierta.

Pasé entre Harrison y la bitácora, que estaba construida encima de la cabina, y vi que se había apartado tres puntos completos de la ruta. Creyendo que estaba dormido y deseando evitarle una repulsa o algo peor, me acerqué para hablarle. Pero no dormía. Tenía los ojos fijos y muy abiertos. Parecía extraordinariamente turbado y no pudo contestarme.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Estás enfermo?

Sacudió la cabeza, y con un profundo suspiro, como si despertara, recobró el aliento.

—Pues procura no abandonar el rumbo entonces :e reprendí.

Hizo girar un poco el volante y observé cómo la brújula se inclinaba lentamente hacia Nornoroeste y se sostenía con ligeras oscilaciones.

Había encontrado un lugar fresco para tender la manta y ya me disponía a tumbarme, cuando me sorprendió un ligero ruido y miré hacia la barandilla de popa. Una mano fuerte chorreando agua se había agarrado a ella Una segunda mano surgió de la oscuridad al lado de la primera. Miré fascinado. ¿Qué visitante de las profundidades del abismo iba a aparecer? Fuese quien fuera, comprendí que trepaba a bordo por la cuerda de la corredera. Vi una cabeza, el cabello mojado y aplastado y luego los ojos inconfundibles y la cara de Wolf Larsen. La mejilla izquierda estaba cubierta de sangre que manaba de alguna herida de la cabeza.

Con un ligero esfuerzo se encaramó a bordo y se puso de pie, mirando al mismo tiempo al hombre del timón, como para asegurarse de su identidad y de que nada había de temer de su parte. Todo él chorreaba agua de mar. Hacía un ruidito muy perceptible, que me distrajo. Al dirigirse hacia mí retrocedí instintivamente, porque en sus ojos había como una amenaza de muerte.

—Hola, Hump —dijo en voz baja—. ¿Dónde está el segundo?

Yo moví la cabeza.

—¡Johansen! —llamó suavemente—. ¡Johansen!... ¿Dónde está? —preguntó a Harrison.

El joven parecía haber recobrado la serenidad, porque contestó con bastante firmeza:

—No lo sé, señor. Hace poco, le vi dirigirse a proa.

—También yo fui a proa, pero habrás observado que no vuelvo por el mismo camino. ¿Puedes explicarte esto?

—Debe usted haber caído al agua, señor.

—¿Quiere que le busque en la bodega, señor? —pregunté yo.

Wolf Larsen sacudió la cabeza.

—No le hallarás, Hump. Pero tú sirves lo mismo… Ven. No te preocupes de tu ropa de carea.

Yo le seguí. Nada se movía en el centro del barco.

—Estos malditos cazadores —comentó— son demasiado gordos y holgazanes para resistir cuatro horas de guardia.

Pero en el extremo del castillo de proa encontró a tres marineros dormidos. Les empujó para verles la cara Formaban la guardia de cubierta, y cuando hacía buen tiempo, era costumbre en el barco dejar dormir a la guardia, excepto el oficial, el timonel y el vigía.

—¿Quién es el vigía? —preguntó.

—Yo, señor —respondió Holyoak, uno de los marineros de alta mar, con un ligero temblor en la voz—. Acababa de cerrar los ojos en este momento, señor. Perdóneme usted, señor; no volverá a suceder.

—¿Habéis oído o visto algo en la cubierta?

—No, señor; yo...

Pero Wolf Larsen ya se alejaba, dejando al marinero, que se restregaba los ojos sorprendido de haber salido tan bien librado.

—Sin hacer ruido ahora —me advirtió Wolf Larsen, con un murmullo al doblar el cuerpo para introducirse por la escotilla del castillo de proa y bajar.

Yo le seguía, latiéndome con fuerza el corazón. Lo que iba a suceder me era tan inesperado como lo ocurrido anteriormente. Se había vertido sangre, y Wolf Larsen, por capricho, no se había tirado al agua con '1 cráneo abierto. Además, faltaba Johansen.

Aquélla era la primera vez que bajaba yo al castillo de proa, y tardaré en olvidar la impresión que me produjo visto desde el pie de la escalera. Construido en los mismos ojos del barco, afectaba la forma triangular, y siguiendo la dirección de los lados, estaban en doble hilera las literas. No era mayor que un dormitorio de la Grub Street, y no obstante dormían allí, comían y efectuaban todas las funciones de la vida doce hombres. Mi alcoba en mi casa no era grande, pero hubiese podido contener una docena de veces el castillo de proa, y teniendo en consideración la altura del techo, una veintena al menos.

Los durmientes no se enteraron de nuestra llegada. Había ocho, las dos guardias, y el aire estaba viciado por el calor y el olor de sus alientos y lleno del ruido de sus ronquidos, suspiros y gruñidos, prueba evidente del reposo de la bestia humana. Pero, ¿estaban, en efecto, dormidos todos o habrían despertado? Esto era, sin duda, lo que Wolf Larsen quería averiguar: los hombres que parecían dormir, los que no dormían o que no habían dormido en mucho rato. Y lo efectuó en una forma que me trajo a la memoria un cuento de Boccaccio.

Descolgó la lámpara del soporte y me la entregó. Comenzó por las primeras literas de proa del lado de estribor. En la más alta estaba Oofty—Oofty, un kanaka y marino espléndido, llamado así por sus compañeros. Dormía acostado sobre la espalda y respiraba tan plácidamente como una mujer. Tenía un brazo debajo de la cabeza y el otro encimad e las mantas, Wolf Larsen le cogió la muñeca entre el pulgar y el índice y contó sus pulsaciones. Estando en esto, despertó el kanaka con la misma delicadeza con que habla dormido. No hizo el menor movimiento con el cuerpo. Sólo movió los ojos. Eran grandes y negros, y los fijó muy abiertos, sin Parpadear, en nuestros rostros. Wolf Larsen se llevó un dedo a los labios indicándole que guardara silencio, y los ojos volvieron a cerrarse.

En la litera de abajo estaba acostado Louis, gordo y sudoroso, dormido de verdad y respirando trabajosamente. Mientras Wolf Larsen le tenía cogido de la muñeca, se agitó incómodo, arqueando el cuerpo de modo que durante un momento se apoyó en los hombros y los talones. Sus labios se movieron, y dejó oír frases enigmáticas.

"Un chelín vale un cuarto; pero sacad fuera las lámparas, porque si no, los republicanos os las echarán encima por seis peniques."

Después se volvió de lado, con un profundo suspiro, casi un sollozo, y dijo:

"Una moneda de seis peniques es un curtidor y un chelín es un cencerro pero un pony no sé qué es." Satisfecho con la sinceridad del sueño de este hombre y del kanaka, Wolf Larsen pasó a las dos literas siguientes del mismo lado de estribor, ocupadas, según vimos a la luz de la lámpara, por Leach la de arriba y por Johnson la otra.

Al inclinarse Wolf Larsen hacia la litera más baja para tomar el pulso de Johnson, yo, que estaba de pie y sosteniendo la lámpara, vi levantarse la cabeza de Leach y mirar a hurtadillas por el borde de la cama para ver qué pasaba. Debió adivinar la jugada de Wolf Larsen y la seguridad de ser descubierto, pues al momento me fue arrebatada la lámpara de la mano y el castillo de proa quedó a oscuras. En el mismo instante debió saltar directamente sobre Wolf Larsen.

Los primeros ruidos fueron los de un combate entre un toro y un lobo. Oí un mugido furioso producido por Wolf Larsen, y Leach aullaba con una desesperación que helaba la sangre. Johnson debió reunírsele inmediatamente, ya que su conducta vil y rastrera sobre cubierta, durante los últimos días, no había sido sino una ficción que formaba parte de su plan.

Yo estaba atemorizado con esta lucha en la oscuridad y me apoyé contra la escala, trémulo y sin poder subir. Volvía a invadirme aquel malestar en el estómago causado siempre por el espectáculo de la violencia física. Entonces no podía ver, pero oía el ruido de los golpes, el blando crujido de la carne al chocar con fuerza con la carne. Después fue el roce de los cuerpos enlazados, las respiraciones anhelantes y el jadear breve y rápido producido por el dolor.

Debieron entrar más hombres en la conspiración para asesinar al capitán y al segundo, pues por los ruidos comprendí que Leach y Johnson habían recibido pronto el refuerzo de algunos de sus camaradas.

—¡Que me den un cuchillo! —gritaba Leach.

—!Dale en la cabeza! ¡Machácale los sesos! —vociferaba Johnson.

Pero a Wolf Larsen no se le volvió a oír después del primer mugido. Luchaba horrible y silenciosamente por la vida. Estaba herido y acorralado. Desde un principio había tratado en vano de ponerse en pie y a pesar de su fuerza formidable pensé que no había esperanza para él.

De la violencia de la lucha participaba yo directamente, pues me derribaban aquellos cuerpos embravecidos y me magullaban dolorosamente. En medio de la confusión, logré introducirme en una litera baja que estaba vacía.

—¡Aquí todos! ¡Ya le tenemos, ya le tenemos! —oí gritar a Leach.

—¿A quién? —preguntaban los que habían estado realmente dormidos y ahora despertaban sin saber para qué.

—Es el maldito piloto —contestó Leach astutamente con voz apagada.

Estas palabras fueron saludadas con gritos de alegría, y desde aquel momento Wolf Larsen tuvo siete hombres fornidos encima, pues Louis creo yo que no tomó parte en el combate. El castillo parecía un enjambre de abejas excitadas por algún merodeador. —¡Hola, muchachos, ánimo! —gritó Latimer desde la escotilla, demasiado prudente para bajar al infierno de odio, cuyos ruidos furiosos oiría bajo él en la oscuridad.

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