El lobo de mar (31 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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Era húmeda y triste; azotada por los vientos tempestuosos y castigada por el mar, resultaba una morada melancólica y miserable. Maud se desanimó cuando desembarcamos en nuestra pequeña ensenada. Luchó valientemente para no dármelo a entender, pero mientras yo preparaba el fuego, comprendí que estaba ahogando los sollozos bajo las mantas en el interior de la tienda.

Yo seguí durmiendo en el bote, y aquella noche permanecí despierto mucho rato, reflexionando sobre nuestra situación. Una responsabilidad de esta clase era algo nuevo para mi. Wolf Larsen había estado en lo cierto. Yo me había sostenido con las piernas de mi padre. Abogados y agentes de negocios habían administrado mi dinero. No había tenido responsabilidades de ninguna clase. Después, en el Ghost, había aprendido a ser responsable de mí mismo. Y ahora, por primera vez en mi vida, me sentía responsable de alguien más. Y éste habla de ser una de las más graves, pues yo pensaba en Maud como en la única mujer, la mujer amada.

CAPITULO XXX

No es de extrañar que la llamáramos Endeavour Island. Durante dos semanas nos afanamos en la construcción de una cabaña. Maud insistió en ayudarme, y la vista de sus manos contusas y ensangrentadas me daba ganas de llorar; y sin embargo, yo me sentía orgulloso de ella a causa de esto precisamente. Era verdaderamente heroica la manera con que esta mujer tan distinguida soportaba aquellos terribles sufrimientos y contribuía con su esfuerzo a realizar tan ruda labor. Ella recogió muchas de las piedras con que construí las paredes de la cabaña, y cuando me empeñaba yo en que desistiera, se hacia la sorda a mis súplicas. Después tomó a su cargo trabajos más ligeros, tales como guisar y buscar leña y musgo para el invierno.

Las paredes de la cabaña crecían sin dificultad y todo fue bien hasta que encaré el problema de la techumbre. ¿De qué servirían las paredes si no había techo? ¿Y con qué podría hacerse? Verdad es que teníamos los remos de reserva, que servirían de vigas, pero ¿con qué lo cubriría? El musgo no servía. La hierba de tundra no daría buenos resultados; la vela nos hacía falta para el bote y el encerado empezaba a agujerearse.

—Winters empleó piel de morsa en su cabaña —dijo ella.

—Aquí hay focas —advertí yo.

Y como consecuencia, al día siguiente comenzó la caza. Yo no sabía tirar, pero me propuse a aprender, y después de gastar treinta cartuchos para tres focas, comprendí que las municiones se agotarían antes de que hubiese adquirido la pericia suficiente. Para encender el fuego ya había usado ocho, hasta que di con la estratagema de cubrir el rescoldo con musgo húmedo, y en la caja no quedaban sino un centenar de cartuchos.

—Habremos de matar las focas a mazazos —anuncié cuando me convencí de mi escasa puntería—. He oído decir que los cazadores lo hacen así.

—Son tan bonitas —objetó ella—, que me horroriza pensarlo. Es verdaderamente brutal, mucho más que matarlas a tiros.

—Es preciso concluir este techo —repuse de mal talante—. El invierno se nos echa encima, y antes son nuestras vidas que las suyas.

El resultado de todo ello fue que me acompañó el día siguiente por la mañana. Bogué por la ensenada inmediata, aproximándome todo lo posible a la playa. A nuestro alrededor el agua estaba llena de focas, y el rugido de las muchísimas que había en la orilla nos obligaba a hablar a gritos para poder entendernos.

—Yo sé que los hombres las matan a mazazos —dije tratando de tranquilizarme y mirando con desconfianza a un gran becerro que se hallaba a menos de treinta pies de distancia, apoyado en las aletas delanteras y fijando con insistencia sus ojos en mí—. Pero lo que no sé es el procedimiento.

—Hagamos el techo de hierba de tundra — dijo Maud.

Estaba tan asustada como yo ante la perspectiva de la matanza, y viendo de cerca aquellos dientes brillantes y aquellos hocicos perrunos, no faltaba razón para ello.

—Siempre había creído que temían a los hombres —advertí—. ¿Cómo saber que no tienen miedo? —pregunté un momento después, cuando hube remado un poco más a lo largo de la costa—. Y si me dirigiera audazmente a la playa, tal vez huirían y no podría cazar ninguna.

Salté del bote y avancé bravamente sobre un becerro de largas crines que se hallaba entre sus hembras. Yo iba armado con la maza corriente usada por los remeros para rematar las focas heridas, que los cazadores suben a bordo con la ayuda de unos ganchos. Tenía una longitud de pie y medio, y en mi absoluta ignorancia, no había imaginado nunca que las mazas utilizadas en tierra cuando se invadían los criaderos medían de cuatro a cinco pies. Las hembras huyeron pesadamente, y se fue acortando la distancia entre el becerro y yo. Se levantó sobre las aletas con un movimiento irritado. No nos separaban más que unos doce pies, y yo seguía avanzando y esperando que de un momento a otro se volviera y huyese.

Cuando me hallé sólo a seis pies del becerro, el pánico se apoderó de mi mente. ¿Qué pasaría si no huía? Pues entonces le mataría, me contesté. Con el miedo había olvidado que yo estaba allí para cobrar el becerro y no para hacerlo huir. Y en aquel preciso instante, dio un resoplido, gruñó y se precipitó sobre mí. Tenía los ojos encendidos y el hocico muy abierto, mostrando la blancura brillante y cruel de los dientes. Confieso sin avergonzarme que fui yo quien volvió la espalda y echó a correr. El animal avanzaba torpemente, pero avanzaba. No se hallaba más que a dos pasos de distancia cuando salté en el bote, y al impulsarlo con el remo, los dientes poderosos se cerraron sobre la pala. La sólida madera quedó machucada cual si hubiese sido una cáscara de huevo, Maud y yo estábamos aterrados. El becerro se zambulló inmediatamente, cogió la quilla con el hocico y sacudió el bote con violencia.

—¡Oh! —dijo Maud—. Vámonos.

Yo me negué.

—Lo que otros hombres han hecho, bien puedo hacerlo yo. Otros hombres han matado focas a mazazos; ahora que otra vez dejaré en paz a los becerros.

Bogué cosa de unos doscientos pies a lo largo de la playa, para equilibrar mis nervios, y luego volví a desembarcar.

—¡Tenga usted cuidado! —me gritó.

Asentí con un movimiento de cabeza y me dispuse a atacar por el flanco el harén más próximo. Todo fue bien hasta que dirigí un mazazo a la cabeza de una hembra, sin acertarla— Resopló y trató de huir, pero la seguí de cerca y le asesté otro golpe, que en lugar de darle en la cabeza la hirió en la paletilla.

—¡Cuidado! —oí chillar a Maud.

Tan excitado estaba, que no había parado mientes en nada más, y levanté los ojos para ver al señor del harén que se me echaba encima. De nuevo corrí hacia, el bote, pero esta vez Maud no habló siquiera de marcharnos.

—Me parece que sería mejor no meterse con los harenes y dedicarse a las focas solitarias y de aspecto inofensivo —fue lo único que dijo—. Creo haber leído algo acerca de eso. Si mal no recuerdo en el libro del doctor Jordán. Son los becerros jóvenes de edad insuficiente para poseer harenes propios. Los llama holluschickie o algo parecido. Si halláramos el sitio donde se arrastran...

—¡Eso es! —exclamé—. Lo que necesito es una maza más larga, y aquí tenemos a mano este remo roto.

—Ahora se me ocurre lo que contaba el capitán Larsen —dijo ella. Explicaba cómo cazan los hombres en los criaderos. Dividen las focas en rebaños, y antes de matarlas las empujan a cierta distancia tierra adentro.

—Yo no quiero dedicarme a pastor de estos harenes —objeté.

—Pero quedan los holluschickie —contestó—, que viven aparte, y dice el doctor Jordán que entre los harenes quedan unos senderos donde, si los holluschickie permanecen sin extralimitarse, les dejan vivir en paz los amos de los harenes.

—Aquí hay uno —dije señalando un becerro joven—. Vigilémosle y sigámosle cuando salga.

Le vimos nadar directamente hacia la playa y arrastrarse hasta un pequeño espacio entre dos harenes, cuyos dueños emitieron unos gruñidos de alarma, pero no le atacaron. Observamos cómo avanzaba lentamente y cruzaba por entre los harenes a lo largo de lo que debía ser el sendero.

—Allá va —dije saltando del bote; pero confieso que el corazón se me encogió al pensar que debía atravesar aquel rebaño monstruoso.

—Quisiera saber cómo se hace para sujetar el bote —exclamó Maud.

Estaba a mi lado y yo la miré sorprendido. Movió la cabeza con decisión.

—Sí, voy con usted así que pueda asegurar el bote y tenga una maza.

—Volvámonos —repuse con el ánimo abatido—. Después de todo, creo que la hierba de tundra servirá lo mismo.

—Ya sabe usted que no —replicó ella—. ¿Voy delante?

Con un encogimiento de hombros, pero con el corazón henchido de orgullo por aquella mujer y admirándola calurosamente, la equipé con el remo inutilizado y cogí el otro. Realizamos la primera parte de la expedición con los nervios excitados. Una vez chilló Maud al ver que una hembra arrimaba a su pie una nariz inquisitiva, y yo aceleré varias veces el paso por idéntica razón. Pero aparte de algunos gruñidos de alarma que a nuestro paso se levantaban a ambos lados, no hubo más muestras de hostilidad. A este criadero no habían llegado nunca cazadores, y por consiguiente, las focas eran de carácter apacible y no tenían miedo. En el centro del rebaño el alboroto era terrible y casi nos aturdió. Me detuve y sonreí a Maud para tranquilizarla, pues yo había recobrado mi serenidad antes que ella. Vi que continuaba todavía muy asustada. Corrió a mi lado y gritó:

—¡Tengo un miedo terrible!

Yo, en cambio, ya no lo tenía. Sin haberme acostumbrado aún a todo aquello, la actitud pacífica de las focas había aquietado mi alarma, pero Maud estaba temblando.

—Creo que no tengo miedo —y los dientes le castañeteaban—; es mi cuerpo miserable el que teme, no yo.

—Bien, bien —dije tranquilizándola, e instintivamente mi brazo la rodeó para protegerla.

Nunca olvidaré la conciencia que tuve de mi virilidad en aquel momento. Despertaron las fuerzas primitivas de mi naturaleza; me sentí masculino, defensor del débil, en una palabra, me sentí el macho luchador. Y más que todo esto, sentíame el protector de la mujer amada. Ella se apoyó en mí levemente, con fragilidad de lirio, y cuando cesó su temblor noté en mí una fuerza nueva y prodigiosa. Me sentí digno contrincante del becerro más feroz del rebaño, y comprendí que si e: tal becerro me hubiese atacado, no hubiera titubeado en salirle al encuentro con el ánimo tranquilo y seguro de matarle.

—Ya pasó —dijo Maud, mirándome agradecida—. Sigamos.

Y al ver que mi fuerza la había tranquilizado y comunicado confianza, gocé con el triunfo. El vigor originario de la raza pareció brotar en mí, hombre supercivilizado, y viví por mi cuenta las jornadas de caza y las noches de la selva de mis olvidados y remotos antepasados. Gran parte de ello debía agradecérselo a Wolf Larsen, pensé al pasar por el sendero entre los harenes tumultuosos.

Un cuarto de milla tierra adentro sorprendimos a los holluschickie, becerros jóvenes de piel lustrosa, viviendo aparte la soledad de su celibato y reuniendo fuerzas para el día en que habrían de entrar en las filas de los recién casados.

Ahora todo resultaba fácil. Parecía como si ya supiese qué debía hacer y la forma de realizarlo. Gritando, haciendo gestos amenazadores con la maza y hasta aguijoneando a los perezosos, pronto conseguí separar de sus compañeros a unos veinte célibes. Si alguno de ellos intentaba retroceder hacia el agua, le obligaba a pasar delante de todos. Maud tomaba una parte muy activa en esta conducción, y voceando y blandiendo el remo roto me ayudaba eficazmente. Noté, sin embargo, que cuando alguno de ellos parecía cansado o se rezagaba, lo dejaba atrás. Pero advertí también que si alguno trataba de abrirse paso luchando, los ojos de Maud se encendían y centelleaban, y entonces le golpeaba fuertemente con su maza.

—¡Cómo excita eso! —exclamó deteniéndose, completamente agotadas sus fuerzas—. Me parece que voy a sentarme.

Conduje el pequeño rebaño (quedarían una docena de animales poderosos después de las deserciones que ella había permitido) un centenar de yardas más lejos, y cuando Maud volvió a reunirse conmigo, ya estaba concluyendo la matanza y empezaba a desollarlos. Una hora después regresábamos llenos de orgullo por el sendero que cruzaba los harenes, y volvimos a pasar dos veces más cargados de pieles, hasta que creí tener las suficientes para techar la cabaña. Coloqué la vela, viramos de borda para salir de la ensenada y volvimos a virar para penetrar en la nuestra.

—Parece como si regresáramos a casa —dijo Maud cuando arrimé el bote a la playa.

Sus palabras me produjeron un escalofrío; era tan deliciosa y espontánea aquella intimidad, que dije:

—Me imagino haber hecho siempre esta vida. El mundo de los libros y de los intelectuales es muy vago, más parecido al recuerdo de un sueño que a una actualidad. Indudablemente yo he cazado, saqueado y luchado desde que estoy en el mundo, y usted también parece haber formado parte de esta vida. Usted es... —estuve a punto de decir: "mi mujer, mi compañera", pero lo sustituí por "muy resistente para las penalidades". Mas su oído había advertido la interrupción; había notado una laguna en medio de la frase. Me dirigió una mirada penetrante.

—No es eso. ¿Usted estaba diciendo—..?

—Que la americana mistress Meynell vivió la vida de los salvajes completamente feliz —dije con desembarazo.

—¡Oh! —repuso ella; pero juraría que en su voz había un dejo de contrariedad.

Durante el resto del día y los subsiguientes, continuaron resonando en mi cabeza las palabras "mi mujer, mi compañera", y sin embargo, nunca sonaron con tanta fuerza como aquella noche, mientras la miraba quitar el musgo de encima del rescoldo, soplar el fuego y guisar la cena. Debió ser que despertaba la barbarie latente en mí, para que estas palabras tan estrechamente unidas con las raíces de la raza me conmovieran; pero el caso es que fue así, y las murmuré una y otra vez hasta quedarme dormido.

CAPITULO XXXI

—Esto olerá mal —dije—, pero conservará el calor y nos resguardará de la lluvia y la nieve.

Estábamos examinando la techumbre de piel de foca recién terminada.

Maud batió les manos y declaró que estaba enormemente satisfecha.

—Pero dentro está oscuro —dijo un momento después, encogiendo los hombros con un temblor involuntario.

—Pudo usted haber sugerido la idea de una ventana cuando subían las paredes —repuse—. Puesto que era para usted, debió ver la necesidad de ello.

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