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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (10 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—Por desgracia, señora mía. Por desgracia.

—He observado también —añadió ella— que posee usted una cualidad especial en un esgrimista… Eso que los expertos llaman… ¿Cómo se dice?
Sentiment du fer
. ¿No es cierto? Según parece, sólo lo poseen los tiradores de talento.

Hizo don Jaime un vago gesto afirmativo, quitándole importancia al asunto; aunque en el fondo estaba halagado por la perspicacia de la joven.

—No es sino fruto de un largo trabajo —respondió—. Esa cualidad consiste en una especie de sexto sentido, que permite prolongar hasta la punta del arma la sensibilidad táctil de los dedos que sostienen el florete… Es un instinto especial que advierte de las intenciones del adversario y permite, a veces, prever sus movimientos una pequeña fracción de tiempo antes de que se produzcan.

—También me gustaría aprender eso —dijo la joven.

—Imposible. Eso ya es sólo cuestión de práctica. No hay en ello ningún secreto; nada que pueda adquirirse con dinero. Para tenerlo, es necesaria toda una vida. Una vida como la mía.

Ella pareció recordar algo.

—Respecto a sus honorarios —dijo— quisiera saber si prefiere usted metálico o una orden de pago contra cualquier sociedad bancaria. El Banco de Italia, por ejemplo. Una vez aprendida la estocada, tengo interés en seguir tirando con usted durante algún tiempo.

El maestro protestó cortésmente. Habida cuenta de las circunstancias, suponía un placer ofrecerle sus servicios a la señora sin compensación alguna, etcétera. Así que resultaba improcedente hablar de dinero.

Ella lo miró con frialdad y puso en su conocimiento que utilizaba los servicios profesionales de un maestro de esgrima, y como tal habían de ser abonados. Después, dando por zanjado el asunto, se recogió el cabello sobre la nuca con un movimiento tan rápido como preciso, sujetándolo con el pasador.

Jaime Astarloa se puso la casaca y acompañó a su nueva cliente hasta el estudio. La doncella aguardaba en la escalera, pero Adela de Otero no parecía tener prisa en marcharse. Pidió un vaso de agua y se demoró un rato observando con descarada curiosidad los títulos de los libros alineados en los estantes.

—Daría mi mejor florete por saber quién fue su maestro de esgrima, señora de Otero.

—¿Y cuál es su mejor florete? —preguntó ella sin volver la cabeza, mientras pasaba delicadamente un dedo por el lomo de unas
Memorias
de Talleyrand.

—Una hoja milanesa, forjada por D’Arcadi.

La joven frunció los labios como valorando, divertida, la cuestión.

—La oferta es tentadora, pero la rechazo. Si una mujer quiere conservar algo de su atractivo, es preciso que se rodee de un poquito de misterio. Limitémonos a considerar que el mío era un buen maestro.

—Lo he podido observar. Y usted resultó aventajada alumna.

—Gracias.

—Es la pura verdad. De todas formas, si me permite aventurar un juicio, me atrevería a jurar que era italiano. Algunos de sus movimientos son característicos de tan honorable escuela.

Adela de Otero se llevó dulcemente un dedo a los labios.

—Hablaremos de eso otro día, maestro —dijo en voz baja, con el tono de quien comparte un secreto. Miró a su alrededor e indicó el sofá con un gesto—. ¿Puedo sentarme?

—Se lo ruego.

Se dejó caer sobre la gastada piel color tabaco con suave crujido de faldas. Jaime Astarloa permaneció en pie, sintiéndose vagamente incómodo.

—¿Dónde se inició usted en la esgrima, maestro?

El viejo profesor la miró, socarrón.

—Me encanta su desparpajo, señora mía. Se niega a ilustrarme sobre su joven vida, y acto seguido me interroga a mí… Eso no es justo.

Ella le dedicó una seductora sonrisa.

—Nunca se es lo bastante injusta con los hombres, don Jaime.

—Ésa es una respuesta cruel.

—Y sincera.

El maestro de esgrima miró pensativo a la joven.

—Doña Adela —dijo al cabo de un instante, repentinamente serio, con una sencillez tan abrumadora que situaba sus palabras muy lejos de cualquier cortés fanfarronada—. Daría cualquier cosa por enviarle una tarjeta y mis padrinos al hombre que puso en sus labios tan amarga reflexión.

Ella lo miró, divertida al principio y gratamente sorprendida después, cuando pareció comprender que su interlocutor no bromeaba. Estuvo a punto de decir algo y se detuvo con los labios entreabiertos, complacida, como saboreando lo que acababa de escuchar.

—Ése es —dijo al cabo de un momento— el más galante requiebro que he oído en mi vida.

Jaime Astarloa se apoyó en el respaldo de un sillón. Tenía fruncido el ceño y reflexionaba, algo azorado. Lo cierto es que no había sido su intención parecer galante, limitándose a comentar en voz alta un sentimiento. Ahora temía haberse expresado de forma ridícula. A sus años.

Ella se dio cuenta del embarazo y, acudiendo en su ayuda, volvió con naturalidad al tema inicial de la conversación.

—Iba usted a contarme cómo se inició en la esgrima, maestro.

Sonrió don Jaime, agradecido, mientras imitaba con resignación el gesto de bajar la guardia.

—Cuando estaba en el Ejército.

Ella lo miró con renovado interés.

—¿Fue usted militar?

—Sí. Durante un breve período de mi vida.

—Debió de lucir una apuesta figura con uniforme. Todavía la tiene.

—Señora, le ruego que no tienda lazos a mi vanidad. Los viejos somos muy sensibles a ese tipo de cosas, especialmente cuando provienen de una linda joven, cuyo esposo, sin duda…

Dejó las palabras en el aire y permaneció al acecho, sin resultado. Adela de Otero se limitó a mirarlo como si aguardase a que concluyera la frase. Al cabo de un momento sacó un abanico del bolso y lo sostuvo entre los dedos, sin abrirlo. Cuando habló, la expresión de sus ojos se había endurecido.

—¿Le parezco una linda joven?

El maestro de armas titubeó, confuso.

—Claro que sí —dijo después de un instante, con la mayor sencillez de que fue capaz.

—¿Es así como me definiría ante sus amigos, en el casino? ¿Una linda joven?

Se enderezó Jaime Astarloa como si hubiera recibido un insulto.

—Señora de Otero: creo mi deber comunicarle que ni frecuento el casino, ni tengo amigos. Y considero oportuno añadir que, en el improbable caso de que se diesen ambas circunstancias, jamás cometería la bajeza de pronunciar allí el nombre de una dama.

Ella lo miró largamente, como si calculase la sinceridad de sus palabras.

—De todas formas —añadió don Jaime— hace un momento usted ha calificado de
apuesta
mi figura, y no me ofendí. Tampoco le pregunté si me definiría así entre sus amigas, a la hora del té.

La joven rio de buena gana, y Jaime Astarloa terminó por hacer lo mismo. El abanico se deslizó hasta la alfombra, y se apresuró a recogerlo el maestro de esgrima. Lo devolvió, todavía con una rodilla en el suelo, y en aquel momento sus rostros quedaron a sólo unas pulgadas de distancia uno del otro.

—Ni tengo amigas ni tomo el té —dijo ella, y don Jaime contempló a placer los ojos violeta, que nunca antes había visto tan de cerca—. ¿Tuvo usted amigos alguna vez? Quiero decir amigos de verdad, gente en cuyas manos hubiera confiado su vida…

Se incorporó despacio. Responder a aquella pregunta no exigía ningún esfuerzo de la memoria.

—Una vez; pero no se trataba exactamente de amistad. Tuve el honor de pasar varios años junto al maestro Lucien de Montespan. Él me enseñó cuanto sé.

Adela de Otero repitió el nombre en voz baja; era evidente que le resultaba desconocido. Sonrió Jaime Astarloa.

—Por supuesto, usted es demasiado joven… —miró un momento al vacío y luego a ella—. Era el mejor. Nadie, en su tiempo, logró superarlo —meditó un momento su propia afirmación—. Absolutamente nadie.

—¿Ejerció usted en Francia?

—Sí. Once años como maestro de armas. Regresé a España mediado el siglo, en mil ochocientos cincuenta.

Los ojos de color violeta lo miraron con fijeza, como si su propietaria experimentase cierta mórbida satisfacción sacando a la luz las nostalgias del viejo maestro de esgrima.

—Tal vez añoraba su país. Sé lo que es eso.

Jaime Astarloa tardó en responder. Se daba perfecta cuenta de que aquella joven lo estaba forzando a hablar de sí mismo, hábito al que no se inclinaba demasiado su naturaleza. Sin embargo, de Adela de Otero emanaba una extraña atracción que lo invitaba, dulce y peligrosamente, a confiarse cada vez más.

—Algo de ello hubo, sí —dijo al fin, rindiéndose a la magia de su interlocutora—. Pero en realidad se trataba de algo más… complejo. En cierto modo podría definirse como una fuga.

—¿Fuga? No parece usted de los que huyen.

Sonrió inquieto don Jaime. Sentía aflorar tibiamente los recuerdos, y eso era más de lo que deseaba concederle a Adela de Otero.

—Hablaba en sentido figurado —pareció recapacitar—. Bueno, quizás no tanto. Después de todo, es posible que se tratase de una fuga en regla.

Ella se mordió el labio inferior, interesada.

—Tiene que contarme eso, maestro.

—Quizá más adelante, señora mía. Es posible que más adelante… En realidad, no es una historia que me haga feliz rememorar —se detuvo, como si acabase de recordar algo—. Y se equivoca usted cuando dice que no parezco de los que huyen; todos huimos alguna vez. Incluso yo.

Adela de Otero se quedó pensativa, con los labios entreabiertos, observando a don Jaime de forma que parecía tomarle medida. Después cruzó las manos sobre el regazo y lo miró con simpatía.

—Tal vez me la cuente algún día. Me refiero a su historia —hizo una pausa para observar el visible embarazo del maestro de esgrima—. No comprendo cómo alguien de su fama… No es mi intención ofenderlo… Tengo entendido que conoció tiempos mejores.

Jaime Astarloa se irguió con altivez. Quizá, como la joven acababa de decir, no había tenido intención de ofenderlo. Pero se sentía ofendido.

—Nuestro arte cae en desuso, señora —respondió, picado su amor propio—. Los lances de honor con arma blanca se hacen raros, pues la pistola es de más fácil manejo y no requiere una disciplina tan rigurosa. Por otra parte, la esgrima se ha convertido en un pasatiempo frívolo —saboreó con desprecio sus propias palabras—. Ahora la llaman
sport
… ¡Cómo si se tratase de hacer gimnasia en camiseta!

Ella abrió el abanico cuyo país, decorado a mano, punteaban las manchas blancas de estilizados almendros en flor.

—Usted, por supuesto, se niega a considerar de ese modo la cuestión…

—Por supuesto. Enseño un arte, y lo hago tal y como lo aprendí: con seriedad y respeto. Yo soy un clásico.

La joven hizo chasquear las varillas de nácar y movió la cabeza con aire ausente. Tal vez por su mente desfilaban imágenes que sólo ella podía ver, e interpretar.

—Usted nació tarde, don Jaime —dijo al fin, con voz neutra—… O no murió en el momento oportuno.

La miró, sin ocultar su sorpresa.

—Es curioso que diga eso.

—¿EI qué?

—Lo de morir en el momento oportuno —el maestro de esgrima hizo un gesto evasivo, como si se disculpara por seguir vivo. El giro de la conversación parecía divertirle, pero era evidente que no bromeaba—. En este siglo y a partir de cierta edad, morir como es debido se hace cada vez más difícil.

—Me encantaría saber a qué llama usted, maestro, morir como es debido.

—No creo que lo entendiese.

—¿Está seguro?

—No, no lo estoy. Puede que lo entendiese, pero me da lo mismo. No se trata de cosas que puedan contarse a…

—¿A una mujer?

—A una mujer.

Adela de Otero cerró el abanico y lo levantó despacio, hasta rozarse con él la cicatriz de la boca.

—Usted debe de ser un hombre muy solo, don Jaime.

El maestro de armas miró con fijeza a la joven. Ya no había diversión en sus ojos grises; el brillo se había vuelto opaco.

—Lo soy —su voz sonó cansada—. Pero no hago a nadie responsable. En realidad se trata de una especie de fascinación; un estado de gracia egoísta, íntimo, que sólo se obtiene montando guardia en los viejos caminos olvidados por los que nadie transita… ¿Le parezco un viejo absurdo?

Ella negó con la cabeza. Sus ojos eran ahora dulces.

—No. Simplemente estoy aterrada ante su falta de sentido práctico.

Jaime Astarloa hizo una mueca.

—Una de las muchas virtudes que me precio de no poseer, señora, es el sentido práctico de la vida. Sin duda ya se habrá dado cuenta… Mas no tengo la pretensión de hacerle creer que haya en ello un móvil moral. Limitémonos, se lo ruego, a considerar el asunto como una cuestión de pura estética.

—De la estética no se come, maestro —murmuró ella con gesto burlón, como si la inspirasen pensamientos que se guardaba de expresar en voz alta—. Le aseguro que de eso entiendo bastante.

Don Jaime se miró la punta de los escarpines sonriendo con timidez; su expresión era la de un muchacho que confesara un desliz.

—Si usted, por desgracia, entiende bastante de ello, crea que lo lamento —dijo en voz baja—. En lo que a mí respecta, déjeme decirle que, al menos, eso me permite mirarme francamente a la cara cuando me afeito ante el espejo cada mañana. Y eso, señora mía, es más de lo que pueden afirmar muchos de los hombres que conozco.

Empezaban a encenderse las primeras farolas, iluminando a trechos las calles con su luz de gas. Provistos de largas pértigas, los empleados municipales realizaban la tarea sin apresurarse demasiado, haciendo de vez en cuando alto en una taberna para saciar la sed. Todavía quedaba hacia el palacio de Oriente un rastro de claridad, sobre la que se recortaba la silueta de los tejados próximos al Teatro Real. Las ventanas, abiertas a la tibia brisa del crepúsculo, se iluminaban con la luz oscilante de los quinqués de petróleo.

Jaime Astarloa murmuró un «buenas noches» al pasar junto a un grupo de vecinos que charlaban en la esquina de la calle Bordadores, sentados a la fresca sobre sillas de enea. Por la mañana había tenido lugar en las cercanías de la Plaza Mayor una algarada de estudiantes; poca cosa, a decir de sus contertulios del café Progreso, que le habían informado del incidente. Según don Lucas, un grupo de alborotadores que gritaba «Prim, Libertad, abajo los Borbones» había sido disuelto de forma contundente por las fuerzas del orden. Por supuesto, la versión de Agapito Cárceles difería mucho de la proporcionada —inflexión desdeñosa y suspiro libertario— por el señor Rioseco, acostumbrado a buscar alborotadores donde sólo había patriotas sedientos de justicia. Las fuerzas represivas, único sostén en que se apoyaba la vacilante monarquía de la
Señora
—retintín y mueca maliciosa— y su nefasta camarilla, habían, una vez más, aplastado a golpes y sablazos la sagrada causa, etcétera. El caso es que, según pudo comprobar don Jaime, alguna pareja de guardias civiles a caballo rondaba todavía por las proximidades, sombras de mal agüero bajo los acharolados tricornios.

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