El mal (55 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
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Marcel continuó conduciendo, comprobando de vez en cuando que la persecución no se había interrumpido. Reflexionaba ante aquel brusco giro en las circunstancias. ¿Le podría dar la vuelta, y convertir ese inesperado peligro en una ventaja?

Su mente empezó a idear un plan prometedor.

Tal vez podía aprovechar la coyuntura para devolver la confianza a Marguerite. La llamó por el móvil, manteniendo la velocidad para que su perseguidor no sospechase que había descubierto la maniobra. Ahora resultaba esencial que el espía no lo perdiese en medio del tráfico de París, pero que al mismo tiempo mantuviera la sibilina persecución. Se trataba de cazar al cazador, de invertir la trampa.

Marcel explicó a grandes rasgos la situación a Marguerite, le describió el coche que le seguía —no pudo precisar la matrícula, pues en ningún momento había quedado ante su vista— y le concretó la ruta que iba a recorrer y su destino, una pequeña granja en las afueras donde acababa de decidir que podrían enfrentarse a aquel misterioso enemigo con garantías y sin poner en peligro a terceros.

El forense casi pudo escuchar cómo la detective amartillaba su pistola al recibir aquella información. Él sintió bajo la axila el tranquilizador bulto de su propia cartuchera, y comenzó a prepararse.

* * *

Bertrand Lagarde leía envuelto en unas mantas junto a una antigua chimenea de mármol, aprovechando el resplandor de una vela. Se apartaba con una mano las rastas rubias que le caían sobre los ojos. A sus veinticinco años, llevaba dos unido a un grupo antisistema de tendencia
hippy
—su atuendo de pantalones raídos a rayas, aquel poncho de lana gruesa y el palestino al cuello no engañaban—, en el que además de manifestarse contra la globalización y el capitalismo cada vez que se presentaba una ocasión, había asumido un estilo de vida comunal que le satisfacía. Con pequeños trabajillos iban sobreviviendo, todo lo compartían y en las últimas semanas estaba aprendiendo a elaborar pequeñas obras de artesanía que luego vendían en ferias ambulantes.

Ahora buscaban una casa vacía para quedarse en ella como okupas, pues su refugio actual se había quedado pequeño. En París había bastantes edificios viejos y vacíos en el centro, y él acababa de descubrir aquel en el que se encontraba, muy prometedor y bien situado. Se trataba de una construcción muy antigua de cuatro plantas que, como era habitual en aquella ciudad, tras una fachada en un razonable estado de conservación, ocultaba pisos que se caían a pedazos. Aunque, por fortuna, la casa no ofrecía un estado lo suficientemente ruinoso como para resultar insegura. Al menos, no todavía.

Serviría para pasar los próximos meses.

En realidad, aquel edificio contaba en el exterior con un enmarañado andamiaje y verjas oxidadas, como si se hubiera interrumpido su rehabilitación bastantes años atrás para no reanudarse. Todavía mejor.

No obstante, Bertrand había decidido quedarse a pasar la noche en el último momento, para comprobar que, en efecto, se trataba de una construcción olvidada que podían aprovechar. Por la mañana, si todo iba bien, avisaría al resto de la comunidad para empezar la mudanza.

El sonido chirriante de una puerta coincidió con el del suave aleteo que produjo el chico al pasar una nueva página de su libro. En realidad, en una casa como aquella había multitud de ruidos, pero lo que llamó la atención de Bertrand fue lo prolongado del que acababa dé escuchar. No parecía el típico crujido de materiales.

Bertrand apagó su vela, no quería que lo descubrieran. No podía sospechar que aquella iniciativa, más que ayudarle, facilitaba la labor de quien llegaba en esos momentos.

El
chico
se encontraba en el segundo piso, así que solo podía dedicarse a ubicar en la planta inferior lo que escuchaba, sin mayor detalle. Se limitó, por tanto, a aguardar, buscando con la mirada posibles escondites que utilizar si llegaba el caso de tener que hacerlo.

¿Quién podía estar por allí a aquellas horas? Dudaba mucho que fuera el propietario —lo que habría descartado de forma automática el edificio para el inminente aterrizaje okupa—, así que dedujo que, al igual que había hecho él, tal vez algún vagabundo buscaba en aquel momento un lugar protegido donde dormir. Eso o algún yonqui que solo necesitaba un poco de intimidad para pincharse, o incluso chavales que se habían montado aquella aventura. ¿Quién no se había metido en una casa abandonada alguna vez?

El silencio que se mantenía en el edificio le hizo descartar la última de las opciones. Los chavales eran por naturaleza ruidosos, ya se habrían delatado con risas o gritos. Y estos no se habían producido.

¿Entonces? Las otras dos alternativas se ofrecían ahora más probables, pues además ambas conducían a la elección de la planta calle por parte del recién llegado. Bertrand lo agradeció: no tenía ganas de compañías desconocidas y allí había sitio para todos sin necesidad de ningún contacto.

Ya empezaba a relajarse cuando un crujido en las tablas del suelo lo alcanzó desde la inquietante altura en la que él se encontraba: el segundo piso.

Alguien había subido. Alguien que no permanecía quieto, y que se iba aproximando a él de una forma sorprendentemente silenciosa. «Tal vez se trata de algo casual», procuró animarse el chico. Quien se acercaba podía pretender tan solo recorrer por completo la casa, curiosear e irse. Pero ¿y si quien subía era una persona hostil, quizá un borracho de talante agresivo o un delincuente con malas intenciones? Bertrand, cayendo en la cuenta por primera vez de que su situación podía volverse peligrosa, decidió que había llegado el momento de buscar un escondite. Tomó la determinación de llegar hasta la última planta; a lo mejor aquel individuo que se estaba moviendo por la casa se cansaba de seguir subiendo escaleras y así evitaba el encuentro.

Bertrand inició con cautela sus pasos, guiándose por el resplandor mortecino que llegaba desde el cristal empañado de suciedad de la ventana más próxima. Dio la espalda a aquel turbio foco de luz y se fue adentrando hacia las profundidades del edificio, sin percatarse una vez más de que cada una de aquellas zancadas que lo conducían a las entrañas de la construcción lo iba sumergiendo en un trágico desenlace.

* * *

Marcel atravesaba ya la periferia de la ciudad y, por el momento, el acoso persistía. Quien conducía el Renault Megane, metros más atrás, sabía bien lo que hacía; en ningún momento se dejaba ver con claridad, siempre oculto tras varios vehículos, sin efectuar maniobras raras y respetando una distancia prudencial que, sin embargo, le permitía mantener en márgenes razonables el riesgo de perder a su presa.

Lo que el Guardián ignoraba eran las intenciones concretas de aquel espía. ¿Qué pretendía: solo obtener información, o algo más amenazador?

Marcel procuraba escoger carreteras con tráfico para que resultara creíble que continuara sin percatarse de que era acechado. El perseguidor no debía escapar, y además tenían que capturarlo con vida si aspiraban a que aquella trampa sirviera de algo. Recordó el suicidio que había provocado la detective aquella misma noche gracias a su celo policial. Si su perseguidor pertenecía al mismo grupo criminal, había que evitar que lograra envenenarse si conseguían capturarlo.

Marguerite acababa de llamar al forense por el móvil. Aunque el médico no la había llegado a ver, por lo visto ella los había adelantado —había reconocido el coche gris metalizado y tomado nota de su matrícula— y ahora se alejaba rumbo al lugar de la cita para no levantar sospechas que pudiesen estropear la emboscada. No podían permitirse el lujo de que el espía reconociese el vehículo de la detective y abortara sus planes.

Al cabo de unos minutos, Marcel llegó al desvío que le obligaba a abandonar la carretera principal para incorporarse a una secundaria que atravesaba un viejo pueblo absorbido por la onda expansiva de París, una aldea de antiguas casas unifamiliares, cobertizos y granjas en desuso. Allí se encontraba el lugar al que se dirigían.

Para avisar con sutileza a quien le seguía, puso el intermitente con bastante antelación y se apresuró a reducir la velocidad. Varios coches le adelantaron, y por un instante quedó tras él el Mégane gris. Sus ojos rastrearon entonces detalles a través del espejo retrovisor, siempre con la máxima discreción. Gracias a los focos que alumbraban cada cierta distancia la carretera, no se vio deslumbrado por los faros del otro coche. Pudo comprobar así que en el interior de aquel vehículo que le iba pisando los talones solo iba el conductor, cuya silueta parecía masculina.

Marcel giró por fin hacia el pueblo, tomó el desvío y enfiló hacia el lugar que le interesaba. Tal como preveía, el otro coche no hizo lo mismo —hubiera sido demasiado descarado—, sino que siguió a poca velocidad por la carretera principal.

Laville sabía que, a la primera oportunidad, aquel coche abandonaría también esa vía y retrocedería hasta allí, lo que le concedía un margen de unos cinco a diez minutos.

Aparcó el coche en un lugar bien visible, junto a la puerta de la granja elegida. Le interesaba que no hubiera dudas sobre dónde se encontraba, ya que el resto de edificios sí estaban habitados y no quería provocar daños colaterales en el vecindario. Comprobó su arma, quitó el seguro y se dispuso a entrar. Marguerite debía de estar ya por los alrededores, pero se las había ingeniado para ocultar su vehículo, que podría estar fichado por el perseguidor. Un error en el último instante podía comprometer toda la operación.

El forense accedió a la granja, un espacio abierto no muy amplio que albergaba tres edificaciones en franco deterioro: un granero de techo hundido, una casa vacía y un pequeño establo que no había perdido un inconfundible olor a heno. Escogió la vivienda para aguardar —allí tendería a buscarlo su perseguidor— y se apostó en su interior eligiendo una posición junto a una ventana que le ofreciera una buena perspectiva de la entrada a la propiedad. Sacó su arma.

Marcel no creyó que la apariencia abandonada del lugar despertara las suspicacias del espía. A fin de cuentas, debían de sospechar que estaba metido en algo oscuro, clandestino, así que cuadraba que utilizara instalaciones que no llamaran la atención y estuviesen alejadas de los núcleos importantes de población. Es más; posiblemente, aquel insospechado emplazamiento les haría concebir esperanzas sobre un hallazgo importante.

Consultó la pantalla de su móvil mientras lo dejaba en silencio. Seguía sin tener noticias de Marguerite. Todo continuaba según lo previsto.

Se dedicó a esperar. La luz de la luna iluminaba el exterior, ausente de luces. El panorama silencioso y algo tenso que quedaba ante sus ojos le recordó los escenarios de las películas del oeste elegidos para decorar inminentes escenas de enfrentamientos. El sheriff que se aproxima por las calles desiertas del pueblo. El adversario que aguarda. Y las presencias intuidas tras las cortinas, refugiadas por si se escapa alguna bala.

Allí nada se movía. Ladridos cercanos, aleteos repentinos de murciélagos.

Por fin, un resplandor blanquecino precedió al murmullo de un motor aproximándose, que enseguida se apagó junto con la luz. Alguien acababa de aparcar muy cerca. Comenzaba el juego.

Nuevos minutos de tranquilidad aparente. Marcel, notando sudada la mano que empuñaba su pistola, pudo adivinar el curso de los acontecimientos: el tipo no entraría en la granja sin efectuar antes un recorrido visual general; debía reconocer el terreno antes de arriesgarse.

Verger solo contrataba a profesionales, y eso que hasta el momento eso no le había servido de mucho.

Marcel reflexionaba, calculador. Aunque la pretensión del espía fuese solo obtener información de nuevos emplazamientos donde podía estar escondido Pascal Rivas, Marcel dudaba que el individuo se fuese a detener en ese punto sin saber lo que se ocultaba en aquella granja abandonada. Además, los sicarios solían trabajar solos y cobraban en función de su eficacia. Si intuía que podía capturar al chico esa misma noche, no esperaría.

En caso de que, al contrario de lo que pensaba, el espía decidiese largarse tras echar un vistazo para volver más preparado, Marcel confió en que Marguerite estuviera pendiente para cortarle la retirada.

Seguro que así ocurriría. Betancourt era buena en lo suyo, muy buena.

El forense sonrió. Aquel sí era el campo de juego de la detective. Ella no podría quejarse esta vez del espectáculo que le estaba poniendo en bandeja... Estaba siendo una noche plena: cada uno obtenía su ración.

Al cabo de unos minutos, una silueta de movimientos furtivos se recortó contra la puerta de entrada a la granja, interrumpiendo las cavilaciones del forense. Marcel se apartó un poco del hueco de la ventana sin perder de vista al recién llegado.

Acércate, chico, adelante, no te cortes... Estás en tu casa
.

El desconocido —Marcel no pudo precisar qué llevaba en una mano, pero dio por hecho que se trataba de un arma— pareció pensárselo un poco más antes de echar a andar hacia los edificios, lo que hizo a través de breves carreras que no provocaban ni un ruido, amparándose en las sombras. El resplandor de la luna traicionaba su avance meticuloso.

El individuo se introdujo primero en el granero, del que salió poco después para orientar sus pasos hacia el establo.

«Está comprobando los espacios más pequeños», se dijo Marcel, «antes de dirigirse hacia aquí». Se preparó para el inminente encuentro. Percibía la corriente de aire gélido que se colaba por la ventana, una sensación que fue anulada por otro impacto mucho mayor.

Acababa de notar un contacto frío en la nuca. A pesar de que no podía distinguir la sección circular de la pieza que acababa de apoyarse en su piel, supo que se trataba del cañón de una pistola. Joder.

El Renault Megane no era el único coche que lo había seguido. No se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad.

«Sicarios actuando en equipo», acertó a deducir todavía, en medio de su estupor. «Pues sí que deben de estar apurados».

Supo que aquel tipo moviéndose entre la penumbra del exterior había constituido una simple maniobra para distraerle mientras, a su espalda, alguien se introducía en la casa.

Profesionales.

Aunque ahora el mayor apuro era el suyo. ¿Dónde estaría Marguerite? ¿La habrían capturado también?

* * *

Bertrand, conteniendo la respiración, se detuvo dispuesto a subir la escalera. Pretendía localizar el avance de aquella persona que parecía seguirle los pasos, lo necesitaba antes de perderse por la planta superior.

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