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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (46 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—¿Pretendes que creamos entonces que se trata de una auténtica invasión marciana? —inquirió con frialdad.

Murray lanzó un bufido de consternación.

—No tengo ni idea de qué debemos creer, George… ¡Todo esto es una absoluta locura! —exclamó el millonario, e impulsado por la agitación que lo dominaba, intentó caminar nerviosamente en círculos, cosa que la angostura del cuartito no le permitió—. ¡Esto no puede estar pasando!

—Pues
está pasando
, Gilliam. La invasión que describí en mi novela está sucediendo en la realidad, tal y como tú pretendías que ocurriera. Te recuerdo que hay una carta firmada por ti en la que incluso me pides ayuda para llevarla a cabo —respondió Wells sin la menor clemencia.

—Pero ¿acaso escribí en esa carta que tenía intención de matar a cientos de personas? —se desesperó el millonario—. ¡Claro que no, George! ¡Lo único que quería era construir un cilindro del que surgiera ese maldito pulpo evolucionado tuyo y conseguir un par de titulares para obtener el amor de la mujer más hermosa del mundo…! ¡Debes creerme, George! ¡Jamás haría nada que pudiera hacerle daño a Emma! ¡Jamás! —Murray acompañó sus palabras con un tremendo golpe a una de las cajas que astilló la madera por varios sitios. Wells reconsideró si provocarlo era la mejor opción en aquel momento. Afortunadamente, aquel desahogo pareció calmar al millonario, que apoyó ambas manos en la maltrecha caja, enterró la cabeza entre sus enormes hombros y susurró—: La amo, George, la amo más que a mí mismo…

Wells se removió incómodo, al menos todo lo que le permitió la angostura de ataúd del cuartucho. Todo aquello se le antojaba tan impúdico como innecesario. No podía creer que aquello estuviera sucediendo realmente, que se encontrara encerrado con Murray en aquel cuartito, oyéndole hablar del amor en aquellos términos tan pueriles, mientras en el exterior alguien o algo se dedicaba a masacrar inocentes siguiendo las instrucciones de su novela. Y entonces, contemplando con cierto embarazo al millonario, que gimoteaba enredado en aquella ridícula oda al amor, Wells comprendió que no podía seguir resistiéndose a aceptar lo obvio: Murray no tenía nada que ver con la invasión, por mucho que el rencor que sentía hacia él le moviera a culparlo de todo aquello. El hecho de que el cilindro hubiera disparado alegremente contra varios testigos, y en particular contra la muchacha a la que pretendía conquistar, representaba una prueba casi irrebatible para exculparlo. Y para su sorpresa, al pensar eso, sintió cómo lo inundaba una repentina oleada de piedad, un sentimiento que jamás habría creído posible sentir por el hombre al que se había dedicado a odiar con aplicación durante los últimos años. ¡Piedad! ¡Sí, piedad por Gilliam Murray! Porque el hombretón que tenía a su lado, luchando por no abandonarse al llanto, no solo debía defenderse de una falsa acusación, sino que en algún momento tendría que reconocer ante su amada que había fracasado, que no era digno de su amor. Y no solo eso, pues tal y como se estaba desarrollando todo, el millonario parecía condenado a padecer en compañía de la muchacha una de esas situaciones angustiosas en la que uno, lo quiera o no, acaba descubriéndose como un héroe o como un cobarde. Y eso debía de resultarle de lo más incómodo y desagradable, sobre todo teniendo en cuenta que sin duda para Emma él debía de ser el único culpable de que se encontrara huyendo para salvar su vida. Huyendo lejos de su país para salvar su vida, junto a un listillo con una mano mecánica y un escritor de novelas de evasión, que casualmente era el autor de
La guerra de los mundos
.

Sí, era lógico sentir piedad por Murray. Pero también por la muchacha, se dijo. Incluso por él mismo. Por la absurda y angustiosa situación en la que se hallaba envuelto sin quererlo. Pero sobre todo por no ser capaz de sentir por Jane más que una convencional e higiénica preocupación, muy alejada de la desesperación que parecía enloquecer a Murray, desbaratándolo por dentro.

Jane, su Jane. ¿Estaría en peligro? No lo sabía, pero de momento prefería imaginarla sana y salva en Londres, en casa de los Garfield, quienes seguramente, en el caso de que la noticia de lo sucedido en Horsell hubiera llegado a la metrópoli, en aquellos instantes estarían animándola, diciéndole que él estaría bien.

Lanzó un suspiro. Debía evitar pensar en todo aquello para no atormentarse. No era el momento de abandonarse a tales incertidumbres. Su vida corría peligro, y debía concentrar sus energías en intentar averiguar qué demonios estaba sucediendo, y especialmente en buscar el modo de mantenerse con vida el mayor tiempo posible, al menos hasta que quedara claro que la humanidad entera iba a perecer, y sobrevivir fuera lo peor que pudiera pasarle.

—De acuerdo, Gilliam —dijo con una forzada suavidad—. Admitamos que no tienes nada que ver con la invasión. ¿Quién podría estar detrás de ella, entonces? ¿Alemania?

El millonario lo miró con sorpresa.

—¿Alemania? Podría ser… —reaccionó al fin, intentando serenarse y darle a su voz un tono de entereza—. Pero me cuesta creer que algún país disponga de una tecnología tan sofisticada como para haber inventado el mortífero rayo que casi nos mata.

—¿Eso crees? No veo por qué algo así no podría haberse llevado con discreción… —dudó Wells.

—Es posible… —dijo el millonario, que parecía haber recuperado cierto aplomo—. De lo que no hay duda, George, es de que los responsables del ataque están copiando tu novela.

Sí, de eso no cabía duda, se dijo el escritor. La ubicación de los cilindros, su aspecto, el rayo calórico… Todo estaba sucediendo más o menos como él lo había escrito. Según el libro, el siguiente paso era la construcción de las máquinas voladoras con forma de manta raya que sobrevolarían la región en dirección a Londres, dispuestas a arrasarla. Tal vez en aquel mismo instante, en los desolados pastos de Horsell, sembrados de cadáveres carbonizados y árboles humeantes, estuviese sonando para nadie el infatigable martilleo que producía su fabricación. Pero de momento, concluyó, era imposible saber quiénes eran los responsables de todo aquello. Y dado que ningún marciano había asomado aún su gelatinosa cabeza desde el interior del cilindro, lo único que podían afirmar era que se estaban enfrentando a unas máquinas letales que podían estar manejadas por cualquiera, o quizá incluso por nadie, se dijo de repente, preguntándose si sería posible activar aquel cacharro desde la distancia, mediante algún tipo de señal o algo parecido. Cualquier cosa podía ser.

Wells se sorprendió entonces de la falta de miedo que sentía, aunque sospechaba que aquel alarde de sangre fría se debía a que aún no tenía claro qué debían temer exactamente. Habría que ver si cuando los atacantes hicieran su segundo movimiento sobre el tablero y todo aquello cobrara un sentido, seguía manteniendo aquella calma. Solo entonces se sabría si lo que llevaba dentro era un héroe o un cobarde.

En ese momento, oyeron un ruidoso alboroto proveniente del exterior, y ambos alzaron la cabeza hacia la ventanita del almacén en actitud de alerta, intentando deducir las causas del ajetreo, pero no pudieron oír con claridad ninguna de las voces. La única conclusión que sacaron fue que en la estación, hasta entonces envuelta en una calma sobrecogedora, reinaba ahora cierta agitación. La gente parecía correr de aquí para allá, y aunque no podía decirse que sus gritos fueran de pánico, resultaba evidente que algo extraño estaba sucediendo allá fuera. Wells y Murray se contemplaron con gravedad, pero ninguno se atrevió a arriesgar un diagnóstico de la situación en los andenes. Durante los minutos siguientes, el tumulto pareció crecer: se oían puertas que se cerraban con estrépito aquí y allá, objetos que caían al suelo, bultos que eran arrastrados, y de vez en cuando alguien ladraba una orden ininteligible o lanzaba una maldición desesperada. Wells y Murray estaban empezando a ponerse nerviosos cuando la puerta de su improvisada celda se abrió, permitiendo la entrada al agente Clayton y a la señorita Harlow, cuya agitación no hacía presagiar nada bueno.

—Me alegra encontrarles enteros, caballeros. —El agente les sonrió con sorna, cerrando apresuradamente la puerta a sus espaldas, como si el bullicio del exterior fuese algo de lo que avergonzarse—. Bien, les traigo una noticia buena y otra mala.

Los dos hombres le miraron expectantes.

—La buena es que quienes están haciendo esto no admiran tanto su novela como pensábamos, señor Wells —reveló Clayton, estudiando al escritor con una curiosidad exagerada—. Al parecer, los marcianos no han construido máquinas voladoras con forma de manta raya para atacarnos desde el aire. Recuerdo que en su novela usted explicaba que volaban gracias a unos rayos de corriente magnética que incidían sobre el suelo…

—Sí, sí, continúe —pidió Wells.

—Bien, de cualquier forma era un sistema muy ingenioso, realmente ingenioso —dijo el agente como para sí, antes de volver a dirigirse a ellos con brusquedad—. Pero parece que de momento se trata de algo inviable, pues los supuestos marcianos se están desplazando a pie.

—¿A pie? —se sorprendió el escritor.

—Así es. Según mis informadores, a esas malditas cosas les han brotado patas… Sí, largas y finas patas de ave zancuda que miden alrededor de veinte metros de altura… Y mientras avanzan, aplastando pinos, establos y todo lo que encuentran a su paso, no dejan de disparar sus mortales rayos sobre la despavorida multitud. —El agente hablaba realizando molestas pausas que mantenían a todos en vilo, y Wells comprendió que al tiempo que les informaba, él mismo estaba tratando de asimilar lo que estaba diciendo—. Quizá las semejanzas entre el comienzo de su novela y el comienzo de la invasión puedan entonces atribuirse a la casualidad, no lo sé… —Hizo otra pausa repentina. Sus labios se tensaban y destensaban como marcando el compás de sus pensamientos, y entonces volvió a hablar precipitadamente—: El caso es que ahora mismo todo se está desarrollando de forma diferente a lo que usted escribió, señor Wells, y eso arroja algunas dudas sobre su implicación en los hechos.

—Me alegra saberlo, agente Clayton —respondió Wells con sequedad.

—Y lo mismo sucede con usted, señor Murray —prosiguió el agente, dirigiéndose ahora al millonario—. Como acabo de contarles, nos encontramos ante una invasión en toda regla. Hay trípodes por todas partes, e imagino que algo así excede su presupuesto, por mucho dinero que tenga, y por mucho que la señorita Harlow merezca que haga usted cualquier cosa para conquistarla… —Dedicó una sonrisa a Emma—. De todas maneras, me temo que han de seguir bajo arresto, pues lo que yo piense es irrelevante, al menos de momento. Mis superiores prefieren explorar todas las posibilidades, y ellos son quienes dan las órdenes. Yo, lo único que puedo…

—¿Cuál es la mala noticia, entonces? —preguntó Murray, al que le traía sin cuidado el soliloquio exculpatorio de Clayton.

El agente le observó algo confundido.

—¿La mala noticia? ¡Ah, sí! La mala noticia es que el trípode de Horsell viene hacia aquí, destruyéndolo todo a su paso —dijo.

Wells y Murray cruzaron una mirada de aprensión.

—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió el millonario.

El agente Clayton alzó las manos con brusquedad, pidiéndole calma, y luego apretó los labios, entrecerró los ojos e incluso pareció encorvarse un poco hacia delante. Aquel exagerado y casi teatral ademán meditabundo hizo preguntarse a Wells si el joven se hallaba en aquel instante estudiando el abanico de posibilidades que la pregunta de Murray había desplegado en su mente o si simplemente le apretaban los zapatos. Entonces, el agente alzó la cabeza con violencia, como si la sacara de debajo del agua, y dijo:

—Bien. Nos dirigiremos a Londres, hacia la sede de Scotland Yard. Sí, eso es lo que haremos… Y no solo porque es allí donde debo interrogarles, sino porque, tal y como se va a desarrollar todo, en unas horas Londres será probablemente el lugar más seguro de Inglaterra. Mis superiores me han comunicado que el ejército está acordonando la metrópoli, preparándose para repeler a los invasores. Tenemos que entrar en Londres antes de que cierren el cerco. Quedarse fuera del perímetro sería lo más peligroso que podríamos hacer en estos momentos, ya que varios batallones se dirigen al encuentro de los cilindros, y si nos quedamos aquí, no tardaríamos en hallarnos en el fuego cruzado.

—Suena sensato —opinó Wells, acordándose repentinamente de Jane.

—¿Sensato? —se escandalizó Murray—. ¿Dirigirnos al lugar que pretenden arrasar los marcianos te parece sensato, George?

—Pues sí, Gilliam —respondió el escritor—. Si tomamos la dirección opuesta a Londres lo más seguro es que…

—No les estaba invitando a debatir el plan, caballeros —les interrumpió Clayton—. Me limitaba a informarles de lo que haremos, les guste o no.

—Pues no me gusta, agente —protestó Murray—. Y ni yo ni la señorita Harlow vamos a…

Le interrumpió un fuerte estruendo en la distancia, que hizo temblar el diminuto almacén.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Murray, sobrecogido.

—Es el rayo calórico… —respondió Wells, sombrío—, y ha sonado muy cerca.

—¡Dios mío! —exclamó la muchacha, agitándose nerviosa.

—Tranquilícense todos —pidió Clayton—. Como ya le he dicho a la señorita Harlow, están en las mejores manos que podrían encontrarse. Soy el agente Cornelius Lewis Clayton, de la División Especial de Scotland Yard, y estoy entrenado para este tipo de situaciones.

—¿Para una invasión marciana? —balbució la muchacha.

—Aunque le cueste creerlo, sí —respondió Clayton casi sin mirarla—. Que nuestro planeta fuese invadido por los marcianos o por otros extraterrestres entraba dentro de lo posible, y mi división está preparada para ello.

El discurso del agente fue rubricado por un nuevo trueno, un crujido ensordecedor cuyo eco tardó varios segundos en extinguirse. Todos se miraron asustados. Esta vez había sonado mucho más cerca.

—¿Seguro, agente? —preguntó el millonario con una sonrisita socarrona.

—No le quepa duda, señor Murray —replicó Clayton con seriedad.

—Bueno, tal vez estemos precipitándonos al calificarlos de marcianos, ¿no les parece? —terció Wells—. Podrían ser máquinas terrestres fabricadas por los alemanes, por ejemplo.

Ignorando su comentario, Clayton se desentendió de todos y sufrió otro de aquellos raptos reflexivos a los que tan propenso parecía, esta vez contemplando el techo del cuartucho.

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