El mar (4 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

BOOK: El mar
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De repente, Chloe pierde interés en el juego y se da la vuelta y se deja caer en la arena. Qué bien he llegado a conocer sus repentinos cambios de humor, esos repentinos enfurruñamientos. Su madre la llama para que siga jugando con ellos, pero Chloe no contesta. Está echada, apoyada en un codo, de lado, con los tobillos cruzados, mirando hacia el mar, a mi espalda, con los ojos entrecerrados. Myles baila a lo chimpancé delante de ella, agitando las manos bajo los sobacos y farfullando. Ella finge no verle.

—Mocosa —dice la madre de su hija malcriada, casi con complacencia, y vuelve y se sienta en su silla.

La señora Grace está sin aliento, y se hincha la tersa ladera de su pecho, color arena. Levanta una mano para apartarse un pelo que se le ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en noches venideras. Chloe se enfurruña. Myles vuelve a escarbar violentamente en la arena con su palo. Su padre dobla el periódico y mira al cielo entrecerrando los ojos. Rose examina un botón flojo de su blusa. Las pequeñas olas se levantan y rompen, y el perro anaranjado ladra. Y mi vida ha cambiado para siempre.

Pero entonces, ¿en qué momento, de entre todos los momentos, nuestra vida no cambia completamente, totalmente, hasta el cambio más trascendental de todos?

Veraneábamos aquí cada año, mi padre, mi madre y yo. No lo habríamos expresado de este modo.
Veníamos aquí a pasar los veranos
, eso es lo que habríamos dicho. Qué difícil es hablar como yo hablaba entonces. Vinimos a pasar todos los veranos, durante muchos, muchos años, hasta que mi padre se fue a Inglaterra, como hacían los padres a veces en aquella época, y siguen haciendo, si a eso vamos. El chalet que alquilábamos era un poco menos que una maqueta de madera de una casa de tamaño natural. Tenía tres habitaciones, una salita en la parte de delante que también era cocina y dos diminutas habitaciones en la parte de atrás. No había cielo raso, sólo la parte inferior del tejado de cartón alquitranado. Las paredes estaban revestidas de una madera involuntariamente elegante, estrecha, biselada, que en días soleados olía a pintura y a savia de pino. Mi madre cocinaba en un fogón de parafina, cuyo diminuto agujero para meter el combustible me proporcionaba un placer oscuramente furtivo cuando me hacían limpiarlo, pues para la tarea utilizaba un delicado instrumento hecho de una tira de hojalata flexible y un rígido filamento de alambre que sobresalía en ángulo recto de la punta. Me pregunto dónde está ahora la pequeña cocina Primus, tan maciza y resistente. No había electricidad, y de noche nos alumbrábamos con una lámpara de aceite. Mi padre trabajaba en Ballymore y por las tardes venía en tren, mudo y furioso, acarreando la frustración de ese día como un equipaje apretado en su puño cerrado. ¿Qué hacía mi madre durante todo el día cuando él se iba y yo no estaba en casa? Me la imagino sentada a la mesa cubierta por el hule de esa casita de madera, una mano bajo la cabeza, alimentando sus desafecciones a medida que el largo día llega a su ocaso. Entonces aún era joven, los dos lo eran, mi padre y mi madre, desde luego más jóvenes de lo que yo soy ahora. Qué raro se me hace pensar eso. Todo el mundo parece más joven que yo, incluso los muertos. Los veo allí, a mis pobres padres, jugando a que lo nuestro era un hogar en la infancia del mundo. Su infelicidad fue una de las constantes de mis primeros años, un zumbido agudo e incesante que apenas se podía oír. Yo no los odiaba. Los quería, probablemente. Sólo que se entrometían en mi camino, me impedían ver el futuro. Con el tiempo dejaría de verlos, se convertirían en mis padres transparentes.

Mi madre se bañaba al final de la playa, lejos de las miradas de las multitudes del hotel y de los ruidosos campamentos de los que venían a pasar el día. Allí lejos, más allá de donde comenzaba el campo de golf, había un banco de arena permanente un poco alejado de la orilla que formaba una laguna de poca profundidad cuando había la marea adecuada. En aquellas aguas que eran como una sopa se revolcaba con un placer mínimo, desconfiado, sin nadar, pues no sabía, sino que se extendía completamente sobre la superficie y caminaba por el fondo del mar con las manos, estirándose para mantener la boca por encima de las cabrillas que le llegaban. Llevaba un bañador de crimplene color rosa ratón, con un coqueto dobladillo que se extendía hasta justo debajo de la entrepierna. Su cara parecía desnuda e indefensa, con una expresión de dolor debida a la presión de la goma del gorro de baño. Mi padre era un buen nadador, y avanzaba con una especie de dificultoso movimiento horizontal de brazadas mecánicas y poniendo una mueca cuando sacaba la cabeza a un lado para respirar, con aquel ojo que aparecía de repente. Cuando acababa un largo se erguía, jadeando y escupiendo, el pelo aplastado y las orejas sobresaliéndole y con el bañador negro abultado, y se quedaba en pie con las manos en las caderas, contemplando los torpes esfuerzos de mi madre con una ligera sonrisa sardónica, vibrándole un músculo de la mandíbula. Salpicaba a mi madre echándole agua a la cara y la agarraba de las muñecas y caminando hacia atrás la arrastraba por el agua. Ella cerraba los ojos apretándolos y le chillaba, furiosa, que parara. Yo observaba esa tensa diversión en un paroxismo de disgusto. Al final la dejaba ir y comenzaba conmigo, me ponía boca abajo, agarrándome por los tobillos, y me empujaba hacia delante al estilo carretilla por el borde del banco de arena y reía. Qué fuertes eran sus manos, como esposas de un hierro frío y maleable, aún siento su violenta presión. Era un hombre violento, un hombre de gestos violentos, de bromas violentas, pero también tímido, no es de extrañar que nos dejara, que tuviera que dejarnos. Tragué agua y me retorcí para liberarme en un estado de pánico y me puse en pie de un salto y me quedé de pie entre la espuma, con arcadas.

Chloe Grace y su hermano estaban de pie en la dura arena que había al borde del agua, mirando.

Llevaban pantalones cortos, como siempre, e iban descalzos. Me di cuenta de lo increíblemente parecidos que eran. Habían estado recogiendo conchas, que Chloe llevaba en un pañuelo anudado una esquina con otra para formar una bolsa. Se nos quedaron mirando sin expresión, como si fuéramos un espectáculo, un numerito cómico que se representaba para ellos y que no encontraban muy interesante, ni divertido, sino sólo curioso. Estoy seguro de que me sonrojé, a pesar de que era paliducho y tenía la piel de gallina, y de que no dejaba de pensar en el fino hilo de agua de mar que brotaba en un arco imparable de la caída parte delantera de mi bañador. De haber estado en mi poder, habría eliminado allí mismo a aquellos padres que me avergonzaban, les habría hecho estallar como las burbujas que traen las rociadas del mar, mi madre rolliza, menuda y de cara desnuda, y mi padre, cuyo cuerpo bien podría haber estado hecho de manteca. Una brisa azotó la playa y la cruzó inclinada bajo una espuma de arena seca, a continuación llegó al agua, cortando la superficie en pequeños fragmentos metálicos y agudos. Temblé, no por el frío que hacía entonces, sino como si algo me hubiera atravesado, silencioso, veloz, irresistible. La pareja que había en la orilla se volvió y se alejó en la dirección del carguero naufragado.

¿Fue ése el día en que me fijé en que Myles tenía los dedos de los pies palmeados?

En el piso de abajo, la señorita Vavasour está tocando el piano. Procura tocar las teclas con delicadeza, para que no la oigan. Le preocupa molestarme, enfrascado como estoy aquí arriba en mis labores inmensa e inimaginablemente importantes. Toca Chopin muy bien. Espero que no empiece con John Field, eso no podría soportarlo. Al principio intenté que se interesara por Fauré, sobre todo los últimos nocturnos, que admiro enormemente. Incluso le compré las partituras, que encargué en Londres, y me salieron bastante caras. Fui demasiado ambicioso. Dice que no consigue que sus dedos lleguen a las notas. Su mente, más bien, no le contesto. Traidores, pensamientos traidores. Me asombra que no se casara. Antaño fue hermosa, a su manera espiritual. Hoy en día tiene el pelo gris y largo —antes lo tenía muy negro—, recogido en un apretado lazo detrás de la cabeza y atravesado por dos alfileres grandes como agujas de hacer punto, en un estilo que me recuerda una casa de geishas —qué poco apropiado, por cierto—. El toque japonés prosigue con esa bata de seda con cinturón estilo quimono que lleva por la mañana, estampado con un motivo de pájaros de vivos colores y frondas de bambú. En otros momentos del día prefiere el más sensato tweed, pero a la hora de la cena puede que nos sorprenda, al coronel y a mí, acercándose a la mesa entre el susurro de un vestido de confección verde lima con una faja, o con una chaqueta torera escarlata estilo español y pantalones negros pitillo y relucientes zapatillas negras. Es una anciana elegante, y con callada excitación acusa mi mirada de aprobación.

Los Cedros no conserva casi nada del pasado, de la parte del pasado que yo conocí allí. Había esperado encontrar algo definido de los Grace, por pequeño o aparentemente insignificante que fuera, una foto descolorida, digamos, olvidada en un cajón, un mechón de pelo, incluso una horquilla alojada entre los tablones del suelo, pero no había nada, nada parecido. Y tampoco ningún ambiente recordado que valga la pena mencionar. Supongo que el paso de tantos vivos —después de todo es una pensión— ha borrado todos los rastros de los muertos.

Con qué ferocidad sopla hoy el viento, golpeando con sus grandes puños suaves e ineficaces los cristales de la ventana. Es la clase de tiempo otoñal, tempestuoso y despejado, que siempre me ha encantado. El otoño me parece estimulante, al igual que se supone que la primavera lo es para los demás. El otoño es época de trabajar, en eso coincido con Pushkin. Oh, sí, Alexander y yo, los dos octubristas. Pero una renitencia general se ha apoderado de mí, algo de lo más antipushkiano, y no puedo trabajar. Pero no me levanto de la mesa, y muevo los párrafos como las fichas de un juego cuyas reglas he olvidado. La mesa es pequeña y alargada y tiene adosada un saliente muy poco de fiar; la señorita V. me la subió aquí en persona y me la presentó con cierta tímida intencionalidad.
Cruje, mesita de madera, cruje
. También está mi silla giratoria de capitán de barco, igual que la que tuve en algunos lugares alquilados en los que vivimos hace años, Anna y yo, incluso gruñe de la misma manera cuando me reclino hacia atrás. La obra en la que estoy supuestamente enfrascado es una monografía sobre Bonnard, un proyecto modesto en el que llevo atascado más años de los que puedo contar. Le considero un grandísimo pintor, y ya hace tiempo que comprendí que no tengo nada original que decir de él. Novias-en-el-baño, solía llamarlo Anna, con una risa socarrona.
Bonnard, Bonn’art, Bon’nargue
. No, no puedo seguir creando, sólo garabatear como ahora.

En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son los aficionados, mientras que nosotros, la clase o género de la que hablo, no somos nada si no somos profesionales. Fabricantes de papel pintado como Vuillard y Maurice Denis fueron tan diligentes —he aquí otra palabras clave— como su amigo Bonnard, pero la diligencia no es nunca suficiente. No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría denominarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, afirmó, la obra nunca se acaba, sino que se abandona. Una hermosa viñeta del Musée du Luxemburg nos muestra a Bonnard con un amigo, era Vuillard, desde luego, si no me equivoco, al que manda distraer al guarda del museo mientras él abre su caja de pinturas y retoca un fragmento de un cuadro suyo que lleva años colgado allí. Los auténticos trabajadores mueren todos en medio de una zozobrosa frustración. ¡Tanto que hacer, tanto que queda sin hacer!

Au. De nuevo ese escozor. No puedo evitar preguntarme si es el presagio de algo serio. Las primeras señales de lo de Anna fueron de lo más sutiles. Este último año me he vuelto todo un experto en cuestiones médicas, y no es para sorprenderse. Por ejemplo, sé que el hormigueo en las extremidades es uno de los primeros síntomas de esclerosis múltiple. La sensación que tengo es de hormigueo, sólo que más aguda. Es una quemadura, o una serie de quemaduras, en el brazo, o en la nuca, o incluso una vez, de manera memorable, en la parte superior del nudillo del dedo gordo del pie derecho, que me hizo ponerme a saltar sobre una pierna por la habitación entre lastimeros mugidos de pesar. El dolor, o pinchazo, aunque breve, es a menudo intenso. Es como si me sometieran a una prueba de signos vitales; de signos de percepción; de signos de vida.

Anna solía reírse de mi actitud hipocondríaca.
Doctor Max
, me llamaba.
¿Cómo está hoy el doctor Max, no se encuentra muy bien?
Tenía razón, desde luego, siempre he sido un quejica, montando un número a la menor punzada o dolor.

Ahí está ese petirrojo, cada tarde llega volando de alguna parte y se posa en el acebo que hay junto al cobertizo del jardín. Observo que es aficionado a hacer las cosas de tres en tres, saltar de una ramilla superior a otra inferior y luego a otra inferior, donde se detiene y silba tres veces su nota aguda y enérgica. Todas las criaturas tienen sus hábitos. Del otro lado del jardín el gato picazo del vecino se acerca como una pantera, sigiloso, sin hacer ruido. Vigila, pajarito. Habría que cortar la hierba, una vez más será suficiente, por este año. Debería ofrecerme voluntario. Lo pienso y enseguida lo hago, en mangas de camisa y con unos pantalones arrugados, trastabillando tras la segadora empapado en sudor, con tallos de hierba en la boca y las moscas zumbando a mi alrededor. Es curioso lo a menudo que me veo estos días como de lejos, como si fuera otra persona y haciendo cosas que sólo otra persona haría. Cortar el césped, desde luego. El cobertizo, aunque en ruinas, es realmente bonito si lo miras con buenos ojos, el viento y la lluvia han dejado la madera de un gris plateado y sedoso, como el asa de un utensilio gastado, un azadón, pongamos, o una fiel hacha. El viejo Novias-en-el-baño habría captado exactamente la textura, el sereno matiz, el brillo.
Duuud diiid dii
.

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