El médico (4 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Esa noche, su esposa reprendió a Bukerel:

—¿Un médico? ¿Se da el caso de que súbitamente Nathanael Cole forma parte de la pequeña aristocracia o de la nobleza? Si un cirujano corriente y moliente es lo bastante bueno para ocuparse de cualquier otro pobre de Londres, ¿por qué Nathanael Cole necesita un médico, que nos saldrá caro?

Bukerel solo pudo musitar una excusa porque su esposa tenía razón. Solo los nobles y los mercaderes ricos pagaban los costosos servicios de los médicos. El vulgo apelaba a los cirujanos, y a veces un trabajador pagaba medio penique a un cirujano barbero para que le sangrara o le diera un tratamiento de dudosa eficacia. En opinión de Bukerel, los sanadores no eran más que condenadas sanguijuelas que hacían más mal que bien. Empero, había querido proporcionar a Cole hasta la última oportunidad, y en un momento de debilidad llamó al médico, gastando así las cuotas aportadas con esfuerzo por los honrados carpinteros.

Cuando Ferraton acudió a casa de Cole, se había mostrado optimista y seguro; daba una tranquilizadora imagen de prosperidad. Sus pantalones ceñidos estaban maravillosamente cortados, y los puños de su camisa llevaban encajes de adorno que instantáneamente produjeron angustia en Rob, ya que le recordaron a mamá. La túnica acolchada de Ferraton, de la mejor lana, estaba manchada de sangre seca y vomito; según creía con orgullo, eran un honroso anuncio de su profesión.

Nacido rico —su padre había sido John Ferraton, mercader en lanas—, Ferraton estuvo de aprendiz con un médico llamado Paul Willibald, cuya próspera familia fabricaba y vendía magnificas hojas cortantes. Willibald había tratado a pacientes acaudalados y, una vez cumplido su aprendizaje, Ferraton también sé dedicó a ejercer la profesión. Los pacientes nobles quedaban fuera del alcance del hijo de un mercader, pero se sentía a sus anchas con los burgueses, con quienes compartía una comunidad de actitud e intereses. Jamás aceptó a sabiendas a un paciente de la clase trabajadora, pero supuso que Bukerel era el mensajero de alguien mucho más importante. De inmediato reconoció a un paciente despreciable en Nathanael Cole, pero como no quería provocar un conflicto, decidió acabar lo antes posible la desagradable tarea.

Tocó delicadamente la frente de Nathanael, lo miro a los ojos y le olió el aliento.

—Bueno, se le pasará —declaró.

—¿Qué tiene? —preguntó Bukerel, pero Ferraton no replicó.

Instintivamente, Rob sintió que el médico no lo sabía.

—Tiene la angina —dijo por último Ferraton, y señalo las llagas blancas en la garganta carmesí de su padre—. Ni más ni menos que una inflamación supurante de naturaleza transitoria.

Hizo un torniquete en el brazo de Nathanael, lo abrió hábilmente con la lanceta y dejó salir una copiosa cantidad de sangre.

—¿Y si no mejora? —inquirió Bukerel.

El médico frunció el ceño. No estaba dispuesto a poner de nuevo los pies en aquella casa de gente inferior.

—Será mejor que vuelva a sangrarlo para cerciorarme —respondió y le cogió el otro brazo.

Dejó un frasquito de calomelano líquido mezclado con junco carbonizado, y cobró a Bukerel por separado la visita, las sangrías y la medicina.

—¡Sanguijuela! ¡Fatuo! ¡Abusón! —masculló Bukerel mientras Ferraton se alejaba.

El jefe carpintero prometió a Rob que enviaría a una mujer para que cuidara de su padre.

Pálido y sangrado, Nathanael yacía inmóvil. Varias veces confundió al niño con Agnes e intentó cogerle la mano, pero Rob recordó lo sucedido durante la enfermedad de su madre, y se apartó.

Avergonzado, un rato después regresó a la cabecera del lecho de su padre. Cogió la mano de Nathanael, encallecida por el trabajo, y reparó en las uñas rotas y endurecidas, la mugre adherida y el vello negro y rizado.

Ocurrió como la vez anterior. Tuvo conciencia de una disminución, como la llama de una vela que parpadea. No le cupo duda alguna de que su padre estaba agonizando, y de que iba a morir muy pronto. Sintió entonces un terror mudo idéntico al que lo había dominado cuando mamá estaba al borde de la muerte.

Mas allá de la cama estaban sus hermanos. Era un chico joven pero muy inteligente, y un apremio práctico inmediato se sobrepuso a su dolor y a la agonía de su miedo.

Sacudió el brazo de su padre.

—Y ahora ¿qué será de nosotros? —preguntó en voz alta, pero nadie respondió.

3
EL REPARTO

Como el que había muerto era un miembro del gremio en lugar de una persona a su cargo, la Corporación de Carpinteros pagó el canto de cincuenta salmos. Dos días después del funeral, Della Hargreaves se trasladó a vivir con su hermano a Ramsey. Richard Bukerel llevó a Rob aparte para hablar con él.

—Cuando no hay parientes, los niños y los bienes deben repartirse —dijo apresuradamente el jefe carpintero—. La corporación se hará cargo de todo.

Rob se sentía paralizado.

Aquella noche intentó explicárselo a sus hermanos. Solo Samuel supo de qué les hablaba.

—Entonces, ¿estaremos separados?

—Sí.

—¿Y cada uno de nosotros vivirá con otra familia?

—Sí.

Mas tarde, alguien se deslizó en la cama, a su lado. Supuso que se trataba de Willum o de Anne Mary, pero fue Samuel quien lo abrazó y lo sujeto con fuerza.

—Rob J., quiero que vuelvan.

—Yo también. —Acarició el hombro huesudo que había golpeado tan a menudo.

Lloraron juntos.

—Entonces, ¿no volveremos a vernos?

Rob sintió frío.

—Vamos, Samuel, no te pongas tonto. Sin duda viviremos en el barrio y nos veremos constantemente. Siempre seremos hermanos.

Samuel se sintió consolado y durmió un rato, pero antes del alba mojó la cama, como si fuera más pequeño que Jonathan. Por la mañana se sintió avergonzado y le resultó imposible mirar a Rob a la cara. Sus temores no eran infundados, ya que fue el primero en partir. La mayoría de los miembros de la Decena de su padre seguían sin trabajo. De los nueve trabajadores de la madera, solo había un hombre dispuesto y en condiciones de incorporar un niño a su familia. Con Samuel, los martillos y la sierra de Nathanael fueron a parar a Turner Horne, un maestro carpintero que solo vivía a seis casas de distancia.

Dos días después se presentó un sacerdote llamado Ronald Lovell en compañía del padre Kempton, el que había cantado las misas por mamá y papá. El padre Lovell dijo que lo trasladaban al norte de Inglaterra y que quería un niño. Los examinó a todos y se encaprichó con Willum. Era un hombre corpulento y campechano, de pelo rubio claro y ojos grises, que —intentó convencerse Rob —eran amables.

Pálido y tembloroso, su hermano solo pudo mover la cabeza mientras seguía a los dos sacerdotes fuera de la casa.

—Adiós, William —dijo Rob.

Sin reflexionar, se preguntó si no podría quedarse con los dos pequeños, pero ya había empezado a repartir parcamente los últimos restos de la comida del funeral del padre y era una chico realista. Jonathan, así como el jubón de cuero y el cinto de herramientas de su padre, fueron entregados a un carpintero subalterno llamado Aylwyn, que pertenecía a la Centena de Nathanael. Cuando se presentó la señora Aylwyn, Rob le explicó que Jonathan sabia usar el orinal, pero necesitaba pañales cuando se asustaba, y la mujer aceptó los trapos aclarados por los lavados y al niño con una sonrisa y un asentimiento de cabeza.

El ama de cría se quedó con el pequeño Roger y recibió los materiales de bordado de mamá, tal como informó Richard Bukerel a Rob, que nunca había visto a la mujer.

La cabellera de Anne Mary necesitaba un lavado. Aunque Rob lo hizo con todo cuidado, tal como le habían enseñado, a la niña le entro jabón en los ojos, jabón áspero y que escocía. Rob le secó el pelo y la abrazó mientras lloraba, oliendo su limpia cabellera de color castaño foca, que despedía un perfume como el de mamá.

Al día siguiente, los muebles en mejor estado fueron retirados por el panadero y su esposa, apellidados Haverhill, y Anne Mary se traslado a vivir en el piso de arriba de la panadería. Rob la llevó hasta ellos cogida de la mano: adiós, entonces, pequeña.

—Te quiero, mi doncella Anne Mary —susurró, y la abrazó.

La niña parecía culparlo de todo lo ocurrido y no quiso despedirse.

Solo quedaba Rob J., y ya no había bienes. Aquella noche Bukerel fue a visitarlo. Aunque había bebido, el jefe carpintero estaba despejado.

—Quizá tardes mucho tiempo en encontrar un sitio. En los tiempos que corren, nadie tiene comida para el apetito adulto de un chico que no puede hacer trabajos de hombres. —Siguió hablando después de un meditativo silencio—. Cuando era más joven, todos decían que si pudiéramos tener una paz verdadera y librarnos del rey Ethelred, el peor monarca que haya echado a perder a una generación, correrían buenos tiempos. Sufrimos una invasión tras otra: sajones, daneses, todos los condenados tipos de piratas. Ahora que por fin tenemos a un firme monarca pacificador en el rey Canuto, parece que la naturaleza conspira para oprimirnos. Las grandes tormentas de verano y de invierno nos pierden. Las cosechas han fracasado tres años seguidos. Los molineros no muelen el grano y los marineros permanecen en el puerto.

Nadie construye y los artesanos están ociosos. Son tiempos difíciles, muchacho, pero te prometo que te encontraré un sitio.

—Muchas gracias, jefe carpintero.

Los oscuros ojos de Bukerel denotaban preocupación.

—Te he observado, Robert Cole. He visto a un niño que se ocupaba de su familia como un hombre valioso. Te llevaría a mi propio hogar si mi esposa fuera diferente. —Parpadeó, incómodo al darse cuenta de que la bebida le había aflojado la lengua más de lo que debía, y se puso pesadamente de pie—. Que tengas una noche reposada, Rob J.

—Que tengas una noche reposada, jefe carpintero.

Se convirtió en un ermitaño. Las habitaciones casi vacías eran su cueva. Nadie lo invitó a sentarse a su mesa. Aunque los vecinos no podían ignorar su existencia, lo sustentaban de mala gana. La señora Haverhill iba por la mañana y le dejaba el pan que no se había vendido el día anterior, y la señora Bukerel iba por la tarde y le dejaba una minúscula porción de queso, reparando en sus ojos enrojecidos y diciéndole que llorar era privilegio de las mujeres. Sacaba agua del pozo público igual que antes, y se ocupaba de la casa, pero no había nadie que desordenara la vivienda tranquila y saqueada, y tenía poco que hacer salvo preocuparse y soñar.

A veces se convertía en un explorador romano, se tendía junto a la ventana abierta, detrás de la cortina de mamá, y escuchaba los secretos del mundo enemigo. Oía pasar los carros tirados por caballos, los perros que ladraban, los niños que jugaban, los trinos de los pájaros...

En una ocasión oyó por casualidad las voces de un grupo de hombres del gremio.

—Rob Cole es una ganga. Alguien debería quedárselo —dijo Bukerel.

Continuó escondido y sintiéndose culpable, oyendo como los demás hablaban de él como si fuera otra persona.

—¡Ay, mirad lo crecido que está! Será una fiera para el trabajo cuando haya terminado su desarrollo —comentó Hugh Tite a regañadientes.

¿Y si lo aceptaba Tite? Rob, consternado, evaluó la perspectiva de convivir con Anthony Tite. No se sintió disgustado cuando Hugh bufó, molesto:

—Pasarán tres años hasta que sea lo bastante mayor para convertirse en aprendiz de carpintero, y ya come como un caballo. En estos tiempos no faltan en Londres las espaldas fuertes y las barrigas vacías.

Los hombres se alejaron.

Dos días más tarde, oculto tras la cortina de la misma ventana, pagó caro el pecado de escuchar a hurtadillas cuando oyó a la señora Bukerel comentar con la señora Haverhill el cargo de su marido en el gremio:

—Todos hablan del honor de ser jefe carpintero, pero no lleva alimentos a mi mesa. Todo lo contrario; supone pesadas obligaciones. Estoy harta de tener que compartir mis provisiones con gente como ese chico crecido y perezoso de allí.

—¿Qué será de él? —preguntó la señora Haverhill, y suspiró.

—He aconsejado al maestro Bukerel que lo venda como indigente. Incluso en los malos tiempos un esclavo joven tendrá un precio que permita devolvernos al gremio y a todos nosotros lo gastado en la familia Cole.

Rob no podía ni respirar. La señora Bukerel se sorbió los mocos.

—El jefe carpintero no quiso ni oírme —añadió agriamente—. Confío en que, a la larga, podré convencerlo. Pero sospecho que cuando entre en razón ya no podremos recuperar los costos.

Cuando las dos mujeres se alejaron, Rob permaneció detrás de la cortina de la ventana como si tuviera fiebre, intermitentemente sudado y aterido.

Toda su vida había visto esclavos y había dado por sentado que su condición tenía muy poco que ver con ellos, pues había nacido inglés libre.

Era demasiado joven para convertirse en estibador. Sin embargo, sabía que usaban a los niños esclavos en las minas, donde trabajaban en túneles demasiado estrechos para que pasaran los cuerpos adultos. También sabía que los esclavos eran miserablemente vestidos y alimentados y que a menudo los azotaban con brutalidad por infracciones menores. También sabía que, una vez esclavizados, su condición se mantenía de por vida.

Se acostó y lloró. Finalmente, logró hacer acopio de valor y convencerse de que Dick Bukerel jamás lo vendería como esclavo, pero le preocupaba la posibilidad de que la señora Bukerel enviara a otros a que lo hicieran sin informar a su marido. Era perfectamente capaz de algo así, se dijo. Mientras esperaba en la casa silenciosa y abandonada, llegó a sobresaltarse y temblar ante el más mínimo sonido.

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