El médico (77 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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De noche, tendidos en la oscuridad sobre el duro suelo, Mirdin seguía enseñándole las leyes del Dios judío. El consabido ejercicio de enseñanza y aprendizaje los ayudaba a olvidar incomodidades y aprensiones. Analizaron docenas de mandamientos, y Rob hacia excelentes progresos, llegando a observar que ir a la guerra podía brindarle una ocasión ideal para estudiar. La voz serena y erudita de Mirdin parecía afirmar que verían días mejores.

Durante una semana, consumieron sus propias existencias, pero luego desaparecieron todas las provisiones, tal como estaba planeado. Encargaron de la intendencia a cien soldados de infantería, y los hicieron avanzar delante de la partida principal. Registraban el campo con habilidad, y se convirtió en un espectáculo cotidiano verlos conducir cabras o manadas de ovejas, arrastrar aves y todo tipo de productos. Se seleccionaba lo mejor para el sha, y el resto se distribuía, de modo que todas las noches se encendían centenares de fuegos para cocinar y los expedicionarios comían bien.

En cada nuevo campamento se montaba diariamente una consulta médica, al alcance de la vista de la tienda del rey para desalentar a los simuladores, pero la cola era larga. Una noche, Karim se acercó a ellos.

—¿Quieres trabajar? Necesitamos ayuda —le dijo Rob.

—Lo tengo prohibido. Debo permanecer junto al sha.

—Ah.

Karim esbozó su sonrisa torcida.

—¿Queréis más comida?

—Tenemos suficiente —respondió Mirdin.

—Puedo conseguiros lo que queráis. Tardaremos unos meses en llegar a los rediles de elefantes de Mansura. Haríais bien en volver lo más cómoda posible vuestra marcha.

Rob pensó en todo lo que le había contado Karim durante la plaga de Shiraz. El ejército que pasó por la provincia de Hamadhan durante su infancia había amargado los últimos días de la vida de sus padres. Ahora Rob se preguntó cuantos bebés serían aplastados contra las rocas para no someterlos a la inanición debido al paso de aquel ejército.

Después se sintió avergonzado de la animosidad que sentía por su amigo, pues él no era responsable de la ofensiva.

—Sí, quiero pedirte algo. Deberían abrirse zanjas en los cuatro perímetros del campamento, para usarlos como letrinas.

Karim asintió.

La sugerencia se aplicó de inmediato, junto con el anuncio de que el nuevo sistema era una orden de los cirujanos. Eso no les dio popularidad porque ahora todas las tardes los fatigados soldados tenían que cavar, y todo el que despertara durante la noche con retortijones y apretándose las tripas debía tambalearse en medio de la oscuridad en busca de una zanja. Los infractores eran castigados con las varas. Pero el hedor había disminuido, y era mejor olvidar la preocupación de no pisar excrementos humanos al levantar el campamento por la mañana.

Casi todos los soldados los miraban con blando desdén. Todos sabían que Mirdin se había presentado sin armas, y Khuff tuvo que darle la espada de un guardia, que por lo general Mirdin olvidaba ceñirse. Los sombreros de cuero también los diferenciaba de los demás, como la costumbre de levantarse temprano y alejarse andando del campamento para ponerse sus taleds, recitar bendiciones y atarse tiras de cuero alrededor de los brazos y las manos.

Mirdin estaba perplejo.

—Aquí no hay otros judíos para espiarte y sospechar de ti, de modo que no entiendo por qué rezas conmigo. —Sonrió al ver que Rob se encogía de hombros—. Sospecho que una pequeña porción de ti se ha vuelto judía.

—No.

Le contó a Mirdin que el día que había decido asumir la identidad judía fue a la catedral de la Santa Sofía, en Constantinopla, y prometió a Jesús que nunca lo abandonaría.

Mirdin asintió y dejó de sonreír. Ambos eran lo bastante sensatos para no proseguir con el tema. Sabían que había cosas en las que nunca coincidirían porque habían sido criados en distintas convicciones respecto de Dios y del alma humana, pero se contentaban con evitar esos escollos y compartir su amistad como hombres razonables, como médicos y, ahora, como torpes soldados.

Cuando llegaron a Shiraz, tal como estaba acordado, el
kelonter
salió a recibirlos al otro lado de las murallas, con una reata de animales cargados de forraje, sacrificio que salvó al distrito de Shiraz de ser indiscriminadamente saqueado por los forrajeadores. Tras rendir homenaje al sha, el
kelonter
abrazó a Rob, a Mirdin y a Karim, que se sentaron con él a beber vino y recordar los tiempos de la plaga.

Rob y Mirdin lo acompañaron hasta las puertas de la ciudad. Al volver, sucumbieron ante un tramo de camino llano y suave y al vino que recorría sus venas, e hicieron una carrerilla con sus camellos. Para Rob fue una revelación, pues lo que había sido un andar pesado se convertía en otra cosa cuando la camella corría. La zancada de la bestia se alargó, y cada paso era un salto gigantesco que la llevaba con su jinete por el aire con un ímpetu estable y estrepitoso. Rob se sentía cómodo, y gozó de diversas sensaciones: flotó, rugió y se transformó en medio del viento.

Ahora comprendía por qué los judíos persas habían acuñado para esa variedad de animales un nombre hebreo que el pueblo había adoptado:
gemala sarka
, camellos volantes.

La camella gris se esforzó denodadamente y, por primera vez, Rob sintió afecto por ella.

—¡Venga, muñequita! ¡Vamos, chica! —le gritaba, mientras avanzaba a la velocidad del rayo hacia el campamento.

Ganó el camello de Mirdin, pero la contienda dejó a Rob de muy buen humor. Solicitó forraje extra a los cuidadores de los elefantes y se lo dio con sus propias manos. La bestia aprovechó para morderle el antebrazo. El mordisco no le rasgó la piel, pero le ocasionó un desagradable moretón púrpura que le duró varios días, momento en que decidió bautizarla. Le puso
Bitch
como les decían en su lengua a las putas.

58
LA INDIA

Más al sur de Shiraz, tomaron la Ruta de las Especias y la siguieron hasta que, para esquivar el terreno montañoso del interior, se aproximaron a la costa cerca de Ormuz. Corría el invierno, pero el aire del golfo era cálido y perfumado. A veces, después de montar el campamento y a última hora del día, los soldados y sus animales se bañaban en la tibia salinidad de las playas arenosas, mientras los centinelas vigilaban por si aparecían tiburones. Ahora, entre la gente que veían, había tantos negros o beluchistaníes como persas.

Eran pueblos pescadores o, en los oasis que brotaban de las arenas costeras granjeros que cultivaban datileros y granados. Vivían en tiendas o en casas de piedra enlucidas con barro y de techo plano. De vez en cuando, los invasores atravesaban un
wadi
, donde muchas familias vivían en cuevas. A Rob le parecía una tierra horrible, pero Mirdin se fue alegrando a medida que avanzaban y miraba a su alrededor con ojos tiernos.

Al llegar a la aldea de pescadores de Tiz, Mirdin cogió de la mano a Rob y lo llevó a la orilla del agua.

—Allá, al otro lado —dijo mientras señalaba el golfo—, está Masqat.

Desde aquí, una barca podría llevarnos a casa de mi padre en unas horas.

Estaba seductoramente cerca, pero a la mañana siguiente levantaron el campamento, y a cada paso se fueron alejando de la familia.

Casi un mes después de la partida de Ispahán dejaron atrás Persia. Se produjeron cambios. Ala ordenó que todas las noches se formaran tres círculos de centinelas alrededor del campamento, y cada mañana se pasaba un nuevo santo y seña a los hombres; todo el que intentara entrar en el campamento sin conocer la contraseña, sería ejecutado.

En cuanto pisaron el suelo extranjero de Sind, los soldados dieron rienda suelta a su instinto, y un día los encargados de la intendencia volvieron al campamento arrastrando a unas mujeres de la misma manera que arrastraban animales. Ala dijo que les permitiría llevar hembras al campamento esa única noche y nunca más. Sería bastante difícil que seiscientos hombres se aproximaran a Mansura sin ser descubiertos, y el sha no quería que los rumores llegaran antes que ellos debido a las mujeres que violaban a su paso.

Fue una noche de desenfreno. Vieron que Karim seleccionaba con gran cuidado a cuatro mujeres.

¿Para qué necesita cuatro? preguntó Rob.

—No son para él —dijo Mirdin.

Era verdad. Observaron que Karim llevaba a las mujeres a la tienda del rey.

—¿Para esto nos esforzamos en ayudarlo a aprobar el examen y convertirse en médico? —dijo Mirdin amargamente, y Rob no respondió.

Las demás mujeres pasaron de hombre en hombre, en turnos que estos habían echado a suertes. Los que esperaban observaban los apareamientos y chillaban, y los centinelas eran relevados cuando les llegaba el turno de compartir los despojos.

Mirdin y Rob permanecieron apartados, con una bota llena de vino agrio. Al principio intentaron estudiar, pero no era momento para repasar las leyes del señor.

—Ya me has enseñado más de cuatrocientos mandamientos —dijo Rob asombrado—. En breve habremos acabado.

—Me he limitado a enumerarlos. Hay sabios que dedican su vida entera a tratar de comprender los comentarios sobre una sola de las leyes.

La noche estaba plagada de gritos y ruidos propios de borracheras.

Durante años Rob se había dominado bien y evitado beber mucho, pero ahora se sentía solo y con una necesidad sexual no disminuida por la morbosidad que reinaba a su alrededor, y bebió con excesiva avidez.

Poco después estaba agresivo. Mirdin, sorprendido de que aquel fuese su amigo bondadoso y razonable, no lo justificó. Pero un soldado que pasaba tropezó con él y habría sido objeto de su cólera si Mirdin no lo hubiese tranquilizado y confortado, mimándolo como a un niño malcriado y llevándoselo a dormir.

Cuando Rob despertó por la mañana, las mujeres se habían ido y pagó su estupidez cabalgando con un terrible dolor de cabeza. Mirdin, que en ningún momento dejaba de ser estudiante de medicina, incrementó su sufrimiento interrogándolo con todo detalle y, finalmente, comprendió mejor por qué algunos hombres debían tratar al vino como si fuera veneno y hechicería.

A Mirdin no se le había ocurrido llevar un arma para la ofensiva, pero sí el juego del sha, que resultó una bendición, porque jugaban todas las tardes hasta que caía la oscuridad. Ahora las partidas eran más reñidas, y en alguna ocasión en que lo acompañó la suerte, Rob ganó.

Frente al tablero le confió su inquietud por Mary.

—Sin duda está bien, porque Fara dice que tener bebés es algo que las mujeres han aprendido hace mucho tiempo —comentó Mirdin alegremente.

Rob se preguntó en voz alta si sería niña o niño.

—¿Cuántos días después del menstruo tuvisteis contacto?

Rob se encogió de hombros.

—Al-Habib ha escrito que si tiene lugar entre el primero y el quinto día después de la sangre, será varón. Si ocurre entre el quinto y el octavo, será niña.

Vaciló, y Rob se dio cuenta de que titubeaba, porque al-Habib también había escrito que si la cópula tenía lugar después del decimoquinto día, existía la posibilidad de que el bebé fuera hermafrodita.

—Al-Habib también ha dicho que los padres de ojos pardos engendran hijos y los de ojos azules, hijas. Pero yo vengo de una tierra donde la mayoría de los hombres tienen ojos azules y siempre han tenido muchos hijos varones —dijo Rob malhumorado.

—Indudablemente, al-Habib solo se refería a la gente normal que suele encontrarse en Oriente —conjeturó Mirdin.

A veces, en lugar de dedicarse al juego del sha, repasaban las enseñanzas de Ibn Sina sobre el tratamiento de las heridas de guerra, o pasaban revista a sus provisiones y se cercioraban de estar preparados para cumplir su tarea de cirujanos. Fue una suerte que lo hicieran, porque una noche Ala los invitó a compartir la cena en su tienda y a responder a preguntas acerca de sus preparativos. Karim estaba allí y saludó incómodo a sus amigos; pronto fue evidente que le habían ordenado interrogarlos y poner en tela de juicio su eficacia.

Los sirvientes llevaron agua y trapos para que se lavaran las manos antes de comer. Ala hundió las manos en un cuenco de oro bellamente repujado y se las secó con toallas de lino azul claro con versículos del Corán bordados con hilo de oro.

—Cuéntanos cómo tratarías heridas de estocadas —dijo Karim.

Rob repitió lo que le había enseñado Ibn Sina: era preciso hervir aceite y volcarlo en la herida a la mayor temperatura posible, para evitar la supuración y los malos humores.

Karim asintió.

Ala estaba pálido. Dio instrucciones de que si él mismo se encontraba mortalmente herido, debían dosificarlo con soporíferos para aliviar el dolor inmediatamente después de que un
mullah
lo hubiese acompañado en la última oración.

La comida era sencilla en relación con lo que el soberano acostumbraba tomar: aves asadas en espetones y verduras de verano recogidas a lo largo del camino. Con todo, los alimentos estaban mejor preparados que el rancho que ellos solían ingerir, y se los sirvieron en platos. Después, mientras tres músicos interpretaban sus dulcímeres, Mirdin puso a prueba a Ala en el juego del sha, pero fue fácilmente vencido.

Fue un cambio oportuno en su rutina, pero Rob se alegró de separarse del rey. No envidiaba a Karim, que solía desplazarse en el elefante
Zi
sentado con el sha en la caja.

Pero Rob no había perdido su fascinación por los elefantes, y los observaba de cerca siempre que se le presentaba la ocasión. Algunos iban cargados con bultos de cotas de malla similares a las armaduras de los guerreros humanos. Cinco elefantes acarreaban a veinte
mahouts
de más, llevados por Ala como exceso de equipaje con la esperanzada expectativa de que en el viaje de vuelta a Ispahán se ocuparan de atender a los elefantes conquistados en Mansura. Todos los
mahouts
eran indios aprehendidos en ataques anteriores, pero habían sido excelentemente tratados y retribuidos con generosidad, según su valía, y el sha no abrigaba la menor duda sobre su lealtad.

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