El misterio de Wraxford Hall (31 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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El sábado, con la entrada de la mansión atestada de carruajes, yo había estado demasiado agitado por mi encuentro con Magnus para pensar en nada que no fuera Nell, y había pensado muy poco en la siniestra historia de la mansión. Pero ahora aquellos temores de la infancia regresaron teñidos de verdad. ¡De bien poco me servía intentar convencerme de que vivíamos en la era de la máquina de vapor y del telégrafo eléctrico, y que la ciencia había conseguido desterrar aquellos terrores! ¡En esos bosques, bien podía haber estado a mil millas de la civilización!

La puerta principal estaba candada por dentro, pero encontré una puerta más pequeña cerca del banco de piedra en el que estuve sentado con Nell, por la cual accedí a una parte desconocida de la casa. Cogí un cabo de vela de un quinqué ennegrecido y avancé en la penumbra hasta el gran vestíbulo y subí las escaleras hasta el rellano, donde permanecí escuchando el silencio.

El estudio estaba cerrado, pero no desde el interior. La cama portátil de Cornelius y el aguamanil habían desaparecido; había una silla de piel junto al escritorio. Había también un buen número de libros en las estanterías, pero no quedaba nada en la mesa de escritorio, sólo aquel olor a humedad y amoniaco de libros que no se han utilizado durante muchos inviernos. El único signo que indicaba que alguien había estado allí recientemente era un gabán que colgaba de una percha situada detrás de la puerta que yo había abierto; reconocí inmediatamente aquella prenda: era de Magnus.

En el bolsillo de la derecha había un paquete rectangular, lacrado con el sello del fénix de Magnus y dirigido, con su caligrafía, al señor Jabez Veitch, del despacho de Veitch, Oldcastle & Veitch, en Gray's Inn Square, Holborn. Mientras permanecía allí, intentando averiguar cuál era el contenido del paquete (me pareció pequeño, como un libro en octavo), se me ocurrió que aquello podía ser una nota de Magnus que advertiría al señor Veitch de que había prescindido de mí como abogado. Me guardé el paquete y volví el resto de los bolsillos del gabán de Magnus, en los cuales encontré un cortaplumas, un par de guantes de montar y un monedero con cuatro soberanos.

Por supuesto, puede que Magnus simplemente hubiera olvidado su gabán…

Seguí mi camino hasta la biblioteca, donde vi algo que parecía una gigantesca rueca de hilandera, con media docena de discos de vidrio, una manivela y cables que se dirigían, pasando bajo la puerta, hacia la galería. La puerta estaba cerrada, pero desde el exterior en esta ocasión. Giré la llave y entré.

En medio de la galería había una pequeña mesa redonda, volcada en el suelo, con varias sillas dispersas alrededor, dos de ellas tiradas. La tumba de sir Henry Wraxford parecía una piedra en la garganta de la gran chimenea. Los cables de la máquina que había en la biblioteca pasaban junto a mis pies y se unían a otros que conectaban la armadura con los pararrayos. Entonces fui consciente, por debajo de los olores a madera vieja y a tapices mohosos, de la presencia de un olor débil, frío y acre… a quemado.

La armadura estaba cerrada. Cuando me acerqué, con cada poro de mi piel incitándome a darme la vuelta y a huir, vi, en el lugar donde la hoja de la espada se introducía en la peana, una daga oxidada metida en la ranura, trabando e impidiendo que funcionara el mecanismo. Prendido entre las láminas de la armadura había un trozo de tela gris que podría haberse desgarrado del dobladillo de un vestido femenino… como el que Nell llevaba aquella tarde, una semana antes. El tejido estaba carbonizado en el borde en el que se introducía en la armadura.

Me quedé petrificado, recordando la historia que se contaba en Chalford, sobre aquel único fogonazo brillante, que iluminó los cielos sobre los bosques de Monks Wood el domingo por la noche, y observando la tela desgarrada hasta que me di cuenta de que el vestido se había enganchado desde el exterior. En las sombras, tras la armadura, había en el suelo una pistola pequeña adornada con piedras preciosas, como las que utilizan algunas mujeres.

La lluvia tintineaba sobre los cristales de las ventanas superiores. Metí la pistola en el bolso y quise arrancar la daga; y entonces, estremeciéndome, como si estuviera cogiendo con las manos una serpiente, accioné la empuñadura de la espada.

Una cosa gris y deforme se abalanzó hacia mí… Algo me golpeó en los pies y se elevó en torno a mí, envolviéndome en una nube áspera y gris, llenándome la boca y la nariz con un arenoso gusto de cenizas. Tenía cenizas en el pelo y en la ropa, y cuando la nube de ceniza se asentó, vi que mis pies estaban rodeados de fragmentos y astillas de huesos grisáceos. Lanzando débiles destellos, entre aquellos restos había varias diminutas láminas de oro… una de ellas aún estaba unida a los restos de un diente… y la masa deforme de un anillo con su sello, ennegrecido y retorcido, pero aún reconocible, fundido con la forma cilíndrica y quebrada de un hueso.

No recuerdo haber pensado: «Esto lo ha hecho Nell». Ya no sentí temor. No sentí nada en absoluto. Regresé aturdido hacia la biblioteca y el estudio, y luego bajé la gran escalinata hasta la puerta principal; la abrí y quité los pestillos, y abandoné la casa.

La lluvia prácticamente había cesado. Mi caballo esperaba pacientemente, con la cabeza inclinada, olisqueando la hierba. La perspectiva de enfrentarme a Roper me resultó insoportable; sólo quería ir a casa y acurrucarme junto a la chimenea hasta que llegara la hora de irme a dormir… para no despertarme jamás. Busqué en el interior de los bolsillos de mi gabán y saqué la pistola… Era una
derringer
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, que no tenía más de una cuarta de largo, con un tambor único… «Pero es suficiente. Esto serviría…». Retiré el percutor, levanté el arma, aún sin ser plenamente consciente de lo que hacía, y presioné el frío cañón contra mi sien, preguntándome con una especie de indiferente curiosidad qué sensación se tendría al… El movimiento me hizo darme cuenta de que algo me estaba presionando el pecho; era una esquina del paquete que había metido en el bolsillo interior de mi gabán.

Aquella inconsciencia volvió a inundarme; bajé la pistola, creyéndola desamartillada, pero mi mano era presa de espasmos y temblores. La pistola saltó como si tuviera vida propia, y un borbotón de agua y barro salpicó mis pies; mi caballo echó hacia atrás la cabeza asustado cuando el estallido retumbó en múltiples ecos por toda la explanada.

Temblando más que nunca, guardé el arma y saqué el envoltorio de papeles. Iban dirigidos al señor Jabez Veitch… pero ¿y si Magnus le había dicho por qué había decidido prescindir de mis servicios? Di un paso atrás, para refugiarme en el pórtico de la mansión… y rompí el sello.

En el interior había un pequeño cuaderno azul y una carta manuscrita de Magnus. La última parte estaba manchada y emborronada con tinta.

Wraxford Hall 30 de septiembre de 1868

Estimado Veitch
:

Estoy solo en la mansión: los criados se han ido hace una hora. Sabrá usted de la desaparición de mi esposa antes incluso de que esta carta llegue a sus manos. Me temo que ha cometido un terrible crimen —quizá varios— y debo pensar bien qué debo hacer
.

He encontrado este diario en la habitación de mi esposa tras haber forzado la puerta esta mañana. Creo que es la prueba de que había perdido completamente el juicio, como comprobará usted por su terrible animadversión contra mí, que con tanto empeño me he esforzado en que no acabara en un manicomio. Confieso que convertí el dinero de la señora Bryant en diamantes, con la esperanza de recuperar el amor de Eleanor… y acabo de descubrir que los diamantes no están en el cajón donde los dejé la pasada noche. Y como supe ayer mismo, mi esposa ha entablado una relación clandestina con John Montague, en quien yo confiaba sin reservas, como usted bien sabe. He prescindido de sus servicios al punto cuando ha tenido la desfachatez de presentarse aquí esta tarde; debería usted recibir todos los documentos, etc., esta semana, y él se los debería enviar, a menos que ya haya huido con ella
.

Yo no sé si Montague ha sido partícipe en el robo o en la muerte de la señora Bryant —en la cual sospecho que mi mujer tuvo mucho que ver—, pero me temo que mi pobre hijita también esté muerta
.

Creo que hay alguien en el piso de arriba

Debo concluir deprisa… Acabo de ver a una mujer en el rellano superior. La luz no era buena pero estoy seguro de que era mi esposa… Tenía una pistola en la mano. Pensé que quería dispararme, pero ha desaparecido en la oscuridad
.

Apenas queda luz. Esconderé este paquete y después intentaré encontrarla… Quizá pueda hacerla entrar en razón. Atentamente
,

MW

La oscuridad iba cayendo a medida que me acercaba a Woodbridge, y era tal el estado de mi mente que ni siquiera pensé en esconder el paquete o quemarlo: aún lo llevaba en el bolsillo cuando subía los escalones de la oficina de la policía como el hombre que sube al patíbulo. Roper aún estaba en su despacho y me recibió con absoluta cordialidad; era evidente que ni siquiera se le había ocurrido dudar de mi historia. Le dejé allí las llaves y la pistola (que se había disparado cuando me caí al salir de la casa, le dije) y sólo veinte minutos más tarde me hallaba acomodado en una habitación del Woodbridge Arms. Allí leí y releí el diario de Nell, hasta que caí finalmente en un sueño tóxico y alucinatorio, en el que caminaba una y otra vez hacia la armadura, sabiendo qué era lo que iba a ocurrir pero incapaz de detenerme ante el mecanismo. Hasta la mañana siguiente, cuando me encontraba sentado y aturdido observando desde la ventana las aguas grises que corrían junto al molinos
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, no se me ocurrió que las cenizas de la armadura pudieran ser de Nell. La carta de Magnus podría haber sido urdida para implicarnos a ambos; podría ser incluso completamente cierta, excepto en el detalle de que en la persecución que tuvo lugar inmediatamente después hubiera sido Nell, y no Magnus, quien hubiera muerto.

Mi deber era evidente: entregar la carta y el diario inmediatamente. No era demasiado tarde para intentar convencer al inspector de que estaba tan conmocionado que lo había olvidado; podía incluso intentar convencerlo de que había roto el lacre del paquete por mi nerviosismo… Pero nadie me creería, y si intentaba persuadir a Roper de que las cenizas eran de Nell, sólo conseguiría tensar la soga alrededor de mi cuello.

De regreso a Aldeburgh, esperé a que se iniciara la investigación judicial —que se retrasó algunos días para permitir que vinieran algunos expertos de Londres y examinaran la escena del crimen— como si fuera mi propio juicio por asesinato. Era obligatorio que llamaran a Bolton, y sus palabras probablemente serían irrefutables. Yo sabía que debería haber quemado la carta y el diario, pero cada vez que cogía las cerillas me imaginaba a los policías abalanzándose sobre mí… Luego me animaba y me decía mil veces que iría a confesarle todo a Roper… Pero al final, como un hombre atrapado en una pesadilla, era incapaz de hacer nada, salvo caminar incansablemente arriba y abajo en el estudio de mi casa —sin atreverme a afrontar el trabajo de la oficina— mientras las fauces del cepo se cerraban inexorablemente sobre mí.

Y en esto estaba ocupado el día anterior a que comenzara la investigación en Woodbridge cuando mi mayordomo llamó para decirme que un tal señor Bolton preguntaba por mí y quería verme.

—Llévalo al salón —le dije, y durante los siguientes minutos luché en vano para presentarme ante él manteniendo la compostura.

Cuando entré, él estaba sentado en el sofá. Su indumentaria era una imitación de la que habitualmente llevaba Magnus: traje negro, pañuelo blanco, chistera y guantes; la expresión de su rostro, pálido y carnoso, era perfectamente educada y respetuosa, y aunque se levantó e hizo una reverencia en cuanto aparecí, era evidente quién era el dueño de la situación.

—Ha sido muy amable por su parte querer recibirme, señor Montague. He venido… por la investigación.

—Ah… sí… —dije, tragando saliva—. Esta… la muerte de tu señor me causó un gran pesar… como supongo que os ha ocurrido a todos vosotros.

—Desde luego, señor. Usted comprenderá que en estos momentos nos estamos preguntando qué será de nosotros… De hecho, si me permite la libertad de comentarle una cosa… ¿no sabrá usted por casualidad si el señor dejó alguna providencia para mí?

—Me temo que no —contesté—. Su testamento está en poder del señor Veitch, en Londres. Además, como comprenderá, por supuesto, no se puede hacer nada hasta que el médico forense no presente sus hallazgos.

—Oh, lo comprendo perfectamente, señor.

Se hizo entonces un silencio en el que Bolton pareció calcular sus posibilidades. Aunque la habitación estaba helada, pude sentir el sudor resbalando por mi frente.

—Y… ¿hay algo más que pueda hacer por usted? —pregunté.

—Bueno, sí, señor… En realidad, creo que sí… Verá, señor… no es que no fuera feliz estando al servicio del doctor Wraxford, pero mi ambición reside en el mundo de la fotografía. Me gustaría comenzar a instalarme por mi cuenta… Pero, por supuesto, necesito un capital, y se me ha ocurrido, señor… que siendo usted tan allegado a la familia… que usted podría intentar que se me adelantara un préstamo…

—Ya. Comprendo. Y… ¿cuánto dinero cree usted que necesitaría? —añadí con demasiada precipitación.

—Doscientas cincuenta libras, señor. Con ese dinero podría establecerme maravillosamente.

—Ya. Y… ¿cuándo lo devolvería?

—Bueno, eso es difícil de decir… Tal vez usted y yo podríamos llegar a un acuerdo informal… Le estaría enormemente agradecido…

—Muy bien —dije, limpiándome el sudor.

—Gracias, señor. Le quedo muy agradecido. Y, señor, ¿no sería posible que me pudiera hacer el favor de extenderme usted el cheque hoy…?

El tono amenazante era inconfundible.

—Muy bien —repetí, intentando evitar su malintencionada mirada—. Si vuelve por aquí a las tres… Yo estaré fuera, pero aquí tendrá usted el cheque y se lo entregarán.

—Muchas gracias de nuevo, señor. No se arrepentirá, se lo aseguro. No es necesario que llame al mayordomo, señor: ya sé dónde está la salida…

Mi estado de nervios durante la investigación judicial apenas puede imaginarse. Fui uno de los primeros en ser llamado para declarar ante el médico forense —un caballero rubicundo de Ipswich que respondía al nombre de Bright— y pensé que mis rodillas se doblarían antes de que me tomaran juramento. Pero, como ocurrió con Roper, mi apariencia demacrada y macilenta causó más compasión que sospecha, y sólo estuve unos minutos en el estrado.

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