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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterioso caso de Styles (16 page)

BOOK: El misterioso caso de Styles
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—¿Qué significa eso?

Lawrence me miraba con una estupefacción que no era fingida.

—¿Es que tú no lo sabes?

—En absoluto. ¿Lo sabes tú?

Me vi forzado a negar con la cabeza.

—¿Qué taza de café?

—No lo sé.

—Sería mejor que preguntara a Dorcas o alguna de las criadas, si quiere saber algo de tazas de café. Es cosa de mujeres, no mía. No sé nada de tazas de café, como no sea que tenemos unas que nunca usamos y que son una verdadera maravilla. Porcelana antigua de Worcester. ¿Eres entendido en porcelana, Hastings?

Hice con la cabeza un movimiento negativo.

—No sabes lo que te pierdes. Es un placer incomparable tener en la mano una pieza perfecta de porcelana antigua; hasta el mirarlo lo es.

—Bueno, ¿qué le digo a Poirot?

—Dile que no sé de qué me habla. Es un jeroglífico para mi persona.

—Muy bien.

Me dirigí hacia la casa cuando me llamó de pronto.

—Es decir, ¿cuál era el final del mensaje? ¿Quieres repetírmelo?

—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». ¿Estás seguro de que no sabes lo que quiere decir? —pregunté con ansiedad, deseoso a mi vez de comprender algo.

Movió la cabeza, negando.

—No —dijo en un susurro—. ¡Ojalá lo supiera!

En aquel momento sonó el batintín y nos dirigimos juntos a la casa. John había invitado a Poirot a almorzar y mi amigo el detective estaba ya sentado a la mesa desde momentos antes.

Por acuerdo tácito, se habían excluido las alusiones a la tragedia. Hablamos de la guerra y de otros temas generales. Pero después de que Dorcas sirvió el queso y las galletas y abandonó el comedor, Poirot, de pronto, se inclinó hacia mistress Cavendish.

—Perdóneme, señora, por traerle a la memoria recuerdos desagradables, pero tengo una pequeña idea —las «pequeñas ideas» de Poirot habían llegado a ser una broma para todos—. Me gustaría hacerle un par de preguntas.

—¿A mí? Desde luego.

—Es usted muy amable,
madame
. Lo que quiero preguntarle es esto: ¿Dijo usted que la puerta de comunicación entre el cuarto de mistress Inglethorp y el de mademoiselle Cynthia estaba cerrada?

—Claro que estaba cerrada —replicó Mary Cavendish—. Ya lo he dicho en el interrogatorio.

Parecía perpleja.

—Quiero decir —explicó Poirot— si está usted segura de que tenía el cerrojo echado, que no estaba solamente cerrada.

—¡Ah! Ya veo lo que quiere usted decir. No, no lo sé. Quise decir únicamente que estaba cerrada, que no pude abrirla. Pero creo que todas las puertas han sido encontradas con el cerrojo echado por dentro.

—De todos modos, en lo que a usted se refiere, la puerta podía estar simplemente cerrada con llave.

—Sí, sí.

—¿Y no se fijó usted por casualidad,
madame
, cuando entró en el cuarto de mistress Inglethorp, si la puerta tenía echado el cerrojo?

—Creo… creo que sí.

—Pero ¿usted no lo vio?

—No, yo… no miré.

—Yo sí miré —interrumpió Lawrence súbitamente—. Me di cuenta por casualidad de que
estaba
corrido.

—¡Ah! Eso lo explica.

Y Poirot quedó cabizbajo.

No pude menos de regocijarme de que, por una vez, una de sus «pequeñas ideas» no hubiera conducido a nada práctico.

Después de almorzar, Poirot me rogó le acompañara a su casa. Acepté fríamente.

—Está usted enfadado, ¿verdad? —preguntó con ansiedad mientras cruzábamos el parque.

—Yo no —dije fríamente.

—¡Ah, bueno! Eso me quita un gran peso de encima.

No era ésa precisamente mi intención. Esperaba haberle hecho notar mi actitud resentida. De todos modos, el fervor con que me habló puso fin a mi justificado disgusto y me ablandé.

—Le he dado a Lawrence su mensaje —dije.

—¿Y qué le contestó? Se desconcertó por completo, ¿no es verdad?

—Sí. Estoy completamente seguro de que no tiene idea de lo que usted quería decir.

Esperaba que Poirot se hubiera desilusionado con mi informe; pero, con gran sorpresa por mi parte, replicó que eso era lo que había supuesto y que estaba muy contento. Mi orgullo me impidió formular más preguntas.

Poirot cambió de conversación.

—¿Cómo es que mademoiselle Cynthia no almorzó hoy con nosotros?

—Está en el Hospital. Ha vuelto hoy al trabajo.

—Ah, es una señorita muy inteligente. Y también muy bonita. Se parece a algunos cuadros que he visto en Italia. Me gustaría mucho ver su dispensario. ¿Cree usted que me lo permitiría?

—Estoy seguro de que le encantará hacerle los honores. Es un lugar muy interesante.

—¿Va allí todos los días?

—Tiene los miércoles libres y los sábados viene a almorzar a casa. Son sus únicas horas libres. Trabaja con intensidad.

—Lo tendré presente. Las mujeres están haciendo una gran labor en nuestros días, y mademoiselle Cynthia es inteligente de veras. ¡Ya lo creo que esa pequeña tiene buena cabeza!

—Sí. Creo que ha pasado un examen bastante duro.

—No lo dudo. Después de todo, es un trabajo de mucha responsabilidad. ¿Tendrán allí venenos muy activos?

—Sí, nos los enseñó. Están guardados en un armarito. Creo que tienen que ir con mucho cuidado con ellos. Antes de dejar la habitación siempre cierran con llave dicho armarito.

—Naturalmente. Y ese armarito ¿está cerca de la ventana?

—No. Está precisamente en el lado opuesto de la habitación. ¿Por qué?

—Por nada, por saber. ¿Entra usted conmigo, querido Hastings?

Estábamos ya ante el chalet.

—No. Creo que me vuelvo. Daré un paseo por los bosques.

Los bosques que circundaban Styles eran muy hermosos. Después del paseo por el parque resultaba agradable vagar perezosamente por los frescos claros de la arboleda. Apenas se movía una hoja. Hasta el trinar de los pájaros sonaba tenue y como amortiguado. Anduve un pequeño trecho y después me tumbé bajo una vieja haya. Mis pensamientos hacia la Humanidad eran amables y caritativos. Hasta perdoné a Poirot sus absurdos secretos. Me sentía en paz con el mundo. Bostecé.

Me puse a pensar en el crimen y me pareció irreal y como muy lejos de mí.

Bostecé de nuevo.

Probablemente, pensaba, todo aquello no había ocurrido en realidad. Tenía que ser todo una pesadilla. La verdad era que Lawrence había asesinado a Alfred Inglethorp con un mazo de croquet. Pero era absurdo que John armara por ello semejante escándalo y que anduviera gritando: «¡Te digo que no lo consentiré!».

Me desperté sobresaltado.

Inmediatamente me di cuenta de que me encontraba en un trance muy apurado, pues a unos metros de distancia estaban John y Mary Cavendish, de pie uno frente al otro, y era evidente que disputaban. También era evidente que no habían advertido mi presencia, ya que, antes de que pudiera moverme o hablar, John repetía las palabras que me habían despertado:

—¡Te digo, Mary, que no lo consentiré!

Oí la voz de Mary, fría y clara al contestar:

—¿Tienes

algún derecho a criticar mis actos?

—Todo el pueblo hablará. Mi madre enterrada el sábado y tú correteando por ahí sin controlar el tiempo, con ese tipo antipático.

—¡Ah, vamos! —Mary se encogió de hombros—. Lo único que te importa es el comadreo.

—No es sólo eso. Y estoy harto de verle por aquí. Además, es un judío polaco.

—Unas gotas de sangre judía no perjudican. Influyen favorablemente sobre la… —le miró— la imperturbable estupidez del inglés medio.

Había fuego en sus ojos y hielo en su voz. No me extrañó que John enrojeciera vivamente.

—¡Mary!

—¿Qué?

El tono de su voz no había cambiado. La súplica murió en los labios de John.

—¿Quieres decir que seguirás viendo a Bauerstein contra mi expreso deseo?

—Sí, si se me antoja.

—¿Me desafías?

—No, pero te niego todo derecho a criticar mis actos. ¿No tienes tú amigos que yo desaprobaría?

John se echó atrás. El color desapareció de su rostro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz insegura.

—¡Ya lo ves! —dijo Mary tranquilamente—. Te das cuenta, ¿verdad?, de que

no tienes derecho a escogerme a

mis amigos.

John la miró suplicante. Parecía profundamente herido.

—¿Que no tengo derecho, Mary? ¿Que no tengo derecho? —dijo con voz vacilante. Extendió sus manos hacia ella—. ¡Mary!

Por un momento creí que Mary vacilaba. Su expresión se dulcificó, pero de pronto dio media vuelta y exclamó casi con fiereza:

—¡Ninguno!

Se marchaba ya, y John corrió tras ella y la cogió por un brazo.

—Mary —su voz era muy tranquila—, ¿estás enamorada de ese Bauerstein?

Mary titubeó y súbitamente su rostro adquirió una expresión extraña, vieja como el mundo y sin embargo eternamente joven. Las esfinges de Egipto podían haber sonreído así.

Se soltó suavemente y le habló por encima del hombro.

—Puede ser.

Y se marchó rápidamente, dejando a John en el claro del bosque, en pie, como petrificado.

Me acerqué procurando hacer ruido, rompiendo algunas ramas secas con los pies. John se volvió. Afortunadamente supuso que acababa de llegar al lugar de la escena.

—Hola, Hastings, ¿has dejado a salvo en su casa al hombrecillo? Es un tipo muy curioso. ¿Y es tan bueno realmente?

—Estaba considerado como uno de los mejores detectives de su época.

—Ah, entonces supongo que será bueno. Pero, ¡qué mundo éste tan asqueroso!

—¿Te parece asqueroso? —pregunté.

—¡Oh, Dios, así lo creo! Para empezar, está ese horrible asunto. Los hombres de Scotland Yard entrando y saliendo como Perico por su casa. Nunca sabe uno por dónde van a aparecer. Y esos escandalosos titulares de los periódicos. ¡Condenados periodistas! ¿Sabes que se había reunido una verdadera multitud en las puertas del parque esta mañana? Para estos aldeanos este asunto es como una Cámara de los Horrores de madame Tussaud gratuita. ¡Resulta insoportable!

—Anímate, John —dije, tratando de suavizar su ira—. Esto no va a durar eternamente.

—¿Tú crees que no? Durará lo suficiente para que ninguno de nosotros pueda volver a levantar la cabeza en mucho tiempo.

—No, no, no te pongas morboso.

—Hay como para volverse loco. Sentirse asediado por esos idiotas de cara de torta, por más que uno se esconda. Pero todavía hay cosas peores.

—¿Qué?

Bajó la voz.

—¿Has pensado, Hastings, en quién podría ser el asesino? Porque para mí es una pesadilla. A veces no puedo menos de pensar que debe haber sido un accidente. Porque… porque… ¿quién puede haberlo hecho? Ahora que Inglethorp está fuera del asunto, no queda nadie; es decir, sólo quedamos nosotros…

Realmente, ¡qué pesadilla para cualquiera! ¿Uno de nosotros? Claro, tenía que ser, a menos que…

Se me ocurrió una nueva idea. La estudie rápidamente. La luz se hacía en mi cerebro. La misteriosas andanzas de Poirot, sus insinuaciones, todo encajaba. ¡Que tonto había sido al no pensar antes en ella y qué alivio para todos nosotros!

—No, John —dije—, no ha sido ninguno de nosotros. Eso es imposible.

—Ya lo sé; pero entonces, ¿quién?

—¿No lo adivinas?

—No.

Miré a nuestro alrededor con precaución y dije en voz baja:

—El doctor Bauerstein.

—¡Imposible! ¿Qué interés iba a tener él en la muerte de mi madre?

—Eso no lo sé —confesé—; pero te diré una cosa: Poirot piensa lo mismo.

—¿Poirot? ¿Y cómo lo sabes?

Le conté cómo se había excitado Poirot al saber que el doctor Bauerstein había estado en Styles la noche fatal, y añadí:

—Dijo dos veces: «Esto lo cambia todo». Y he estado pensando sobre ello. Ya sabes que Inglethorp dijo que había dejado el café en el vestíbulo, y fue precisamente entonces cuando llegó Bauerstein. ¿No pudo el doctor echar algo en el café al pasar, cuando cruzó el vestíbulo? ¿No lo encuentras verosímil?

—¡Hum! —dijo John—. Hubiera sido muy arriesgado.

—Sí, pero es posible.

—Y además, ¿cómo iba a saber él que era el café de mi madre? No, chico, no creo que eso pueda tomarse en consideración.

Pero recordé otra cosa aún.

—Tienes razón. No fue así cómo lo hizo. Escucha.

Y le conté que Poirot había mandado analizar la muestra del chocolate.

John me interrumpió.

—¡Pero si Bauerstein ya lo había analizado!

—Claro, claro, precisamente. ¿No lo entiendes? Bauerstein lo había mandado analizar, eso es. Si es Bauerstein el asesino, nada más fácil para él que sustituir la muestra del chocolate de tu madre por otro normal y mandarlo analizar. Naturalmente, ¡no se encontró estricnina! Pero a nadie más que a Poirot se le ocurriría sospechar de Bauerstein y llevar al laboratorio otra muestra de chocolate —añadí con agradecimiento tardío.

—Sí, pero el chocolate no disimula el sabor amargo de la estricnina.

—Sólo lo sabemos porque él lo dijo. Y aún hay otras posibilidades. Está considerado como uno de los más célebres toxicólogos…

—¿Uno de los más célebres qué? Repítelo.

—Es una persona muy entendida en venenos —expliqué—. Bueno, mi idea es que quizá ha encontrado el modo de preparar estricnina insípida. O puede que ni siquiera fuera estricnina, sino alguna droga desconocida de la que nadie ha oído hablar y que produce los mismos efectos.

—¡Hum! Sí, eso puede ser —dijo John—. Pero escucha: ¿cómo pudo acercarse al chocolate? No estaría en el piso de abajo…

—No, no estaba —admití de mala gana.

Y de pronto una posibilidad espantosa pasó por mi imaginación. Deseé con toda mi alma que a John no se le hubiera ocurrido también. Le miré de reojo. Fruncía el ceño, perplejo, y respiré aliviado, porque el terrible pensamiento que había pasado por mi imaginación era éste: el doctor Bauerstein podía tener un cómplice.

Pero no podía ser cierto. Una mujer tan hermosa como Mary Cavendish no podía ser una asesina. Sin embargo, había habido envenenadoras muy hermosas.

Y súbitamente recordé la conversación que habíamos sostenido el día de mi llegada, a la hora del té, y el brillo de sus ojos al decir que el veneno era un arma femenina. ¡Qué agitada estaba en la noche de aquel martes fatal! ¿Habría descubierto mistress Inglethorp algo entre ella y Bauerstein y la amenazaría con decírselo a su marido? ¿Se habría cometido el crimen para evitar la denuncia?

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