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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (25 page)

BOOK: El monje y el venerable
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Dieter Eckart creía que aquello era una provocación. Pero el ayudante había asumido todos los riesgos al venir solo. Guy Forgeaud se emocionó. Así que en lo más profundo del infierno, había un hermano al que no conocían. Jean Serval revivía el momento de su iniciación. Se sentía perdido, deslumbrado. La vida ya no se paraba a la puerta de aquella prisión.

—Alemania pronto perderá la guerra —declaró Helmut—. Mañana, pasado mañana, el mes que viene… pero perderá.

—¿No estás yendo demasiado lejos, hermano? —inquirió el venerable, con una pregunta ritual para descubrir el grado iniciático del alemán.

—Conozco los misterios de la estrella.

—¿Y no vas demasiado lejos?

—No, venerable maestro. Soy compañero y desconozco el secreto de los maestros.

—En esta logia están presentes los tres grados de la iniciación —concluyó el venerable—. Podemos trabajar en sabiduría, fuerza y belleza.

Una indecible alegría inundó el corazón de cada uno de los hermanos. Habían logrado evadirse de la fortaleza, de la guerra y de la desgracia.

—Padre —dijo el venerable—, ¿podría retomar sus funciones de retejador?

El monje no se ruborizaba desde aquel lejano día en que su abuela lo había sorprendido robando chocolate. Al dejarse llevar, había asistido a aquella «tenida» masónica y olvidado el hábito que llevaba. Casi se había visto seducido por la magia de las actitudes rituales. Avergonzado, dio la espalda a los masones para observar de nuevo lo que pasaba en el patio. Por desgracia, no podía taparse los oídos.

—¿Un hermano pide la palabra en beneficio de la logia?

El ayudante de campo levantó la mano.

—Tienes la palabra —le dijo François Branier.

—Klaus, el jefe de las SS, lleva más de dos horas reunido con sus principales subordinados. Ha logrado convencerlos de exterminar a todos los deportados y abandonar la fortaleza. La guarnición no es lo bastante numerosa para soportar un ataque inminente. La última cuestión que deben resolver es la de la logia «Conocimiento». Para sonsacarles el secreto, sólo les queda probar con la más brutal de las torturas. Doble o nada. Klaus y sus hombres llegarán de un momento a otro. Quería preveniros y morir con vosotros.

Cada uno encajó el golpe lo mejor que pudo. Se lo esperaban, pero deseaban que aquel espectro se alejara y que ellos pudieran convertirse en presos de excepción. Hasta entonces, los habían mantenido aislados mientras el venerable luchaba por la supervivencia de todos y cada uno de ellos. El castillo de naipes se desmoronaba. Cuando la puerta del barracón se abriera por última vez, dejaría entrar al cortejo de la nada.

—El retejador nos avisará de todo riesgo de intrusión —dijo el venerable—. Este peligro forma parte de nuestra iniciación. Hermanos, os invito a poneros manos a la obra. Hermano Dieter, ¿todo es conforme a la Regla?

Dieter Eckart contempló el plano de la logia.

—Todo exacto y perfecto, venerable maestro. Cada uno de los hermanos se ha despojado de sus imperfecciones y cumple su función.

Las palabras rituales se propagaban como el fuego en el cuerpo de Jean Serval. Le abrasaban el alma. En tanto que aprendiz, permanecía en silencio durante la solemne «tenida». Una vez convertido en compañero, recibiría el don de la palabra si superaba la prueba. Entonces devolvería la energía que había recibido.

Ahora Jean Serval tenía la seguridad de que la puerta del barracón rojo no se abriría durante la noche. Aquella «tenida» duraría eternamente. El venerable tenía el rostro demasiado sereno para que fuera de otro modo.

—¿De dónde venimos, hermano segundo vigilante?

—De una logia de Jean, venerable maestro.

—¿En qué trabajan los iniciados?

—Desbastan la piedra bruta mientras practican la Regla.

—¿Los aprendices están satisfechos?

—La armonía reina entre ellos, venerable.

—Hermano primer vigilante, ¿los compañeros han descubierto la piedra bruta?

—La Fuerza reside en ellos, venerable maestro.

—Que los maestros transmitan la Sabiduría que les ha sido transmitida. Así nacerá la luz. Ocupad vuestro lugar, hermanos.

Cada uno de ellos buscó instintivamente el banco de piedra o de madera en el que acostumbraba a sentarse. Se conformaron con sentarse en el suelo del barracón con las piernas cruzadas.

—Hermanos —prosiguió el venerable—, nuestros últimos trabajos se habían basado en los deberes del iniciado respecto al Gran Arquitecto del Universo y, más concretamente, en el secreto del Número del que nuestra logia es depositaria.

«Así que —pensó el monje— los de las SS no se equivocaban».

—De manera excepcional —continuó François Branier—, he tomado la decisión de transmitiros este último secreto de la iniciación. Ninguno de vosotros es venerable, pero me dirijo al venerable que lleváis dentro. Esta noche os convertiréis, como yo, en custodios del Número que hace inmortal nuestra hermandad.

Dieter Eckart pidió la palabra.

—Venerable maestro, esta postura no me parece conforme a la Regla. Ninguno de nosotros está capacitado para recibir ese secreto y, mucho menos, para transmitirlo. Moriremos desempeñando nuestra función, no pedimos más. Tenemos el inmenso placer de celebrar esta última «tenida». Si nuestro secreto va a desaparecer con nosotros, será porque el Gran Arquitecto así lo habrá querido. Y te recuerdo que hay un profano… casi entre nosotros.

El monje no era tan ingenuo para creer que el venerable había olvidado su presencia. Se disponía a darse la vuelta, a saludarlo y a abandonar el barracón. No tenía intención de escuchar más de la cuenta.

—Nuestro retejador exterior hace su trabajo a la perfección —indicó François Branier—. Oye lo que se dice en el interior del templo; pero, al igual que nosotros, está obligado a guardar el secreto.

El monje giró la cabeza. Su mirada se cruzó con la del venerable, que leyó en ella un asentimiento. Esta vez, el monje sintió que el venerable depositaba en él una confianza absoluta. Le tendía una trampa. Así lo obligaba a quedarse, a guardar un secreto que no había querido compartir.

—El hermano Dieter lleva razón —constató Guy Forgeaud después de haber obtenido la palabra—. Sólo puedes transmitir el último secreto a tu sucesor, venerable maestro. Ése no es el objetivo de esta «tenida».

Aunque el compañero y el aprendiz compartieran la opinión de los maestros, guardaron silencio.

El venerable nunca había estado en desacuerdo con su «Cámara del medio», integrada por maestros de la logia. Era fácil respetar la Regla de la unanimidad, en la medida en que los hermanos vivían en armonía.

—Tal vez uno de nosotros sobreviva —insistió François Branier—. Tan cerca de la destrucción de nuestra logia, es preciso que todos estemos al corriente de lo esencial. Sé que ésta es una propuesta excepcional, que contradice la Regla. Pero debemos agotar todas las posibilidades de sobrevivir.

Dieter Eckart volvió a pedir la palabra.

—Debemos rechazar todo aquello contrario a la Regla. ¿Cuántas veces nos has repetido que allí se encontraban todas las respuestas a nuestras preguntas? ¿Por qué hoy iba a ser diferente?

—Porque hoy es nuestro último día, hermano.

Guy Forgeaud levantó la mano.

—No importa, venerable maestro. La iniciación no puede desaparecer, aunque nosotros muramos. Si este mundo está podrido hasta el punto de permitir el asesinato de un venerable, mejor morir. No violemos la Regla bajo ningún pretexto.

El monje comprendía la tentativa del venerable. Ante todo, transmitir la Regla, incluso en las peores condiciones. Nada de preguntarse si un hermano es digno o indigno; simplemente pensar que es un hermano y que esta mera cualidad le permite transmitir los secretos más inaccesibles.

El venerable había fracasado. Era imposible cambiar la opinión de los dos maestros. La jerarquía no se rompería, la Regla no se transgrediría… pero solo él cargaría con el secreto.

—Entonces deduzco que rechazáis mi proposición —manifestó el venerable—. Vamos a…

Las palabras de François Branier se perdieron en un silbido agudo que se amplificó a una velocidad extraordinaria hasta volverse ensordecedor. Los hermanos se taparon los oídos por instinto.

Luego todo explotó.

Capítulo 26

Una bomba. El fuego del cielo que el viejo astrólogo nizardo tantas veces había anunciado.

Atacaban la fortaleza nazi.

Mil ideas se habían arremolinado en el espíritu del venerable, durante las escasas décimas de segundo que habían separado el fin del silbido y el estallido de la bomba. Había caído justo ante la puerta del barracón rojo. Luego otro silbido, otros dos, otros diez…

El barracón rojo había saltado por los aires. François Branier había salido disparado hacia atrás. Su único reflejo, protegerse los ojos con los antebrazos. El impacto frontal de las tablas le produjo heridas en la espalda, y el polvo lo cegó. Pero consiguió levantarse.

Un montón de ruinas. El monje tenía el rostro ensangrentado, pero se mantenía en pie.

El aprendiz Jean Serval, con el brazo izquierdo inmóvil, trataba de ayudar a Guy Forgeaud, sepultado bajo las tablas. A su lado estaba Dieter Eckart, con la cabeza destrozada. Su cadáver yacía sobre el de Helmut, el ayudante de campo, el hermano aparecido en pleno infierno.

El monje parecía incapaz de avanzar. Se tambaleaba, como una estatua a punto de caer de su pedestal. El venerable lo agarró del brazo. Serval levantó a Forgeaud.

—Estoy ciego —dijo el maestro.

Se aceleraba el ritmo de las explosiones.

—¡Larguémonos de aquí! —instó Guy Forgeaud—. Ahora podemos huir.

François Branier no tenía ganas de dar el menor paso. Deseaba quedarse allí, junto a Dieter Eckart.

—Vamos —le dijo el monje—. Su hermano tiene razón. Hay que intentarlo.

Avanzaron arrastrándose el uno al otro, franqueando los restos de piedras y escombros. El venerable quiso detenerse, hablar con Dieter Eckart, pero el monje tiró de él.

—No servirá de nada —murmuró el benedictino.

Jean Serval y Guy Forgeaud ya habían llegado al patio. El aprendiz, pese a su brazo roto, guiaba al maestro ciego, cubierto de polvo y sangre.

Las explosiones se espaciaban. El ataque perdía intensidad. La fortaleza agonizaba. Ya no quedaba ningún barracón en pie. La caserna de las SS ardía en llamas. La torre central estaba destripada. En la muralla, todo eran grietas y agujeros. Unos deportados corrían y otros se peleaban con los agentes de las SS que habían sobrevivido, para arrebatarles las armas. Disparos. Gritos. Muerte. Llamas que encendían la noche.

El venerable caminaba a duras penas. Cada esfuerzo alargaba su sufrimiento. La herida que tenía en la espalda debía de ser grave. En cambio, el monje se recuperaba. El gusto de la libertad le devolvía las fuerzas.

—Déjeme, padre… empiezo a ser una carga.

—Un retejador no abandona a su venerable. Deje de decir disparates y camine.

No lejos de allí, explotó una bomba que los tiró al suelo. Una densa humareda los aisló. Perdieron de vista a Serval y Forgeaud, que se dirigieron hacia una de las brechas que había en la muralla.

—¡Ya está! —gritó Serval—. ¡Salvados!

El aprendiz distinguió la herbosa pendiente. Había que franquear unos bloques, precipitarse al vacío, luego correr, correr… Serval tiró violentamente de Forgeaud, que sobrevivía gracias a una voluntad de hierro. Moriría con las botas puestas, pero no en aquella prisión.

—¡Alto! —ordenó la voz de Klaus, el jefe de las SS.

Klaus no había dejado de disparar desde el principio del ataque. Ya había vaciado varios cargadores, para matar a fugitivos y ejecutar a desertores de las SS. El cañón de su fusil ametrallador quemaba. Pero Klaus era el amo de la fortaleza, y nadie la abandonaría.

Jean Serval no quiso obedecer la orden del de las SS. La libertad estaba demasiado cerca.

—¡Cuerpo a tierra! —ordenó Guy Forgeaud.

Aterrorizado, y con los ojos llenos de lágrimas, el aprendiz se volvió hacia el maestro. Sintió un escozor en el costado que lo hizo doblegarse. Se llevó la mano a la herida y la retiró empapada de sangre. Caminó hacia el jefe de las SS, que continuaba disparando.

—No, ahora no, me voy a convertir en compañero, voy a…

Klaus reía, con una risa de loco. Los masones no escaparían. Serval, ya muerto, seguía avanzando. El cargador del fusil ametrallador estaba vacío, pero el SS no dejaba de apuntar a los dos hermanos con su arma. Guy Forgeaud dio un paso más y se abalanzó sobre el de las SS. Alcanzó el cuello con sus manos y apretó. Pero no le quedaban fuerzas para matar.

Antes de caer en el pozo sin fondo de la vida, recobró la vista. Un solo instante. Lo justo para percatarse de que el jefe de las SS había sido casi decapitado por una esquirla.

El monje y el venerable caminaban en círculo, sin saber dónde se encontraban. Un trozo de la muralla se vino abajo y aplastó a una decena de deportados que la escalaban. El monje tosía sin cesar, con la garganta irritada por la polvareda. Él había presenciado el enfrentamiento entre Klaus y los dos hermanos. El venerable, no; se desplazaba en una bruma rojiza, capaz de distinguir sólo las sombras. A sus espaldas, el ruido de un motor. La auto ametralladora avanzaba peligrosamente en su dirección. Iban a morir atropellados. El venerable supo que no volvería a ver a ninguno de sus hermanos y que había perdido su apuesta.

No desaparecería él, sino el secreto del que era depositario. Un secreto que sus antecesores habían considerado vital para la humanidad. Un secreto que había dado lugar a las pirámides, a los templos y a las catedrales, esos faros, esos oasis de belleza y armonía que influían sin saberlo en el más bárbaro de los hombres. Entonces François Branier comprendió que él era el último de los gigantes; abandonaba un mundo en el que ya no encontraba su lugar. La iniciación iba a desaparecer porque la humanidad había elegido la fría luz de la nada. Ya no quedaba ni un solo hermano al que dar la mano. Y sin embargo, todos ellos vivían en él; estaban presentes en cada una de sus células, en cada gota de su sangre. Ya sólo quedaba el monje, que intentaba en vano hacerlo avanzar, rescatarlo del monstruo de metal que se disponía a devorarlos.

Ahora, François Branier vivía la función de venerable. Estaba poseído por la comunidad de hermanos que habían partido hacia el Oriente eterno; constituía el eslabón que los vinculaba al Gran Arquitecto y al mundo. Tal vez algunos sabios no necesitaran de nadie para descubrir la verdad; en cambio, él necesitaba del más humilde de los iniciados. Eran todos irremplazables.

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