Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Pero… ¿ha sido para tanto? —se preocupó Abuámir.
El visir se acercó a Abuámir y le miró de frente. Su cara estaba aguzada y flaca y sus ojos reflejaban un fondo de temor.
—Créeme —le dijo—, he creído morir.
A Abuámir aquello le resultaba extraño y casi irreal. Ben-Hodair le había parecido siempre un hombre fuerte, arrollador y de naturaleza invencible, a pesar de su edad. Un hombre que jamás rechazaba una copa de vino o un buen manjar. Ahora lo tenía frente a sí como un odre deshinchado, con grandes bolsas bajo los ojos y macilentos pellejos que le colgaban de la mandíbula.
—Nos creemos que somos para siempre, pero… ¡todo se va! —prosiguió el visir—. Por eso he querido venir a verte. Tengo que darte muchos consejos, querido amigo, muchos consejos…
Abuámir le posó una mano en el hombro y le dio un cariñoso apretón, como queriendo infundirle fuerza. Le animó:
—Vamos, vamos; una enfermedad la puede tener cualquiera. Verás como dentro de unos días estamos otra vez en la taberna de Ceno disfrutando.
—¡Ay, qué más quisiera yo! Pero me temo que la próxima copa, si el Todopoderoso quiere, será con las huríes del paraíso.
Dicho esto, el visir se deshizo en un brusco llanto que desarmó a Abuámir. Pero inmediatamente se secó las lágrimas y, rehaciéndose, prosiguió con tono más firme:
—Y ahora dejémonos de quejas. Lo que tengo que decirte es muy importante. Ya ves que podemos desaparecer en cualquier momento. Por mi parte…, ya te he dicho que no espero durar mucho. Pero la salud de mi primo el califa tampoco es buena. Dos años, cinco…, siete tal vez. ¿Quién puede saberlo? En todo caso, no creo que sean muchos más, puesto que cada vez sufre recaídas más largas, todo el mundo habla de ello en Zahra. Hay que estar preparados. Eres ya alguien importante; más de lo que podríamos haber deseado para ti en tan poco tiempo y con tu corta edad. Administras la familia del propio Príncipe de los Creyentes; tienes al mismísimo heredero en tus manos. Y ahora esto. Todo el tesoro del reino está en esta casa. Pero hemos descuidado algo importantísimo: no tienes las espaldas bien cubiertas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Abuámir extrañado.
—Si yo falto y el califa también, lo cual puede suceder en cualquier momento, ¿quién te defenderá? No tienes un partido de seguidores, nadie te debe favores, ni siquiera tienes amigos en la corte…
Abuámir escuchaba con atención, cada vez más preocupado. El visir proseguía.
—Y, lo peor de todo, tienes enemigos entre la gente más importante de Zahra. ¿Has pensado lo que podría suceder en cuando el califa dejara de protegerte de los fatas Chawdar y al-Nizami?
—Pero… el único heredero posible es el hijo legítimo de Alhaquen… —repuso él.
—¡Eso es lo que tú te crees! —exclamó enojado Ben-Hodair—. ¿Crees que los fatas van a consentir que reine un hijo de la sayida Subh, a quien odian a muerte porque los ha puesto en ridículo delante de toda la corte?
—¿Y qué podrían hacer?
—¡Ah, Alhaquen tiene muchos hermanos! A diferencia de él, Abderrahmen fue prolífico y dejó un regimiento de hijos. Hasta ahora todos han estado conformes, pues juraron delante del Omnipotente a Alhaquen como heredero. Pero cuando éste falte su promesa no tendrá ya valor ante los imanes. Además, es público y notorio que los fatas quieren a Alhaquen tanto como a su hermano al-Moguira…
—¡Pero… se dice que al-Moguira es el más apocado e inepto de los hijos de Abderrahmen!
—¡Precisamente por eso! Ese afeminado ha sido siempre protegido por los eunucos. Se ha criado aparte. Si un día reinara, el partido de Chawdar y al-Nizami podría hacerse con las riendas de todo el imperio. ¿Crees que no lo están deseando?
—¿Tantos partidarios tienen?
—¡Ah, amigo! Unos les temen de verdad y se enfrentarían a cualquiera con tal de no tenerlos como enemigos. Y otros les deben favores. Así es el poder.
—Bueno, ¿y qué puedo hacer yo? —preguntó Abuámir lleno de preocupación—. Aparte del gran visir, no conozco a casi nadie en la corte.
—Empieza por ahí —respondió Ben-Hodair elevando el dedo con energía—. Nunca me ha gustado el gran visir al-Mosafi, ya lo sabes, pero es una pieza clave en todo este asunto. Es un intelectual, un filósofo…, como mi primo el califa. Hazte el interesante, visita la biblioteca, frecuenta si puedes sus aburridas tertulias de sabiondos… Y, mientras tanto, hazte con un partido de incondicionales entre la nobleza y los potentados.
—Pero… ¿cómo?
—¡Fiestas! ¡Fiestas y vino! A Córdoba le gusta eso. Desde que reina el mojigato de mi primo los actos sociales se han reducido a oraciones en la mezquita y sermones en el
mimbar
de la plaza principal. Proliferan los santurrones y las sectas iluminadas campan a sus anchas. Judíos y cristianos nunca han estado más a gusto. Hacen falta juergas que permitan a los que aman algo el placer y el dinero aliviar sus deseos reprimidos. ¿Hay mejor lugar para la conspiración que una fiesta privada?
—Dicho así parece fácil…
—¡Bah! Eres la persona más adecuada para meterte a Córdoba en el bolsillo. Si te ganaste mi voluntad, ¿podría alguien escapar a tu encanto? ¡El mundo es tuyo!
—Y… ¿por donde habré de empezar?
—Agénciate una buena casa, donde puedas recibir a quien quieras y cuando quieras. Tienes todo esto —dijo Ben-Hodair aguzando la mirada como un aguilucho y señalando los paquetes de monedas de oro que se amontonaban sobre la mesa de Abuámir.
—¿Esto? ¿Te has vuelto loco? —exclamó él.
—¡Bah! ¿Crees que alguien puede llevar las cuentas aparte de ti? ¿O es que puede entrar alguien a inspeccionar sin que peligre su cabeza?
—Pero… están los fatas. Vienen aquí algunas veces.
—¡Ésos no tienen ni idea! Tendrían que ponerse a contar todo esto y, créeme, sus cabezas no están ya para un esfuerzo tan grande. ¿Por qué crees que era tan complicado nombrar un jefe de la Ceca y un tesorero general? Porque quien tiene la llave de esta casa tiene las llaves de Córdoba. ¿No te has dado cuenta aún?
Abuámir paseó la mirada alrededor. Había innumerables arcones apilados, cuyo contenido sólo él conocía: miles de monedas de oro, plata y cobre; una de las fortunas más grandes del mundo.
—No te digo que te apropies de ello —prosiguió Ben-Hodair—. Pero presta, presta sin miedo; a generales, banqueros, nobles venidos a menos… Y, recuerda, un puño firme siempre sobre la mesa y una mano larga extendida por debajo.
Hedeby, año 967
A Asbag le invadió un inmenso bienestar al sentir el contacto del agua muy caliente en su cuerpo. Sentado en aquella cubeta de madera donde le proporcionaron un reparador baño, se miraba las piernas y los brazos, comprobando cuan delgados estaban. Uno de los monjes le frotaba la espalda para despegar la porquería adherida durante los largos días del viaje en la cubierta del barco. Mientras, otro canturreaba sentado en una banqueta, entretenido en hilvanar una túnica que había cortado después de tomarle las medidas. El obispo, aunque débil, quería conversar.
—¿Y decís, hermanos, que he estado durmiendo más de dos días?
—¡Ah, ya lo creo! —respondió el que cosía—. Desde el día que llegasteis, cuando os desvanecisteis en las vísperas del domingo, hasta la hora nona de ayer martes. Es decir, dos días y medio exactamente.
—Sí —añadió el otro monje—, creíamos que moriríais. Incluso el abad oró recomendando vuestra alma, puesto que vuestra respiración era muy débil y vuestro pulso se perdía.
—¡Hablabais muchísimo mientras dormíais! —prosiguió el primero de los monjes—. Vociferabais en sueños…
—¿Qué decía? —preguntó el obispo lleno de ansiedad.
—Cosas incomprensibles. Seguramente serían frases en lengua árabe. Pero en cierta ocasión os escuchamos invocar a san Jacobo, y el padre Etienne aseguraba que te había oído recitar versículos del Apocalipsis de san Juan en latín perfectamente reconocible.
Cuando estaban en esta conversación entró el abad, que era el anciano monje que rescató a Asbag de los vikingos en la lonja de los esclavos. Traía en sus manos un tazón humeante que acercó a los labios del obispo, diciendo:
—Vamos, vamos, ya está bien de conversación. Tomad esto, beatísimo señor; necesitáis alimentaros.
No sin esfuerzo, Asbag tragó el cuajo caliente. Era como si sus entrañas se hubieran cerrado y no permitieran el paso de alimentos. Al momento le vinieron unas arcadas, pero no hubo vómitos.
—Es normal —dijo el abad—. Cuanto menos se le da al cuerpo menos quiere. Ya os devolverá Dios el apetito.
—Por favor, hermano —pidió Asbag—, ¿podrías repetirme tu nombre? Mi mente está perezosa y apenas retiene. No puedo recordarlo.
—Bueno —respondió el abad—. Creo que no ha habido ocasión de decíroslo. Ha sido todo tan precipitado… Me llamo Clément y soy de origen bretón. Como muchos de mis hermanos, llegue aquí con los monjes picardos hace cuarenta años, siguiendo la herencia de Anscario, que fue quien fundó esta iglesia hace más de un siglo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Asbag—. ¡Pero las gentes de estas tierras son paganas!
—Sí, pero gracias a la Divina Providencia hoy por hoy nos respetan. Aunque lo cierto es que hemos pasado lo nuestro. En tiempos del rey Gorm murieron muchos sacerdotes y otros muchos padecieron terribles tormentos.
—Entonces, ¿vuestra misión es evangelizar a los vikingos?
—¡Ah, es una tarea muy difícil! —respondió uno de los otros monjes—. Esta gente es fiera y de corazón frío.
—Bien, bien —interrumpió el abad—. No es ahora el momento de hablar de estas cosas. El obispo está convaleciente y necesita descansar. Cuando se reponga podremos explicarle todo acerca de este lugar.
Quince días después de su llegada, el obispo Asbag estaba completamente restablecido. Al principio se limitaba a dar pequeños paseos por el reducido claustro del monasterio, pero más adelante se aventuró a salir por la puerta trasera que daba a una extensa huerta. Desde allí, contemplaba una amplia vista del paisaje que le resultaba tan raro: las obscuras montañas, el ensanchamiento del estuario-fiordo del Shlei, los elevados árboles y la ciudad vikinga de casas de madera, con graneros y establos, cuya visión le producía escalofríos. «Esto sí que es el fin del mundo», pensó. En ese momento se sintió ajeno y extraño, como si se hubiera visto recientemente arrancado de su propio suelo por las garras de un águila y transportado a un lugar lejano y diferente por los aires. Algo le sacudió entonces por dentro y tuvo deseos de correr, de volar si pudiera, de escapar de allí. Apresuró sus pasos y se dirigió al límite del huerto, hasta una valla hecha de piedras donde se detuvo. Su garganta se contrajo al sentir la angustia y quiso llorar, pero no pudo.
Mientras estaba allí quieto, tomando conciencia de que estaba atrapado en los confines del mundo, oyó pasos detrás de él. Volvió la cabeza y, al ver al comerciante cordobés al-Tartushi, se encendió dentro de él la esperanza.
—¡Oh, Ibrahim! —exclamó el obispo—. ¡Ibrahim al-Tartushi! ¡Cómo agradecerte lo que hiciste por mí!
—Me alegro de verte repuesto —dijo el mercader—. Aquel día en la lonja temí que pudieras morir en cualquier momento; estabas flaco, débil, con la mirada perdida y con la muerte dibujada en tu semblante. ¡Esos malditos
machus
transportan a los hombres como si fueran ganado!
—Ha sido horrible, amigo —balbució Asbag—. Sólo Dios sabe cómo he podido resistirlo. Pero dime, ¿cómo es que permaneces aún aquí? Pensé que irías ya camino del este.
—Han surgido complicaciones.
El rostro de Asbag se iluminó.
—¿Regresarás entonces a Córdoba?
—Siento defraudarte —se lamentó el mercader—, pero no puedo regresar a nuestra tierra. Si de mí dependiera te juro que lo haría, tan sólo por devolverte allí; pero la embarcación no me pertenece totalmente en propiedad y no puedo disponer a mi antojo de ella. Tengo socios venecianos a quienes no puedo traicionar.
El rostro del obispo se ensombreció.
—Te he prometido que el próximo verano regresaré a por ti —prosiguió al-Tartushi, preocupado.
—Un año… aquí —observó Asbag como para sí—. ¿Y si desciendo hacia el sur por el reino de los francos?
—¡Ah, es una locura! —exclamó alarmado el mercader—. Se te echaría encima el invierno. No podrías tú solo llegar a ningún sitio. Hay montañas elevadísimas, extensas zonas que se cubren de nieve y cuyos caminos desaparecen, bandidos, fieras… Es imposible. Sólo un navegante experimentado podría sacarte de aquí. Esta tierra se encuentra allende la civilización, en los reinos del viento del norte. ¿Por qué crees que estos endiablados
machus
son tan diferentes?
El obispo miró directamente al mercader, buscando sus ojos. Le habló sinceramente de sus temores.
—Me asusta todo esto —dijo—. Estos hombres son tan crueles…
—No tienes nada que temer —aseguró al-Tartushi—. Esos buenos monjes te compraron a buen precio. Les debes tu vida. Permanece confiadamente con ellos y espera al verano. Te juro que volveré a buscarte.
El mercader cordobés se marchó al día siguiente llevándose consigo la única esperanza que el obispo tenía de regresar a Córdoba. Y en pocos días, como de repente, un frío viento trajo densas nubes que obscurecieron el cielo. Todo se volvió entonces gris y sombrío. Luego vino una fina y helada lluvia que no cesaba ni de día ni de noche.
El abad Clément reunió entonces a los monjes en el refectorio, una mañana después de los laudes, y les habló en estos términos:
—Hermanos, el verano ha pasado. Nos ha parecido corto, como siempre sucede en estas tierras. Pero estamos contentos, puesto que hemos recogido nuestras cosechas y hemos podido trasladarnos en varias ocasiones a las tierras de Aarhus y Ribe, para evangelizar en los territorios intermedios y visitar a las comunidades más alejadas. Ahora, el invierno nos sumirá como cada año en la meditación de la Sagrada Escritura y en la lectura de los libros que, felizmente, hemos recibido de nuestros hermanos de la abadía de Saint-Sever.
Uno de los monjes levantó entonces la mano para hacer una pregunta.
—¿Abriremos, pues, la biblioteca?
—Hoy mismo —respondió el abad—. Nos ocuparemos de desembalar los libros esta mañana y pondremos en funcionamiento el
scriptorium.
Hay mucho que hacer.
Desde allí, los doce frailes y Asbag se dirigieron hacia la biblioteca, que estaba al otro lado del pequeño claustro de la abadía. El abad descorrió un pesado cerrojo y, al empujar la puerta, apareció una estancia obscura. Fray Etienne entró y tiró de los postigos de las ventanas. Cuando la luz penetró, iluminó una biblioteca amplia, con estantes repletos de volúmenes de papiros y de códices de pergamino.