El mundo perdido (10 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: El mundo perdido
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—¿DIU?

—Disuasorio Interno contra Úrsidos, así lo llama Levine —aclaró Thorne—. Ésos son sus chistes. De hecho, elaboré este sistema hace unos años para los guardabosques de Yellowstone, donde los osos entran a veces en los tráilers. Enciendes un interruptor y pasan diez mil voltios por la capa externa del tráiler. Eso ahuyentaría al oso más grande. Pero con un voltaje así estos tipos podrían salir volando. Y entonces ¿qué? El sindicato me demanda y tengo que pagar una indemnización. Y todo por una estupidez de ellos. —Hizo un gesto de indignación—. ¿Y bien? ¿Dónde está Levine?

—No lo sabemos —contestó Arby.

—¿Cómo que no lo saben? ¿No les dio clases hoy?

—No, no vino.

Thorne insultó de nuevo.

—Hoy lo necesito para la revisión final, antes de salir a probar los vehículos sobre el terreno. Tenía que volver hoy.

—¿Volver de dónde? —preguntó Kelly.

—Ah, de una de sus expediciones —respondió Thorne—. Estaba muy emocionado antes de marcharse. Yo mismo le preparé el equipo; le presté mi última mochila. Todo aquello que podía necesitar en sólo veintiún kilos. Le encantó. Partió el lunes pasado, hace cuatro días.

—¿Hacia dónde?

—¿Cómo voy a saberlo? —protestó Thorne—. No tenía intención de decírmelo, así que no insistí. Hoy en día todos son iguales. No trato con ningún científico que no actúe en secreto. Y no me extraña. A todos les preocupa que los engañen o los demanden. El mundo moderno. El año pasado monté el equipo para una expedición al Amazonas, y claro, lo impermeabilizamos todo. Eso es fundamental en la selva amazónica; los instrumentos electrónicos empapados de agua no funcionan. El responsable del grupo fue acusado de malversación de fondos. ¡Por la impermeabilización del equipo! Según un burócrata de la universidad, era un «gasto innecesario». De verdad, es una locura. Una locura. ¡Henry! ¿Oíste lo que te dije? ¡Colócalo en forma transversal!

Thorne atravesó el taller dando zancadas y agitando los brazos. Los chicos lo siguieron.

—Fíjense. Llevo meses modificando los, vehículos y por fin están listos. Los quiere livianos, se los hice livianos. Los quiere fuertes, se los hice fuertes. Livianos y a la vez fuertes. Lo que pide es imposible, pero con titanio y compuesto de carbono suficientes lo hacemos de todos modos. Además no quiere depender del suministro de combustible ni de una red eléctrica. Así que finalmente tiene lo que deseaba: un laboratorio portátil de extraordinaria resistencia para ir a algún sitio donde no hay nafta ni electricidad. Y ahora que está terminado… No puedo creerlo. ¿De verdad no se ha presentado a dar clase?

—No —confirmó Kelly.

—O sea, que ha desaparecido —se quejó Thorne—. Maravilloso. Perfecto. ¿Y ahora qué hacemos con la prueba sobre el terreno? íbamos a sacar estos vehículos durante una semana y comprobar su funcionamiento.

—Ya lo sé —dijo Kelly—. Hasta teníamos permiso de nuestros padres para ir.

—Y ahora resulta que no está —bramó Thorne—. Tendría que haberlo imaginado. Estos niños de familia bien… hacen lo que les da la gana. Con un individuo como Levine decir malcriado es quedarse corto.

Una gran jaula de metal cayó del techo y se estrelló en el suelo junto a ellos. Thorne se apartó de un salto.

—¡Eddie! ¡Maldita sea! ¿Por qué no tienes un poco de cuidado?

—Lo siento, Doc —se disculpó Eddie Carr desde el techo—. Pero según las especificaciones no sufre deformaciones hasta una presión de ochocientos cuarenta kilogramos por centímetro cuadrado. Teníamos que probarlo.

—Me parece muy bien, Eddie. ¡Pero no lo pruebes con nosotros debajo!

Thorne se inclinó para examinar la jaula, que era circular y tenía unos barrotes de aleación de titanio de un grosor de dos centímetros y medio. Había sobrevivido a la caída sin el menor desperfecto. Y era liviana; Thorne la enderezó con una sola mano. Medía aproximadamente un metro ochenta de altura por uno veinte de diámetro. Parecía una descomunal jaula para pájaros. Tenía una puerta de vaivén provista de una sólida cerradura.

—¿Para qué es eso? —quiso saber Arby.

—De hecho, forma parte de aquello —explicó Thorne, señalando hacia el otro extremo del taller, donde un empleado agrupaba un montón de barras de aluminio telescópicas—. Es una plataforma de observación, pensada para montarse sobre el terreno. Una vez armado, el andamiaje constituye una estructura rígida de unos cinco metros de altura. En lo alto lleva un pequeño refugio, también desmontable.

—Una plataforma para observar ¿qué? —inquirió Arby.

—¿A ustedes les dijo? —preguntó Thorne.

—No —contestó Kelly.

—No —repitió Arby.

—Bueno, a mí tampoco —dijo Thorne, negando con la cabeza—. Yo sólo sé que quiere algo extraordinariamente fuerte. Liviano y fuerte, liviano y fuerte. Imposible. —Lanzó un suspiro—. Dios me libre de los profesores universitarios.

—Creía que usted era profesor —comentó Kelly.

—Ex profesor —se apresuró a rectificar Thorne—. Ahora me dedico a hacer cosas, y no simplemente a hablar.

Los colegas de Jack Thorne coincidían en que con la jubilación se había iniciado el período más feliz de su vida. Como profesor de ingeniería aplicada y especialista en materiales exóticos siempre se había caracterizado por su orientación práctica y su estima a los estudiantes. Su curso más famoso en Stanford, Ingeniería Estructural 101 a, se conocía entre los alumnos como «Los Espinosos Problemas de Thorne», porque él les planteaba continuamente desafíos en el campo de la ingeniería aplicada. Algunos de estos problemas habían adquirido ya rango de leyenda en el mundo universitario. Uno, por ejemplo, era el Desastre del Papel Higiénico: Thorne pidió a sus alumnos que lanzasen cajas de huevos desde la Torre Hoover de modo que llegasen al suelo indemnes. Como amortiguación sólo podían utilizar los cilindros de cartón en los que se enrolla el papel higiénico. Abajo, la plaza entera quedó llena de huevos rotos.

Otro año Thorne encargó a sus alumnos que construyesen una silla capaz de sostener a un hombre de cien kilos empleando sólo tacos de papel engomado e hilo. Y en otra ocasión colgó una hoja con las respuestas del examen final en el techo del aula e invitó a los alumnos a bajarla mediante cualquier artefacto que consiguiesen construir con una caja de zapatos que contenía medio kilo de regaliz y unos cuantos escarbadientes.

Cuando no se dedicaba a sus tareas académicas, Thorne actuaba a menudo como testigo pericial en juicios que requerían la opinión de un experto en ingeniería de materiales. Se especializó en explosiones, accidentes aéreos, desmoronamientos de edificios y otras catástrofes. Con estas incursiones en el mundo real se reafirmó aún más en su idea de que los científicos necesitaban una educación lo más amplia posible. Solía afirmar: «¿Cómo puede diseñarse algo para la gente si no se sabe nada de historia y psicología? Es imposible. Ya que por perfectas que sean las fórmulas matemáticas la gente meterá la pata. Y si eso ocurre, la culpa será de ustedes». Sus clases estaban salpicadas de citas de Platón, Chaka Zulu, Emerson y Chang-tzu.

Pero como profesor querido por sus alumnos —y como defensor de una enseñanza de carácter general—, Thorne no tardó en descubrir que nadaba contracorriente. El mundo académico avanzaba hacia un conocimiento cada vez más especializado, expresado mediante una jerga cada vez más opaca. En este ambiente gozar de las simpatías de los estudiantes se interpretaba como indicio de superficialidad, y el interés en los problemas del mundo real revelaba limitación intelectual y una lamentable indiferencia ante la teoría. En una reunión de departamento uno de sus colegas se puso de pie y anunció: «Las pavadas míticas de un chino no sirven de un carajo para la ingeniería».

Un mes más tarde Thorne se acogió a la jubilación anticipada y poco después fundó su propia empresa. Su trabajo le apasionaba, pero echaba de menos el contacto con los estudiantes, y por esa razón se sentía a gusto con los dos jóvenes ayudantes de Levine. Eran chicos inteligentes y entusiastas, y gracias a su corta edad el mundo académico aún no había anulado su interés en aprender. Todavía eran capaces de utilizar realmente sus cerebros, lo cual desde el punto de vista de Thorne era una prueba indudable de que aún no habían completado su educación formal.

—¡Jerry! —gritó Thorne a uno de los soldadores que trabajaban en los tráilers—. ¡Regula los montantes a ambos lados! ¡Recuerda las pruebas de colisión! —Thorne señaló un monitor colocado en el suelo, que mostraba la simulación por computadora de un choque del tráiler contra un obstáculo. Primero se estrellaba de frente, después de costado, y luego giraba y volvía a chocar. En cada ocasión el vehículo sobrevivía con mínimos daños. El programa había sido desarrollado por los fabricantes de automóviles y posteriormente desechado. Thorne lo adquirió y modificó—. Claro que lo desecharon: es una buena idea. No quieren que salga ninguna buena idea de una gran empresa. Podría dar como resultado un buen producto. —Suspiró—. Mediante esta computadora hicimos chocar estos vehículos diez mil veces: diseñamos, chocamos, modificamos y volvemos a chocar. Nada de teorías; sólo pruebas reales. Como debe ser.

La aversión de Thorne por la teoría alcanzaba dimensiones legendarias. A su juicio, una teoría no era más que un sucedáneo de la experiencia propuesta por alguien que no sabía de qué hablaba.

—Y ahora ya ven. ¿Jerry? Jerry! ¿Para qué hemos hecho tantas simulaciones si ustedes no se atienen a los planos? ¿Están todos cerebralmente muertos?

—Lo siento, Doc…

—¡No lo sientas y haz bien las cosas!

—De todos modos ya los hemos reforzado de sobra…

—¿Así que a esa conclusión llegaste? ¿Ahora el diseñador eres tú? ¡Respeta los planos!

Arby trotaba al lado de Thorne.

—Estoy preocupado por el doctor Levine —dijo.

—¿En serio? Yo no —repuso Thorne.

—Pero siempre ha cumplido su palabra. Y es muy organizado.

—Eso es verdad —coincidió Thorne . Pero también es muy impulsivo y hace lo que le da la gana.

—Puede ser —aceptó Arby—, pero dudo de que hubiese dejado de venir sin una razón de peso. Temo que le haya pasado algo. La semana pasada nos envió a Berkeley a ver al profesor Malcolm, que tenía en su oficina un mapamundi donde aparecían…

—¡Malcolm! —repitió Thorne con un bufido—. No me digas más. ¡Vaya dúo! Tal para cual. Si uno tiene poco sentido práctico, el otro tiene menos. Pero mejor será que me ponga en contacto con Levine ahora mismo. —Se dio media vuelta y se dirigió a su oficina.

—¿Va a usar el fonosat? —preguntó Arby.

Thorne se detuvo.

—¿El qué?

—El fonosat —repitió Arby—. ¿No se llevó un fonosat el doctor Levine?

—¿Cómo iba a llevárselo? —dijo Thorne—. Ya sabes que los teléfonos para comunicación por vía satélite más pequeños son del tamaño de un maletín.

—Sí, pero no tendrían por qué ser tan grandes —afirmó Arby—. Usted podría haber fabricado uno muy pequeño.

—¿Yo? ¿Cómo?

A Thorne, a su pesar, le divertía aquel muchacho. Era imposible no sentir simpatía por él.

—Con aquella centralita de comunicaciones VLSI que fuimos a buscar —precisó Arby—. La de forma triangular. Contenía dos series de chips Motorola BSN-23, y son tecnología de uso restringido desarrollada para la CIA porque permiten…

—¡Eh, eh! —lo interrumpió Thorne—. ¿Dónde aprendiste todo eso? Ya te advertí sobre los riesgos de la piratería de sistemas…

—No se preocupe, tengo cuidado —respondió Arby—. Pero lo de la centralita de comunicaciones es verdad, ¿no? Podría utilizarla para construir un teléfono de menos de medio kilo. Pero, ¿lo hizo?

Thorne lo miró fijo durante un rato.

—Puede ser —contestó por fin—. ¿Y qué?

Arby sonrió.

—¡Magnífico! —dijo.

La pequeña oficina de Thorne se hallaba en un rincón del taller. Adentro las paredes estaban cubiertas de planos, hojas de pedidos colgadas de sujetapapeles y dibujos por computadora en tres dimensiones de motores y piezas. Esparcidos sobre el escritorio había componentes electrónicos, catálogos de material y montones de faxes. Thorne empezó a revolverlo todo y por fin dio con un minúsculo teléfono portátil gris.

—Aquí lo tenemos. —Lo levantó para mostrárselo a Arby—. No está nada mal, ¿eh? Lo diseñé yo mismo.

—Parece un teléfono portátil corriente —comentó Kelly.

—Sí, pero no lo es. Un teléfono portátil depende de una red. Un fonosat conecta directamente con los satélites de comunicaciones del espacio. Con un teléfono como este puedo hablar con cualquier lugar del mundo. —Marcó rápidamente—. Antes se necesitaba una antena parabólica de un metro. Luego una de treinta centímetros. Y ahora ya no hace falta antena; basta con el auricular. Aunque no esté bien que yo lo diga, es una maravilla, ¿no? Veamos si contesta.

Pulsó el botón del altavoz y oyeron los tonos de marcación y un zumbido de interferencia estática.

—Conociendo a Richard, seguramente perdió el avión o se olvidó de que tenía que estar aquí hoy para dar el visto bueno. Y ya prácticamente hemos terminado. Cuando ya estamos en la etapa de los montantes exteriores y la tapicería, el trabajo ya está hecho. Esto nos va a retrasar. Es muy desconsiderado de su parte. —El teléfono sonó con un pitido electrónico intermitente—. Si no consigo hablar con él, llamaré a Sarah Harding.

—¿Sarah Harding? —repitió Kelly, levantando la vista.

—¿Quién es Sarah Harding? —preguntó Arby.

—Nada menos que la especialista en comportamiento animal más famosa del mundo, Arb.

Sarah Harding era una de las heroínas de Kelly. Leía todos los artículos sobre ella que aparecían. Sarah Harding había sido una mediocre becaria en la Universidad de Chicago, pero ahora, a los treinta y tres años, era profesora en Princeton. Era una mujer atractiva e independiente, una rebelde que hacía las cosas a su modo. Había elegido la investigación de campo y vivía sola en África, donde se dedicaba al estudio de los leones y las hienas. Se la conocía por su tenacidad. En una ocasión se descompuso el Land Rover en que viajaba y recorrió a pie treinta kilómetros por la sabana ahuyentando a los leones a pedradas.

En las fotografías siempre aparecía junto a un Land Rover, en pantalón corto y camisa caqui, con unos prismáticos colgados del cuello. Con el pelo corto y oscuro y un cuerpo fuerte y musculoso, ofrecía un aspecto a la vez tosco y fascinante. Al menos eso pensaba Kelly, que siempre observaba sus fotografías detenidamente, fijándose hasta en el último detalle.

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