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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (18 page)

BOOK: El mundo perdido
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Thorne miró al frente por encima del Explorer y vio una estructura de hormigón y una barrera de acero inclinada. Ciertamente parecía un puesto de guardia. Se hallaba en un estado ruinoso y cubierto de enredaderas. Siguieron sin detenerse y entraron en una carretera asfaltada. Se notaba claramente que en otro tiempo se habían talado unos cinco metros de selva a cada lado. No tardaron en llegar a un segundo puesto de guardia y un segundo control.

Durante otros cien metros la carretera seguía trazando una gradual curva sobre la cresta de la montaña. La vegetación circundante era menos densa, y por entre los claros Thorne vio cobertizos de madera, todos del mismo color verde. Parecían destinados a albergar material. Tenía la sensación de estar entrando en un amplio complejo.

De pronto, tras un recodo, el complejo entero se mostró ante ellos. Se hallaba más abajo, a medio kilómetro de distancia.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Eddie.

Thorne miró asombrado. En el centro del claro vio el tejado plano de un enorme edificio. Abarcaba una superficie de varias hectáreas, equivalente más o menos a dos estadios de fútbol. Más allá del inmenso edificio había una sólida construcción de tejado metálico con el aspecto funcional de una central eléctrica. Pero si realmente lo era, por sus dimensiones habría podido abastecer a todo un pueblo.

En el extremo más alejado del edificio principal, Thorne divisó muelles de carga y descarga y una zona de maniobra para camiones. A la derecha, parcialmente oculta por la vegetación, se extendía una serie de pequeñas estructuras que parecían cabañas, aunque a aquella distancia era difícil precisarlo.

El complejo presentaba el aspecto utilitario de un polígono industrial o una planta de producción. Arrugó la frente, buscando una explicación a lo que veía.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó.

—Sí —contestó Malcolm, asintiendo lentamente con la cabeza—. Lo que empezaba a sospechar que encontraríamos.

—¿Sí?

—Es un planta manufacturera —explicó Malcolm—. Una especie de fábrica.

—Pero es enorme —observó Thorne.

—Sí —convino Malcolm—. No podía ser de otro modo.

—Aún recibo la señal de Levine —avisó Eddie por la radio—. ¿Y a que no adivinan de dónde viene? Del interior de ese edificio.

Descendieron con los vehículos y atravesaron el pórtico medio hundido que daba acceso al recinto. Era una construcción moderna, de hormigón y vidrio, pero la selva la había invadido desde hacía tiempo. Colgaban enredaderas del tejado; había muchos vidrios rotos, y brotaban helechos en las grietas de los muros.

—¿Eddie? —llamó Thorne—. ¿Recibes la señal?

—Sí, viene de adentro. ¿Qué hacemos?

—Vamos a establecer allí el campamento base —ordenó Thorne, señalando hacia un campo situado a unos quinientos metros a su izquierda, que aparentemente había sido en otro tiempo una amplia franja de césped. La selva aún no lo había vuelto a ocupar, así que el sol llegaría bien a los fotovoltaicos—. Después iremos a echar un vistazo.

Eddie estacionó el Explorer, dejándolo orientado en dirección a la salida. Thorne maniobró con los tráilers hasta colocarlos junto al otro vehículo y apagó el motor. A continuación salió al aire caliente e inmóvil de la mañana. Malcolm bajó también y se quedó a su lado. Allí, en el centro de la isla, sólo el zumbido de los insectos rompía el profundo silencio.

Eddie se acercó, dándose una palmada en la mejilla.

—Un sitio precioso, ¿eh? Y mosquitos no faltan. ¿Vamos a buscar ya a ese hijo de puta? —Eddie tomó el receptor que llevaba prendido al cinturón y ahuecó la mano sobre el monitor para evitar el reflejo del sol—. Sigue ahí. —Señaló el edificio principal—. ¿Qué hacemos?

—Vamos por él —decidió Thorne.

Se volvieron, subieron al Explorer y, dejando los tráilers en el campo, se dirigieron hacia el enorme y ruinoso edificio.

El tráiler

En el interior del tráiler se desvaneció el sonido del motor y todo quedó en silencio. El panel de instrumentos resplandecía. El mapa del GPS seguía en pantalla y en él destellaba la X que determinaba su posición. En el monitor, una pequeña ventana bajo el rótulo «Sistemas Activos» indicaba la carga de la batería, el rendimiento fotovoltaico y el consumo en las últimas doce horas. Todos los niveles estaban en verde.

En el habitáculo de la parte trasera, donde se hallaban la cocina y las camas, el agua gorgoteó suavemente en la pileta al volver a circular por las tuberías. De pronto se oyó un golpe procedente del armario superior, situado cerca del techo. Tras un segundo golpe todo siguió en silencio.

Al cabo de un instante asomó una tarjeta de crédito por el intersticio de la puerta del armario. La tarjeta se deslizó hacia arriba, levantando el pestillo y desenganchándolo. La puerta se abrió de par en par y cayó al suelo un fardo de ropa blanca con un ruido sordo. El fardo se desenrolló y apareció Arby Benton, gimiendo y estirando los miembros.

—Si no meo, voy a explotar —dijo, y se precipitó hacia el baño, con piernas temblorosas.

Exhaló un suspiro de alivio. La idea de ir había sido de Kelly, pero Arby se había ocupado de los detalles. Y le parecía que lo había planeado todo perfectamente, o al menos casi todo. Había previsto acertadamente que en el avión de carga tendrían que soportar temperaturas muy bajas, y convenía por lo tanto abrigarse. Habían metido en los armarios todas las mantas y sábanas del tráiler. Había calculado que permanecerían allí unas doce horas, y en consecuencia se habían provisto de galletas y botellas de agua. En realidad, lo había tenido todo en cuenta salvo el hecho de que, en el último minuto, Eddie Carr entraría a revisar el tráiler y cerraría los armarios desde afuera, dejándolos encerrados e impidiéndoles ir al baño. ¡Durante doce horas!

Volvió a suspirar y se relajó. Un constante chorro de orina caía aún en el inodoro. No era de extrañar después de semejante martirio. Y continuaría atrapado allí adentro si no se le hubiese ocurrido…

Oyó unos gritos ahogados a sus espaldas. Tiró de la cadena y salió del baño. Se agachó ante el armario situado bajo la cama y se apresuró a quitar el pestillo. Cayó otro fardo de ropa y, al desenrollarse, apareció Kelly.

—¡Qué tal, Kel! —saludó orgulloso—. ¡Lo logramos!

—Me hago encima —dijo, echándose a correr hacia el baño. Cerró la puerta al entrar.

—¡Lo logramos! —repitió Arby—. ¡Estamos aquí!

—Espera un momento Arb, ¿quieres?

Arby se asomó por la ventanilla del tráiler. Se encontraban en un claro cubierto de hierba y rodeado por una selva de helechos y árboles altísimos. Por encima de las copas de los árboles vio el borde negro y curvo del cráter volcánico.

Sin duda aquello era isla Sorna. ¡Sin duda!

Kelly salió del baño.

—¡Oh, pensé que me moría! —exclamó Kelly. Miró a Arby, levantó la mano y formó una V con los dedos en señal de victoria—. Por cierto, ¿cómo abriste la puerta?

—Con una tarjeta de crédito —respondió Arby.

—¿Tienes tarjeta de crédito? —inquirió Kelly, arrugando la frente.

—Me la dieron mis padres para casos de emergencia. Y me pareció que esto era una emergencia. —Trató de presentarlo como algo gracioso, algo intrascendente. Sabía lo susceptible que era Kelly en cuestiones de dinero. Hacía continuas alusiones a la ropa que Arby llevaba y esas cosas, o al hecho de que siempre tuviese dinero para un taxi o una Coca Cola al salir de clase. En una ocasión Arby comentó que el dinero no le parecía tan importante, y ella replicó con tono irónico: «¿Cómo iba a parecértelo?». Desde entonces Arby procuraba eludir el tema.

Arby no sabía cómo comportarse ante la gente. Además, todos lo trataban de un modo extraño. Porque era más joven que los demás, claro. Y porque era negro. Y porque era un «agrandado», como los otros lo llamaban. Contra su voluntad, estaba obligado a realizar un permanente esfuerzo para ser aceptado, para integrarse. Pero no lo conseguía. No era blanco, no era alto, no era un as en los deportes y no era tonto. En el colegio, la mayoría de las clases lo aburrían tanto que a duras penas lograba mantenerse despierto. A veces los profesores se enojaban con él, pero ¿cómo podía evitarlo? El colegio era como un vídeo en cámara muy lenta. Uno podía mirar las imágenes una vez cada hora y no perderse nada. Y cuando estaba con otros chicos, ¿cómo podía esperarse que mostrase interés en series como Melrose Place o en el último anuncio de tal o cual marca? Le era imposible. Esas cosas carecían de importancia.

Sin embargo, Arby había descubierto hacía mucho tiempo que expresando esas opiniones se ganaba la antipatía de los demás. Era mejor quedarse callado porque, salvo Kelly, nadie lo entendía. Ella casi siempre parecía saber de qué le hablaba.

Y también el doctor Levine. Al menos el colegio organizaba un seminario de estudios avanzados, y Arby lo encontraba relativamente interesante, no mucho, desde luego, pero más que las otras materias. Y cuando el doctor Levine decidió darles clases, Arby empezó a asistir ilusionado al colegio por primera vez en su vida. De hecho…

—Así que esto es isla Sorna, ¿eh? —comentó Kelly, mirando por la ventanilla hacia la selva.

—Sí —respondió Arby . Supongo que sí.

—A propósito, ¿oíste lo que decían antes, cuando pararon?

—No. Envuelto en todas esas mantas…

—Yo tampoco —dijo Kelly—. Pero parecían muy nerviosos por algo.

—Sí, es verdad.

—Me dio la impresión de que hablaban de dinosaurios. ¿Tú has oído algo de eso?

Arby se echó a reír, moviendo la cabeza en un gesto de negación.

—No, Kel.

—Yo juraría que sí —insistió Kelly.

—Vamos, Kel.

—A mí pareció que Thorne decía «triceratops».

—Kel —reprobó Arby—, los dinosaurios se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años.

—Ya sé que…

—¿Ves ahí algún dinosaurio? —la interrumpió Arby, señalando por la ventanilla.

Kelly no respondió. Se acercó al lado opuesto del tráiler y miró por la ventanilla. Vio desaparecer a Thorne, Malcolm y Eddie en el edificio principal.

—Cuando nos encuentren, no va a hacerles ninguna gracia —advirtió Arby—. ¿Cómo crees que deberíamos explicárselo?

—Que sea una sorpresa.

—Se pondrán como fieras.

—¿Y qué importa? —dijo Kelly—. Ahora ya no tiene remedio.

—A lo mejor nos envían a casa.

—¿Cómo? —preguntó Kelly—. No pueden.

—No. Supongo que no —coincidió Arby con un gesto de despreocupación. Sin embargo, aquel razonamiento lo inquietaba más de lo que admitía. La idea había sido de Kelly. Arby no era proclive a quebrantar las reglas o meterse en problemas. Siempre que un profesor lo reprendía, aunque fuese con delicadeza, Arby se sonrojaba y sudaba copiosamente. Y durante las últimas doce horas no había dejado de pensar en la posible reacción de Thorne y los otros.

—Mira —propuso Kelly—, vinimos a colaborar en la búsqueda de nuestro amigo el doctor Levine, y eso es todo. Ya hemos ayudado antes al doctor Thorne.

—Sí… —titubeó Arby.

—Y podemos serles útiles otra vez.

—Quizá…

—Necesitan nuestra ayuda —afirmó Kelly.

—Puede ser —aceptó Arby, no muy convencido.

—Me pregunto qué tendrán por aquí para comer. —Kelly abrió la heladera—. ¿Tienes hambre?

—Muchísima —respondió Arby, tomando conciencia súbitamente de su propio apetito.

—¿Y qué quieres?

—¿Qué hay? Arby se tendió en el sofá acolchado, de color gris, y observó a Kelly mientras revolvía en el interior de la heladera.

—Ven y mira —repuso ella, enojada—. No soy tu mucama.

—Bueno, bueno. Calma.

—Esperas que todo el mundo te sirva —reprobó Kelly.

—No es así —se defendió Arby, levantándose de un salto.

—Eres un malcriado, Arby.

—Oye —protestó Arby—, ¿a qué viene tanto alboroto? Cálmate. ¿Estás nerviosa?

—No, no lo estoy.

Kelly sacó un sándwich envuelto de la heladera. Junto a ella, Arby echó una ojeada al interior y tomó el primer sándwich que vio.

—Ése no te va a gustar —advirtió Kelly.

—¿Cómo que no?

—Tiene ensalada de atún.

Arby detestaba la ensalada de atún. Se apresuró a dejarlo y volvió a mirar.

—Ese de la izquierda es de pavo —informó Kelly.

—Gracias —dijo Arby después de sacar el sándwich de pavo.

—De nada.

Kelly se sentó en el sofá, desenvolvió el sándwich y lo devoró con avidez.

—Al menos he conseguido que ahora estemos aquí —se justificó Arby. Retiró con cuidado el plástico del sándwich, lo plegó pulcramente y lo dejó a un lado.

—Sí. Es verdad. Lo reconozco. En eso estuviste bien.

Arby saboreó el sándwich. Pensó que en la vida había probado algo tan exquisito. Estaba más sabroso incluso que los sándwiches de pavo que le preparaba su madre.

Al acordarse de su madre sintió remordimientos. Era ginecóloga y muy hermosa. Llevaba una vida muy ajetreada y pasaba poco tiempo en casa, pero cuando la veía, la notaba siempre tranquila. Y a su lado Arby se contagiaba de su serenidad. Tenían una relación muy especial. Sin embargo, últimamente ella a veces parecía desconcertada por lo mucho que Arby sabía. Una noche Arby entró en su oficina y la encontró repasando unos artículos de una revista sobre los niveles de progesterona y la HEF. Arby examinó por encima de su hombro las columnas de números y le sugirió que aplicase una ecuación no lineal para analizar los datos. Ella le lanzó una mirada extraña, una mirada distante y pensativa, y en ese momento Arby experimentó una sensación…

—Voy a agarrar otro —anunció Kelly, volviendo a la heladera. Regresó con dos sándwiches, uno en cada mano.

—¿Crees que habrá suficiente comida? —preguntó Arby.

—¿Qué importancia tiene? Me muero de hambre —repuso Kelly, arrancando el envoltorio del primer sándwich.

—Quizá no deberíamos comer…

—Arb, si vas a preocuparte por todo de esa manera, mejor sería que nos hubiésemos quedado en casa.

Arby decidió que Kelly tenía razón. Con sorpresa advirtió que él mismo se había terminado su sándwich y aceptó el otro que le ofrecía Kelly.

Kelly comía y miraba por la ventanilla.

—Me pregunto qué será ese edificio en el que entraron —comentó Kelly—. Parece abandonado.

—Sí, y desde hace años.

—¿Por qué habrán construido un edificio tan grande aquí, en una isla despoblada de Costa Rica?

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