El mundo perdido (36 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: El mundo perdido
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—Desde luego —asintió Malcolm—. Ése es el mayor descubrimiento científico del siglo XX. No es posible estudiar nada sin modificarlo.

Desde Galileo los científicos defendían la idea de que eran observadores objetivos del mundo natural. Esa actitud estaba implícita en todos los aspectos de su comportamiento, incluso cuando escribían sus informes, donde usaban expresiones como: «Se ha observado…». Como si nadie lo hubiese observado. Durante trescientos años este carácter impersonal fue el rasgo distintivo de la ciencia: la ciencia era objetiva, y el observador no influía en los resultados que describía.

Esta objetividad diferenció a la ciencia de las humanidades o la religión, áreas en las que el punto de vista del observador era parte integrante, en las que el observador estaba inextricablemente ligado a los resultados observados.

Sin embargo, en el siglo XX esa diferencia ya no existía. La objetividad científica había desaparecido aun en los niveles más básicos.

Los físicos sabían ya que era imposible medir una única partícula subatómica sin afectarla globalmente. Si uno aplicaba sus instrumentos para medir la posición de una partícula, se alteraba su velocidad. El principio de la incertidumbre de Heisenberg se convirtió en la verdad fundamental: todo aquello que uno estudiase resultaba modificado. Al final nadie ponía ya en duda que todos los científicos formaban parte de un universo participatorio que admitía la posibilidad de que alguien fuese un mero observador.

—Ya sé que la objetividad es imposible —replicó Malcolm con impaciencia—. No es eso lo que me preocupa.

—Entonces, ¿qué te preocupa?

—Me preocupa la Ruina del jugador —afirmó Malcolm sin apartar la vista del monitor.

La Ruina del Jugador era un famoso y controvertido fenómeno estadístico que tenía consecuencias importantes tanto para la evolución como para la vida cotidiana.

—Imaginemos que tú eres una jugadora —dijo Malcolm—. Y juegas a lanzar una moneda al aire. Cada vez que sale cara ganas un dólar; cada vez que sale ceca pierdes un dólar.

—Muy bien.

—¿Qué ocurre con el paso del tiempo?

—Las probabilidades de obtener cara o ceca son las mismas —respondió Harding con un gesto de duda—. Así que quizá ganes, quizá pierdas. Pero al final quedarás como estabas al principio.

—Desgraciadamente, no —rebatió Malcolm—. Si sigues jugando el tiempo suficiente, acabarás siempre perdiendo; el jugador se arruina invariablemente. Por eso continúan abiertos los casinos. Pero la cuestión es: ¿qué ocurre con el paso del tiempo? ¿Qué ocurre antes de que el jugador se arruine definitivamente?

—De acuerdo. ¿Qué ocurre?

—Si llevas a cabo un seguimiento de la suerte del jugador a lo largo del tiempo, advertirás que el jugador gana durante un período o pierde durante un período. En otras palabras, todo en el mundo ocurre por rachas. Es un fenómeno real y encuentras pruebas de ello en todas partes: en la meteorología, las inundaciones fluviales, el béisbol, los ritmos cardíacos, el mercado de valores. Si una cosa va mal, tiende a seguir mal. Eso se refleja en el dicho popular que afirma que las desgracias nunca vienen solas. La teoría de la complejidad revela que el dicho popular es acertado. Las desgracias se agrupan. Las cosas siempre van de mal en peor. Ése es el mundo real.

—¿Y de ahí que se desprende? ¿Que aquí va a ir todo de mal en peor a partir de ahora?

—Podría ser, gracias a Dodgson —contestó Malcolm, contemplando el monitor con expresión ceñuda—. Pero, ¿qué habrá sido de esos hijos de puta?

King

Se oía un zumbido, como el sonido lejano de una abeja. King lo percibía vagamente mientras recobraba poco a poco el conocimiento. Abrió los ojos y vio un parabrisas, y detrás ramas.

El zumbido se hizo más intenso.

King no sabía dónde estaba. No recordaba cómo había llegado hasta allí ni qué había ocurrido. Le dolían los hombros y la cadera. Le palpitaba la frente. Intentó recordar pero el dolor lo distrajo y le impidió pensar con claridad. Lo último que recordaba era la aparición del tiranosaurio ante ellos en el camino. Eso era lo último. Después Dodgson había dado marcha atrás y…

King volvió la cabeza, gritando, cuando una súbita punzada de dolor le subió por el cuello hasta el cráneo. El dolor lo obligó a jadear, a contener la respiración. Cerró los ojos con una mueca. Luego volvió a abrirlos lentamente.

Dodgson no estaba en el jeep. La puerta del conductor se hallaba abierta y la sombra de los árboles moteaba el panel interior. Las llaves seguían en el contacto.

Dodgson había desaparecido.

Había una mancha de sangre en la parte superior del volante. La caja negra yacía en el suelo junto a la palanca de cambios. La puerta del conductor se movió ligeramente y chirrió.

A lo lejos, King oyó de nuevo el zumbido, como el de una abeja gigante. Era un sonido mecánico, advirtió. Algo mecánico.

Eso le hizo pensar en el barco. ¿Cuánto tiempo esperaría el barco en el río? ¿Qué hora era? Consultó el reloj. El vidrio estaba roto y las agujas fijas en la 01:54.

Volvió a oír el zumbido. Se acercaba.

Con esfuerzo se despegó del asiento, inclinándose hacia el tablero. Sintió espasmos eléctricos en la columna, pero enseguida remitieron. Respiró hondo.

«Estoy bien. Por lo menos aún estoy aquí», pensó.

King miró el Sol por la puerta abierta del conductor. Estaba todavía alto. Debían de ser aún las primeras horas de la tarde. ¿Cuándo zarpaba el barco? ¿A las cuatro? ¿A las cinco? No lo recordaba. Pero con toda seguridad los pescadores no se quedarían allí cuando empezase a oscurecer. Abandonarían la isla.

Y Howard King quería hallarse a bordo cuando eso sucediese. No deseaba otra cosa en el mundo. Con una mueca de dolor, se deslizó hacia el asiento del conductor. Se acomodó, tomó aire y se asomó por la puerta abierta.

El jeep pendía en el vacío, sostenido por las ramas. Vio debajo una escarpada pendiente boscosa. Las copas de los árboles apenas dejaban pasar la luz. Sintió vértigo sólo de mirar hacia abajo. Debía de encontrarse a ocho o diez metros sobre el suelo. Vio unos cuantos helechos dispersos y algunos peñascos. Se inclinó un poco más.

Entonces lo vio.

Dodgson yacía de espaldas en la ladera del monte, cabeza abajo. Tenía el cuerpo encogido, con los brazos y piernas en posiciones forzadas. No se movía. King no lo veía demasiado bien a causa del follaje, pero parecía muerto.

De pronto el zumbido sonó muy intenso, aumentando rápidamente, y King, a través de las ramas que tapaban el parabrisas, avistó un vehículo a menos de diez metros. ¡Un vehículo!

En cuestión de segundos el vehículo desapareció. A juzgar por el sonido, era eléctrico. Así que debía de ser Malcolm.

Por alguna razón la idea de que hubiese más gente en la isla le resultó alentadora. Pese al dolor sintió renovadas fuerzas. Alargó el brazo e hizo girar la llave de contacto. El motor arrancó.

Puso un cambio y pisó suavemente el acelerador.

Las ruedas traseras giraron. Colocó la palanca en la posición de tracción a las ruedas delanteras. El jeep avanzó al instante, abriéndose paso entre las ramas. Al cabo de unos segundos estaba en el camino.

De pronto recordó aquel camino. A la derecha se encontraba el nido de los tiranosaurios. El vehículo de Malcolm iba hacia la izquierda.

King dobló a la izquierda, intentando recordar el camino de regreso al río, de regreso al barco. Recordó vagamente una bifurcación en lo alto del monte. Allí, decidió, se desviaría por el sendero descendente y se marcharía por fin de la isla.

Ése era su único objetivo.

Marcharse de aquella isla antes de que fuese demasiado tarde.

Malas noticias

El Explorer llegó a lo alto del monte, y en la bifurcación Thorne tomó por el camino de la cresta. El camino, cortado en la pared de roca del acantilado, transcurría sinuosamente. En muchos puntos la pendiente era escarpada, pero disfrutaban de excepcionales vistas de toda la isla. Finalmente llegaron a un recodo desde donde se divisaba el valle. A la izquierda vieron la plataforma de observación y, más cerca, el claro donde se hallaban los tráilers. A la derecha estaban el laboratorio y la zona residencial.

—No veo a Dodgson por ninguna parte —dijo Malcolm con consternación—. ¿Dónde se habrá metido?

Thorne encendió la radio.

—¿Arby?

—Sí, Doc.

—¿Los ves?

—No, pero… —titubeó.

—¿Qué?

—¿No podrían volver ya? Es algo asombroso.

—¿De qué hablas? —preguntó Thorne.

—Es Eddie —dijo Arby—. Acaba de volver. Y se trajo la cría. Malcolm se inclinó en el asiento.

—¿Que hizo qué?

QUINTA CONFIGURACIÓN

Al borde del caos se producen resultados imprevistos. La supervivencia se encuentra seriamente amenazada.

I
AN
M
ALCOLM

La cría

En el tráiler, todos se hallaban alrededor de la mesa donde la cría de Tyrannosaurus rex yacía inconsciente sobre una amplia bandeja de acero inoxidable, con los ojos cerrados y el hocico enfundado en una mascarilla de oxígeno transparente. La mascarilla se adaptaba perfectamente al hocico romo de la cría. El oxígeno fluía con un suave susurro.

—No tuve valor para dejarla —admitió Eddie—. Y pensé que podíamos curarle la fractura…

—Pero Eddie… —lo amonestó Malcolm moviendo la cabeza con gesto de contrariedad.

—Así que le inyecté la morfina que llevaba en el botiquín y la traje. La mascarilla de oxígeno le encaja perfectamente.

—Eddie —se quejó Malcolm—, no deberías haber hecho una cosa así.

—¿Por qué? El animal está bien. Podemos curarle la pata y devolverlo al nido.

—Pero has interferido en el sistema —repuso Malcolm. Se oyó el chasquido de la radio.

—Ésta es una imprudencia grave —advirtió Levine—. Muy grave.

—Gracias, Richard —contestó Thorne.

—Me opongo rotundamente al traslado de animales al tráiler.

—Ya es demasiado tarde para preocuparse por eso —dijo Sarah Harding. De pie junto a la cría, le colocó sensores cardíacos en el pecho; oyeron el latido del corazón. El ritmo era muy rápido, más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto—. ¿Cuánta morfina le inyectaste?

—Bueno, pues… —titubeó Eddie—. La jeringa entera.

—¿Cuánto es eso? ¿Diez centímetros cúbicos?

—Puede ser. Quizá veinte.

Malcolm miró a Harding.

—¿Hasta cuándo le durará el efecto?

—No tengo la menor idea —contestó Harding—. He administrado sedantes a leones y chacales para marcarlos. Con esos animales existe una correlación aproximada entre la dosis y el peso. Pero con animales jóvenes es imprevisible. Quizás unos minutos, o quizás horas. Además, no sé nada de crías de tiranosaurio. En esencia, va en función del metabolismo, y en este caso parece rápido, como el de un ave. El corazón bombea muy deprisa. Lo único que puedo decir es que cuanto antes la saquemos de aquí mejor.

Harding tomó el pequeño transductor ultrasónico y lo acercó a la pata de la cría. Miró hacia el monitor por encima del hombro. Kelly y Arby tapaban la imagen.

—Por favor, dejen un poco de espacio. No tenemos mucho tiempo.

Cuando los chicos se apartaron, Sarah vio los contornos verdiblancos de la pata y los huesos, sorprendida por la gran semejanza con los de un ave, un cuervo o una cigüeña. Movió el transductor.

—Bien, éstos son los metatarsianos. Y ahí están la tibia y el peroné, los huesos de la parte inferior de la pata…

—¿Por qué los huesos tienen distintos tonos? —preguntó Arby. Las patas presentaban densas secciones blancas delimitadas por contornos verdes.

—Porque es una cría —contestó Harding—. Sus patas aún son básicamente cartílago, con muy poco hueso calcificado. Seguramente esta cría todavía no puede andar, o al menos no muy bien. Aquí. Miren la rótula. Se ve claramente la irrigación sanguínea de la cápsula articular.

—¿Cómo sabes tanta anatomía? —inquirió Kelly.

—No me queda más remedio. Paso mucho tiempo estudiando los desechos de los depredadores, examinando restos de huesos y deduciendo qué animales han sido devorados. Para eso es necesario poseer amplias nociones de anatomía comparativa. —Desplazó el transductor a lo largo de la pata—. Además, mi padre era veterinario.

Malcolm levantó la vista al instante.

—¿Tu padre era veterinario?

—Sí. En el zoológico de San Diego. Era especialista en aves. Pero no veo… ¿Puede ampliarse esto?

Arby pulsó una tecla y el tamaño de la imagen se duplicó.

—Ah. Muy bien. Perfecto. Ahí está. ¿Lo ven?

—No.

—Hacia la mitad del peroné. Una raya negra muy fina, justo por encima de la epífisis.

—¿Esa pequeña raya negra de ahí? —preguntó Arby.

—Esa pequeña raya negra es una herida mortal para esta cría —aseguró Sarah—. Al soldarse, el peroné no quedará recto, de modo que la articulación del tobillo no girará cuando se yerga sobre las patas traseras. Este animal será incapaz de correr y quizás incluso de caminar. Estará tullido, y cualquier depredador acabará con él en cuestión de semanas.

—Pero podemos curarlo —insistió Eddie.

—Veamos —dijo Sarah—. ¿Qué vamos a usar para inmovilizar el miembro?

—Diesterasa —sugirió Eddie—. Traje un kilo en tubos de cien centímetros cúbicos. Cargué bastante para usarla como pegamento. Es una resina polimérica; solidificada llega a ser dura como el acero.

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