El nacimiento de la tragedia (11 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Habiendo visto, pues, que Eurípides no consiguió fundar el drama únicamente sobre lo apolíneo, que, antes bien, su tendencia no-dionisíaca se descarrió en una tendencia naturalista y no-artística, nos será lícito ahora aproximarnos a la esencia del
socratismo estético
, cuya ley suprema dice más o menos así: «Todo tiene que ser inteligible para ser bello»; lo cual es el principio paralelo del socrático «Sólo el sapiente es virtuoso». Con este canon en la mano examinó Eurípides todas las cosas, y de acuerdo con ese principio las rectificó: el lenguaje, los caracteres, la estructura dramatúrgica, la música coral. Eso que nosotros solemos imputar frecuentemente a Eurípides como defecto y retroceso poético, en comparación con la tragedia sofoclea, eso es casi siempre producto de aquel penetrante proceso crítico, de aquella racionalidad temeraria. El
prólogo
euripideo va a servirnos de ejemplo de la productividad de ese método racionalista. Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo con que se inicia el drama de Eurípides. El hecho de que un personaje individual se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que hasta entonces ha ocurrido, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un autor teatral moderno lo calificaría de petulante e imperdonable renuncia al efecto de la tensión. Se sabe, en efecto, todo lo que va a suceder; ¿quién aguardará a que suceda realmente? —dado que aquí no existe en modo alguno la excitante relación que se da entre un sueño vaticinador y una realidad que se presentará luego. Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia, pensaba, no ha descansado jamás en la tensión épica, en la atractiva incertidumbre acerca de qué acontecerá ahora y luego: antes bien, en aquellas grandes escenas retórico-líricas en las que la pasión y la dialéctica del protagonista crecían hasta convertirse en ancho y poderoso río. Para el
pathos
, no para la acción predisponía todo: y lo que no predisponía para el
pathos
era considerado reprobable. Mas lo que con mayor fuerza dificulta esa entrega placentera a tales escenas es un eslabón que le falta al oyente, un agujero en el tejido de la historia anterior; mientras el oyente tenga que seguir haciendo cálculos sobre cuál es el significado de este y aquel personaje, sobre cuáles son los presupuestos de este y aquel conflicto de inclinaciones y propósitos, le resultará imposible sumergirse del todo en el sufrimiento y la actuación de los personajes principales, participar, perdido el aliento, en sus sufrimientos y en sus temores. La tragedia esquileosofoclea empleaba los medios artísticos más ingeniosos para, en las primeras escenas, poner de una manera casual, por así decirlo, en manos del espectador todos los hilos necesarios para la comprensión: un rasgo en el que se acreditan aquellos nobles artistas que enmascaran, por así decirlo, lo formal
necesario y lo
hacen aparecer como casual. De todos modos, Eurípides creía observar que durante aquellas primeras escenas el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, de tal forma que para él se perdían las bellezas poéticas y el
pathos
de la exposición. Por eso Eurípides antepuso el prólogo a la exposición y lo colocó en boca de un personaje al que era lícito otorgar confianza: frecuentemente una divinidad tenía que garantizar al público, en cierto modo, el decurso de la tragedia y eliminar toda duda acerca de la realidad del mito: de modo semejante a como Descartes no fue capaz de demostrar la realidad del mundo empírico más que apelando a la veracidad de Dios y a su incapacidad de mentir. Esa misma veracidad divina vuelve Eurípides a necesitarla otra vez en la conclusión de su drama, para asegurarle al público el futuro de sus héroes: tal es la misión del famoso
deus ex machina
. Entre la mirada épica al pasado y la mirada épica al futuro está el presente lírico, dramático, el «drama» propiamente dicho.

De esta manera, en cuanto poeta Eurípides es sobre todo el eco de sus conocimientos conscientes; y justo eso es lo que le otorga un puesto tan memorable en la historia del arte griego. Con frecuencia tiene que haber pensado, con respecto a su creatividad crítico-productiva, que él debería resucitar para el drama el comienzo del escrito de Anaxágoras, cuyas primeras palabras dicen: «Al comienzo todo estaba mezclado: entonces vino el entendimiento y creó orden». Y si con su
nus
Anaxágoras apareció entre los filósofos como el primer sobrio entre hombres completamente borrachos, también Eurípides concibió sin duda bajo una imagen similar su relación con los demás poetas de la tragedia. Mientras el
nus
, ordenador y soberano único del universo, siguió estando excluido de la creación artística, todo se hallaba aún mezclado, en un caótico magma primordial; así tuvo que juzgar Eurípides, así tuvo que condenar él, como el primer «sobrio», a los poetas «borrachos». Lo que Sófocles dijo de Ésquilo, a saber, que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, no estaba dicho, desde luego, en el sentido de Eurípides: el cual habría admitido únicamente esto, que Ésquilo,
porque
crea inconscientemente, crea lo incorrecto. De la facultad creadora del poeta, en la medida en que no es la inteligencia consciente, también el divino Platón habla casi siempre sólo con ironía, y la equipara al talento del adivino y del intérprete de sueños; pues el poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado inconsciente y ya ningún entendimiento habita en él. Eurípides se propuso mostrar al mundo, como se lo propuso también Platón, el reverso del poeta «irrazonable»; su axioma estético «todo tiene que ser consciente para ser bello» es, como he dicho, la tesis paralela a la socrática, «todo tiene que ser consciente para ser bueno». De acuerdo con esto, nos es lícito considerar a Eurípides como el poeta del socratismo estético. Sócrates era, pues, aquel
segundo espectador
que no comprendía la tragedia antigua y que, por ello, no la estimaba; aliado con él, Eurípides se atrevió a ser el heraldo de una nueva forma de creación artística. Si la tragedia antigua pereció a causa de él, entonces el socratismo estético es el principio asesino; y puesto que la lucha estaba dirigida contra lo dionisíaco del arte anterior, en Sócrates reconocemos el adversario de Dioniso, el nuevo Orfeo que se levanta contra Dioniso y que, aunque destinado a ser hecho pedazos por las ménades del tribunal ateniense, obliga a huir, sin embargo, al mismo dios prepotente: el cual, como hizo en otro tiempo cuando huyó de Licurgo, rey de los edones, buscó la salvación en las profundidades del mar, es decir, en las místicas olas de un culto secreto, que poco a poco invadió el mundo entero.

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Que en su tendencia Sócrates se halla estrechamente relacionado con Eurípides es cosa que no se le escapó a la Antigüedad de su tiempo; y la expresión más elocuente de esa afortunada sagacidad es aquella leyenda que circulaba por Atenas, según la cual Sócrates ayudaba a Eurípides a escribir sus obras. Ambos nombres eran pronunciados a la vez por los partidarios de los «buenos tiempos viejos» cuando se trataba de enumerar a los seductores del pueblo en aquella época: de su influjo procede, decían, el que el viejo, maratoniano y cuadrado (
vierschrötig
) vigor de cuerpo y alma sea sacrificado cada vez más a una discutible ilustración (
Aufklärung
), en una progresiva atrofia de las fuerzas corporales y psíquicas. En este tono, a medias de indignación y a medias de desprecio, suele hablar de aquellos hombres la comedia aristofanea, para horror de los modernos, que con gusto renuncian ciertamente a Eurípides, pero que no pueden maravillarse lo suficiente de que Sócrates aparezca en Aristófanes como el primero y el más alto de los sofiss, como el espejo y el compendio de todas las aspiraciones sofísticas: en lo cual lo único que procura un consuelo es poner en la picota al mismo Aristófanes, presentándolo como un licencioso y mentiroso Alcibíades de la poesía. Sin deternerme en este lugar a defender contra tales ataques los profundos instintos de Aristófanes, paso a demostrar, basándome en la sensibilidad antigua, la estrecha conexión que existe entre Sócrates y Eurípides; en este sentido hay que recordar especialmente que Sócrates, como adversario del arte trágico, se abstenía de concurrir a la tragedia, y sólo se incorporaba a los espectadores cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Lo más famoso es, sin embargo, la aproximación de ambos nombres en la sentencia del oráculo délfico, el cual dijo que Sócrates era el más sabio de los hombres, pero a la vez sentenció que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.

Tercero en esa graduación quedó Sófocles, él, al que le era lícito jactarse, frente a Ésquilo, de hacer lo correcto, y de hacerlo por
saber
que es lo correcto. Resulta manifiesto que es precisamente el grado de claridad de ese
saberlo
que distingue en común a aquellos tres varones como los tres «sapientes» de su tiempo.

Pero la frase más aguda a favor de aquel nuevo e inaudito aprecio del saber y de la inteligencia la pronunció Sócrates cuando encontró que él era el único en confesarse que
no sabía nada
; mientras que, en su deambular crítico por Atenas, por todas partes topaba, al hablar con los más grandes hombres de Estado, oradores, poetas y artistas, con la presunción del saber. Con estupor advertía que todas aquellas celebridades no tenían una idea correcta y segura ni siquiera de su profesión, y que la ejercían únicamente por instinto. «Únicamente por instinto»: con esta expresión tocamos el corazón y el punto central de la tendencia socrática. Con ella el socratismo condena tanto el arte vigente como la ética vigente: cualquiera que sea el sitio a que dirija sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ilusión, y de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absurdo y repudiable. Partiendo de ese único punto Sócrates creyó tener que corregir la existencia: él, sólo él, penetra con gesto de desacato y de superioridad, como precursor de una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta, en un mundo tal que el agarrar con respeto las puntas del mismo consideraríamoslo nosotros como la máxima fortuna.

Ésta es la enorme perplejidad que con respecto a Sócrates se apodera siempre de nosotros, y que una y otra vez nos estimula a conocer el sentido y el propósito de esa aparición, la más ambigua de la Antigüedad. ¿Quién es este que se permite atreverse a negar, él solo, el ser griego, ese ser que, como Homero, Píndaro y Ésquilo, como Fidias, como Pericles, como Pitia y Dioniso, como el abismo más profundo y la cumbre más elevada, está seguro de nuestra estupefacta adoración? ¿Qué fuerza demónica es esa, que se permite la osadía de derramar por el polvo esa bebida mágica? ¿Qué semidiós es este, al que el coro de espíritus de los más nobles de la humanidad tiene que gritar?: «¡Ay! ¡Ay! Tú lo has destruido, el mundo bello, con puño poderoso; ¡ese mundo se derrumba, se desmorona! ».

Una clave para entender el ser de Sócrates ofrécenosla aquel milagroso fenómeno llamado «demón de Sócrates». En situaciones especiales, en las que vacilaba su enorme entendimiento, éste encontraba un firme sostén gracias a una voz divina que en tales momentos se dejaba oír. Cuando viene, esa voz siempre
disuade
. En esta naturaleza del todo anormal la sabiduría instintiva se muestra únicamente para enfrentarse acá y allá al conocer consciente,
poniendo obstácu
los. Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa, y la consciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador —¡una verdadera monstruosidad
per defectum
! Y, ciertamente, aquí advertimos un monstruoso
defectus
de toda disposición mística, hasta el punto de que a Sócrates habría que llamarlo el
no-místico
específico, en el cual, por una superfetación, la naturaleza lógica tuvo un desarrollo tan excesivo como en el místico lo tiene aquella sabiduría instintiva. Mas, por otra parte, a aquel instinto lógico que en Sócrates aparece estábale completamente vedado volverse contra sí mismo; en ese desbordamiento desenfrenado muestra Sócrates una violencia natural cual sólo la encontramos, para nuestra sorpresa horrorizada, en las fuerzas instintivas más grandes de todas. Quien en los escritos platónicos haya notado aunque sólo sea un soplo de aquella divina ingenuidad y seguridad propias del modo de vida socrático, ése sentirá también que la enorme rueda motriz del socratismo lógico está en marcha, por así decirlo,
detrás
de Sócrates, y que hay que intuirla a través de éste como a través de una sombra. Pero que él mismo tenía un presentimiento de esa circunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en todas partes, e incluso ante sus jueces, hizo valer su vocación divina. Refutar a Sócrates en eso era, en el fondo, tan imposible como dar por bueno su influjo disolvente de los instintos. En este conflicto insoluble, cuando Sócrates fue conducido ante el foro del Estado griego, sólo una forma de condena era aplicable, el destierro; tendría que haber sido lícito expulsarlo al otro lado de las fronteras, como a algo completamente enigmático, inclasificable, inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incriminar a los atenienses de un acto ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y no a destierro únicamente, eso parece haberlo impuesto el mismo Sócrates, con completa claridad y sin el horror natural a la muerte: se dirigió a ésta con la misma calma con que, según la descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al amanecer, para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan, sobre los bancos y por el suelo, los adormecidos comensales, para soñar con Sócrates, el verdadero erótico.
El Sócrates moribundo
se convirtió en el nuevo ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega: ante esa imagen se postró, con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Platón, el joven heleno típico.

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Imaginémonos ahora fijo en la tragedia el grande y único ojo ciclópeo de Sócrates, aquel ojo en que jamás brilló la benigna demencia del entusiasmo artístico —imaginémonos cómo a aquel ojo le estaba vedado mirar con complacencia los abismos dionisíacos— ¿qué tuvo que descubrir él propiamente en el «sublime y alabadísimo» arte trágico, como lo denomina Platón? Algo completamente irracional, con causas que parecían no tener efectos, y con efectos que parecían no tener causas; además, todo ello tan abigarrado y heterogéneo, que a una mente sensata tiene que repugnarle, y que para las almas excitables y sensibles representa una mecha peligrosa. Nosotros sabemos cuál fue el único género del arte poético que fue comprendido por él, la
fábula esópica
: y sin duda esto lo hizo con aquella sonriente contemporización con que el bueno y honesto Gellert canta el elogio de la poesía, en la fábula de la abeja y la gallina:

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