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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (33 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Qué desperdicio de sentimiento antisoviético en una campaña donde el partisano y el saboteador cumplieron una función fundamental. A medida que la guerra se prolongaba un mes tras otro y la victoria final parecía cada vez más lejana, los mandos de las SS comprendieron que habían subestimado fatalmente a la Unión Soviética. Había que replantear las actitudes y la estrategia.

El plan de Schellenberg consistía en reclutar a prisioneros de guerra soviéticos capturados por los alemanes para luchar como agentes contra su propio Ejército Rojo. ¿Quién mejor que los rusos desafectos para infiltrarse en el Ejército Rojo, realizar actos de sabotaje e informar de ello al SD? De este modo nació la Operación Zepelín. «Su principal objetivo consistía en lanzar en paracaídas a gran número de prisioneros rusos en el interior del territorio soviético. Se les trataba como a soldados alemanes, vestían uniformes de la Wehrmacht y les daban la mejor comida, alojamiento limpio y películas didácticas, y les llevaban de viaje por Alemania», escribió Schellenberg en sus memorias.

Importantísimo para que tuviera éxito era, desde luego, conocer bien los motivos de los prisioneros para alistarse: si realmente se habían rebelado contra el terror del sistema de Stalin o si, aquejados por conflictos internos, dudaban entre las ideologías del nazismo y el estalinismo. Era un mundo de cifras, códigos, redes de agentes, radios y operaciones encubiertas contra el enemigo más poderoso de Alemania. El máximo reclutamiento para la causa fue un ejército de 20.000 nacionalistas rusos al mando del general Andréi Vlásov. Había incluso un laboratorio de ideas situado en el Wannsee, lleno de expertos rusos que satisfacían el voraz apetito de información que Hitler mostraba ahora sobre la maquinaria bélica soviética. Requería un enorme esfuerzo analizar, redactar y distribuir la avalancha de informes facilitados por el ejército chaquetero de rusos desafectos, lanzados en paracaídas sobre la retaguardia de las líneas enemigas, con radios de onda corta y bicicletas para eludir a la NKVD (policía secreta soviética).

Al final todo el plan resultó un fiasco. En cuanto se vio que los alemanes estaban perdiendo la guerra, se desvaneció rápidamente el aliciente para ayudarles contra el resurgido Ejército Rojo. Las grandes limitaciones para la instrucción y las serias carencias de equipo hacían muy vulnerables a los agentes Zepelín y muy probable que la NKVD los capturase y los «entregara». El cometido de Bruno es borroso. No hablaba ruso, con lo que posiblemente permaneció en la administración de Berlín y no estuvo en el frente mismo. Pero por mucho que deseara cumplir una misión en el juego de la contrainsurgencia, no parece que hiciese gran cosa.

Lo cual no impidió que 1943 comenzase de un modo prometedor para él. La lista de órdenes del jefe de la policía de seguridad y el SD, número 5, con fecha de Berlín, 30 de enero,
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le incluía entre los ascendidos de aquel año: le nombraron Hauptsturmführer o capitán, la graduación más alta que consiguió en su vida (la más común entre los oficiales del SD: por ejemplo, Josef Mengele, Amon Goeth y Klaus Barbie terminaron la guerra con este rango). Era un pobre consuelo, sin embargo, para una situación que se deterioraba en toda la Europa ocupada.

Hubo reveses sorprendentes en la Unión Soviética, primero en Stalingrado y después en Kursk. El norte de África estaba a punto de caer, haciendo cada vez más inminente la perspectiva de una invasión continental aliada. La declaración de una guerra total era la única respuesta posible. Ya no se trataba de debatir cómo se alcanzaría la victoria, sino de sacar la cuenta del coste de la derrota. Pocos alemanes necesitaban que se lo recordasen. Todo el país estaba siendo machacado por las bombas que de día lanzaban los norteamericanos y de noche la RAF británica. Hasta Berlín, en el límite del alcance aéreo aliado, estaba sufriendo terribles bombardeos.

La familia Langbehn dormía ahora frecuentemente en refugios, aunque más seguros que la mayoría. En 2005 convencí a mi madre de que fuera a ver la película El hundimiento, la extraordinaria dramatización de los sucesos en el búnker de Hitler durante los últimos días de la guerra, y que le desenterró un recuerdo sepultado. Ella me dijo después de ver la película que el búnker de la cancillería del Reich era donde su padre les llevaba cuando los bombardeos eran especialmente intensos. En una ocasión había ido al refugio con dolor de oídos y una enfermera se lo había tratado con aceite de oliva. En la película aparecía una enfermera así, vestida de uniforme, y un tropel de recuerdos había emergido: el imponente edificio de encima, los pasillos de azulejos llenos de soldados y los oficinistas de debajo. Recuerda que no le cabía la menor duda de que el acceso era muy restringido; sólo las personas muy importantes podían entrar allí y entre ellas, obviamente, un capitán del SD como su padre.

Pero hasta esto acabó siendo insuficiente. Cuando la guerra empezaba a aproximarse, Bruno y Thusnelda tomaron la decisión de mandar a las niñas a un internado católico rural que estaba fuera de peligro. El edificio sobrevive, pero hace mucho que fue destruida toda la documentación sobre los años de guerra. Bruno y Thusnelda también se mudaron; abandonaron Berlín y se instalaron en su nuevo domicilio en Praga, donde pasaron los últimos meses de la contienda.

FINAL DE PARTIDA, 1944-1946
9

A mediados de 1944, para un policía secreto de las SS era difícil imaginar un destino más agradable que Praga, donde la cerveza bohemia corría sin interrupción aparente: «Un viaje a Praga […] era un viaje a la tranquilidad. Cercado por la guerra, una auténtica conflagración mundial, el protectorado era el único país centroeuropeo que vivía en paz.» Era un comentario hecho un año antes, pero seguía habiendo una porción de verdad en él. La legendaria belleza de la ciudad, una obra maestra de arquitectura medieval y barroca, se conservaba intacta, al cabo de cinco años de guerra en que se mantuvo indemne a los estragos de los bombardeos o la artillería. A pocas horas de tren de Berlín, era la puerta a las fantasías nazis del
Lebensraum
en el este, pero no había conocido la bestialidad de osario de Polonia, los países bálticos, Hungría y, especialmente, la Unión Soviética. No le duraría mucho tiempo, ahora que el Ejército Rojo emprendía su marcha inexorable hacia el oeste, pero por el momento ofrecía un respiro bienvenido de los interminables bombardeos y la miseria y privaciones de Berlín.

Bruno y Thusnelda llegaron a Praga (ella estaba embarazada de ocho meses) hacia mediados de junio y se instalaron en un apartamento en el número 15 de la calle que los alemanes conocían como Fleischmarkt (mercado de la carne; actualmente Masná), un sólido inmueble de los años veinte, a unos treinta segundos a pie de las agujas gemelas de la gran iglesia Týn y la plaza de la Ciudad Vieja, epicentro del barrio histórico de la ciudad. Bastaba un trayecto corto en moto (mi madre me dijo que Bruno prefería los medios de transporte colectivos) para llegar a la oficina del SD en la calle Washington, cerca de la plaza Wenceslao. En el inmueble había una portera con un hijo adolescente.

Sin embargo, los Langbehn apenas llevaban un mes allí cuando sucedió el desastre. Thusnelda estaba en el hospital dando a luz a la hermana más pequeña de mi madre cuando la Gestapo llamó a la puerta con una orden de detención contra Bruno. Las versiones de este episodio han circulado por la familia durante años, pero después de haber reconstruido sus actividades con la Amt VI de Walter Schellenberg deduje lo que debió de haber sucedido. Acusaron a Bruno de estar implicado en la conspiración de la bomba del 20 de julio, cuyo nombre cifrado era Operación Valkiria, que había tenido lugar pocos días antes y había malherido a Hitler, pero no había conseguido matarle en su cuartel general del este de Prusia, en la llamada Guarida del Lobo. Bruno aseguró que era inocente, atónito por las acusaciones. Se había olvidado de que su propio jefe, Walter Schellenberg, había jugado desde 1942, como mínimo, y quizá desde un poco antes, a un juego peligroso en el que ahora se encontraba letalmente envuelto.

Schellenberg fue uno de los primeros oficiales de las SS que llegó a la conclusión de que los nazis tenían pocas posibilidades reales de ganar la guerra. Un puñado de colegas suyos, superiores de Bruno, empezaron a albergar parecidas sospechas, pero «ninguno fue capaz de zafarse de la magia todavía imperiosa de Hitler y de actuar contra la amenaza de catástrofe y ruina. Hubo, no obstante, un oficial nazi lo suficientemente poco escrupuloso y lo bastante lúcido para tirar por la borda todo lo que él y sus camaradas habían adorado en otro tiempo: el Brigadeführer Walter Schellenberg.
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Hacia julio de 1944, la guerra entraba en sus últimas etapas. Cualquier idea de victoria final se estaba evaporando de todas las mentes, salvo de las de los más fanáticos jerarcas del régimen nazi. No por eso disminuía su determinación. Quizá no ganaran la contienda, pero estaban decididos a no perderla. Ahora hablaban de contención, de repeler las incursiones aliadas, de introducir una cuña entre los americanos y los soviéticos y de lanzar una nueva generación de «armas portentosas» (los V1 y los todavía más temibles cohetes V2). La declaración aliada de que sólo una rendición incondicional pondría fin a la guerra dejaba claro que la única alternativa era combatir hasta la muerte. Ésa era, al menos, la versión oficial. Quizá hubiese otra salida para el Estado nazi sitiado. Quizá alguien tuviera simplemente que preguntar a los americanos si estaban dispuestos a negociar una paz separada. Nadie quería que la guerra se prolongase más tiempo del necesario. Sin duda se avendrían a razones, sobre todo si podían destituir a Hitler. ¿Bastaría con esto?

Schellenberg cometió la imprudencia de comentar esta posibilidad con nada menos que Heinrich Himmler, jefe de las SS y el esbirro fanático de quien más se fiaba Hitler. Schellenberg estaba, en efecto, preguntando al Reichsführer de las SS, el segundo hombre más poderoso del Tercer Reich, si tenía pensado algún plan alternativo para el caso de que Alemania perdiera la guerra, plan que necesariamente entrañaba la destitución forzosa del Führer. «Mirando a Himmler fijamente a los ojos proseguí: “Pues verá, Herr Reichsführer, nunca he olvidado el consejo que me dio un hombre muy sabio. Permítame la insolencia de hacerle la siguiente pregunta: ¿en qué cajón de su escritorio tiene usted la solución alternativa para acabar esta guerra?”»
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Increíblemente, Himmler no sólo no le arrestó de inmediato, sino que se achantó y coincidió con su subordinado: era posible que Schellenberg tuviera razón; Himmler había hablado recientemente con otro consejero de confianza que había tenido la valentía de decirle lo mismo; Alemania necesitaba un plan B, un plan sucesorio para lo que sucediese después de la destitución de Hitler, para impedir que los aliados destruyesen el país entero.

Aun cuando la idea de actuar en contra de su amado Führer era tan abominable que le produjo retortijones virulentos, Himmler no la desechó. Dio a Schellenberg su beneplácito provisional para que hiciera lo que le habría valido una sentencia de muerte inmediata si Hitler lo hubiera sabido: un plan para tantear el terreno con los aliados. Tras haber obtenido la aprobación de su superior, Schellenberg cortejó subrepticiamente a un círculo de opositores a Hitler, el llamado grupo de Beck-Goerdeler, que había abierto en secreto una línea de comunicación con los americanos. A Schellenberg no le costó identificarlos, porque la mayoría de estos hombres eran ya conocidos por el SD y, supongo, también por Bruno, gracias a sus actividades anteriores de seguimiento de la oposición de derechas.

Durante los dos años siguientes, con el tácito consentimiento de Himmler, Schellenberg siguió sondeando a los americanos en busca de indicios de que quisieran negociar. Sabía que insistirían en la destitución de Hitler y que preferirían que se lo entregaran vivo. A lo largo de 1943 y 1944 tuvieron lugar contactos furtivos, algunos por parte del propio Schellenberg y otros por la del grupo de Beck-Goerdeler. Se celebraron encuentros en España, Suiza y Suecia. Himmler se alegraba de que Schellenberg se ocupara de los detalles mientras él, angustiado, respondía con evasivas a la cuestión de qué haría si el plan daba visos de funcionar realmente. Estaba desgarrado entre la conciencia de que, en efecto, la victoria empezaba a parecer imposible y el desprecio a sí mismo por la traición implícita a su amado Führer.

Y entonces, el 20 de julio de 1944, la situación literalmente les explotó en la cara. La bomba de Claus Schenk von Stauffenberg destrozó el lado este del cuartel general prusiano de Hitler en el atentado encaminado a matar al Führer, derrocar a la jefatura del Tercer Reich y sustituirlos por una junta de altos oficiales del ejército. Fue un desastre para la reputación de las SS y del SD, que tan ostensiblemente no habían detectado ninguna pista de la conspiración. Lo peor, para Himmler y Schellenberg, era la terrorífica pregunta: ¿iban a descubrirse ahora sus tratos secretos con los aliados, ya que los círculos de resistencia alemanes quedaron despedazados a raíz del episodio de la bomba? Por suerte para ambos, los conspiradores de la Operación Valkiria, un grupo de oficiales del ejército y otros del círculo formado en torno al carismático mando de Stauffenberg, un coronel condecorado, parecían no haberse percatado en absoluto de sus alevosas tentativas de acercamiento. En consecuencia, por el momento no se sospechaba de ninguno de los dos, en el supuesto de que nunca salieran a la luz informes sobre sus turbios manejos. Bruno, al parecer, fue menos afortunado, pero ¿por qué?

Hubo un nexo entre el golpe del 20 de julio y los intentos conjuntos de Schellenberg y Himmler de acercarse a los aliados: un abogado berlinés con sólidos contactos dentro de las SS y el grupo de conspiradores castrenses. Además de que vivía al lado de Himmler en Dahlem, las hijas de ambos eran de la misma edad y compañeras de clase. Himmler no vaciló en aprobar la propuesta de Schellenberg de que el abogado y vecino actuara de mediador principal en las comunicaciones con los americanos. Sólo que ahora estaba complicado en la conjura del 20 de julio. Su nombre había surgido en el interrogatorio de otros conjurados en la conspiración de Stauffenberg y empezaba a circular. Himmler estaba aterrado; habría que arrojar a los lobos a sus contactos antes de que el hombre pudiese confesar a un interrogador todo lo que había hecho en nombre del Reichsführer. Quizá la Gestapo no supiera bien quién era aquel hombre, pero sí sabían que de algún modo estaba vinculado con Schellenberg.

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