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aja abrió los brazos y la metió en casa. Los excesos del día anterior no habían dejado ninguna huella en su redonda cara.
—Entra, Eva. ¡Traes el cuadro!
—Vas a desmayarte al verlo.
—Nunca me desmayo.
Desenvolvieron el cuadro y lo apoyaron en la pared.
—¡Caray!
Maja enmudeció por completo y se puso a estudiarlo detenidamente.
—La verdad es que eres muy especial. ¿Se llama de alguna manera?
—No, ¿estás loca?
—¿Por qué no?
—Porque en ese caso sería yo la que decidiera lo que ibas a ver, y no quiero que sea así. Míralo y dime qué ves, y luego te contesto.
Maja se lo pensó durante mucho rato y por fin se decidió.
—Es un rayo, eso es.
—Pues sí, no es ninguna tontería. Entiendo lo que quieres decir, pero yo también veo otras cosas: la tierra que se agrieta durante un terremoto, o el río que atraviesa la ciudad por la noche, a la luz de la luna, o lava ardiente que chorrea por una llanura carbonizada. Mañana tal vez veas otra cosa, al menos eso es lo que pretendo. Tienes que librarte de algunas opiniones preconcebidas sobre el arte, Maja.
—Me quedo con lo del rayo. No me gusta que las cosas cambien y se transformen en algo diferente. Ahora eres tú la que tienes que librarte, bonita. He preparado la habitación. Ven a verla. ¿Has comido?
—Sólo he bebido.
—Eres peor que un niño. Habrá que darte de comer. ¿Serás capaz de masticar si te preparo un sándwich?
Condujo a Eva hasta el cuarto libre. Era una habitación oscura, con mucho terciopelo rojo y cortinas pesadas y tupidas. La cama era enorme; sobre el colchón había una colcha con flecos dorados. El suelo estaba cubierto con espesas alfombras en tonos rojos y negros y se mecía cuando andaban.
—Estos son tus colores —dijo a Eva con determinación—. Y tengo para ti una bata roja de terciopelo fino que se abre fácilmente. Aquí dentro —se fue al extremo de la habitación y apartó una cortina— hay un pequeño baño con lavabo y ducha.
Eva echó un vistazo.
—Puedes trabajar aquí mientras yo estoy en el centro de acogida. He hecho otra llave. Ven, tienes que comer.
—¿Todo esto lo has organizado hoy?
—Sí. Y tú, ¿qué has hecho?
—Dormir.
—Entonces podrás trabajar algo durante la noche.
—No, Dios mío, no lo sé, si me atrevo… pensé que la primera vez con uno sería suficiente. Oye —dijo nerviosa—, ¿hay muchos tipos asquerosos?
—¡Qué va!
—Pero supongo que algunos dirán cosas desagradables o harán guarradas…
—No.
—¿No te da miedo? ¿Estar a solas con desconocidos noche tras noche?
—Ellos son los que están asustados, los que tienen mala conciencia. Primero han de inventar una mala mentira para marcharse de casa, y luego coger parte del presupuesto familiar para pagar el servicio. Ser cliente de putas hoy en día es algo terrible. Antiguamente no eras un hombre de verdad si no frecuentabas las casas de putas. Pues no, nunca tengo miedo. Soy profesional.
Eva mordió el sándwich y masticó lentamente. Atún con limón y mahonesa.
—¿Y no suelen pedirte cosas especiales?
—No, casi nunca. La voz se corre y ya se han informado antes de venir por primera vez.
Abrió una Coca-Cola y dio un largo trago.
—Saben que soy una puta decente y que hay ciertas clases de sexo que aquí no tendrán jamás. Casi todos son clientes fijos y me conocen, saben lo que se permite y dónde está el límite. Si inventan alguna tontería no les dejo volver, y no quieren correr ese riesgo.
Acabó con un pequeño eructo.
—¿Vienen bebidos?
—Sí, pero no completamente pedos, aunque algo alegres sí que están. Muchos vienen directamente de un pub que hay en esta misma calle: Las armas del Rey. Pero otros vienen a la hora del almuerzo, de traje y con maletín.
—¿Puede ocurrir que se nieguen a pagar?
—No me ha pasado nunca.
—¿Y alguno te ha pegado alguna vez?
—No, señora.
—No sé si me atrevo.
—¿Y por qué no?
—No lo sé… se oyen tantas historias…
—Un hombre sólo se cabrea cuando no consigue lo que quiere, ¿no es así?
—Pues sí.
—Vienen aquí para comprar algo que necesitan, y lo consiguen. No tienen ningún motivo para armar líos. ¿Qué tiene de malo el acostarse con alguien?
—Nada. Excepto que muchos de ellos estarán casados y tendrán hijos…
—Claro, precisamente ésos son los que acuden aquí, los que obtienen demasiado poco. La gente casada no hace el amor muy a menudo.
—Jostein y yo sí.
—Bueno, puede que al principio. ¿Pero cómo estaban las cosas al cabo de diez años?
Eva se sonrojó.
—¿O tal vez opinas —prosiguió Maja— que las mujeres debemos reservarnos para el gran amor? ¿Es eso lo que piensas? ¿Crees en el gran amor, Eva?
—Claro que no.
Bebió otro trago de Coca-Cola.
—¿Alguno se ha enamorado de ti?
—Ah, sí. Sobre todo los más jóvenes. Me resultan muy agradables y los cuido un poco más que a los otros. Esta primavera, por ejemplo, llegó un joven que tenía un nombre increíble, la familia era de origen francés y español: Jean Lucas Cordoba. Fantástico nombre, ¿verdad? Imagínate llamarse así —dijo pensativa—. Te entran ganas de casarte con él sólo por el nombre, ¿a que sí? Y luego estaba Gøran, nunca lo olvidaré. Era virgen, así que tuve que explicarle ciertas cosas. Luego estaba muy conmovido y agradecido. No resulta fácil ser virgen cuando tienes veinticinco años y encima eres policía. Tuvo que haberse armado de mucho valor para venir aquí.
Eva ya se había acabado el sándwich. Vació el vaso y se apartó el pelo de la cara.
—¿Habláis de algo?
—Intercambiamos algunas palabras. Las mismas frases hechas cada vez, más o menos lo que creo que quieren oír. La verdad es que no exigen mucho, Eva, ya lo verás por ti misma.
Dejó la botella.
—Son las siete menos diez, y el primero llega a las ocho. Es un tío que ya ha estado otras veces; algo huraño, pero acaba pronto. Me ocuparé de él y le diré que somos dos y que nos repartiremos los clientes. Y que vamos a seguir en la misma línea. Así sabrán lo que se van a encontrar, y tú tendrás el mismo tipo de clientela que yo.
—Me gustaría meterme en el ropero y observaros a escondidas —suspiró Eva—. Para ver cómo lo haces; creo que para mí lo más difícil será inventar algo que decir.
—Vas a estar demasiado estrecha en el armario. Mejor será que mires por la rendija de la puerta.
—¿Cómo?
—Bueno, no podrás estar exactamente junto a la cama, pero puedes mirar desde el otro cuarto. Apagamos la luz y dejamos la puerta entreabierta. Así podrás quedarte sentada observando y hacerte una idea. Ya me conoces, nunca he tenido problemas de timidez.
—Dios mío, no me vendría mal una copa, estoy temblando.
Maja hizo una pistola con dos dedos e hizo como si le pegara un tiro en la frente.
—¡Ni hablar! ¡Totalmente prohibido emborracharse o drogarse en el trabajo! Así conseguirás que todo se vaya a la mierda, Eva. Luego iremos a cenar a La cocina de Hanna. Una cosa puedo prometerte: cuando empieces a ganar dinero, empezará realmente a apetecerte. Cada vez que me entran ganas de comprarme algo, meto la mano en algún florero y saco un montón de billetes. Tengo dinero por todas partes, en cajones, armarios, en el cuarto de baño, en la cocina, metido en botas y zapatos, ya casi he perdido la cuenta.
—¿No tendrás dos millones esparcidos por el piso?
Eva estaba pálida.
—No, no, sólo lo que me hace falta para ir viviendo. El resto lo tengo guardado en la cabaña.
—¿En la cabaña?
—En la cabaña de mi padre. Murió hace cuatro años, así que ya es mía. Has estado allí una vez, te acuerdas, con más amigas. En la sierra de Hardanger.
—¿Murió tu padre?
—Sí, hace años. Te puedes imaginar lo que acabó con él.
Eva tuvo la delicadeza de no contestar.
—¿Y si va algún ladrón?
—Está muy bien escondido. A nadie se le ocurriría buscar en ese lugar. Los billetes son muy planos, no ocupan mucho espacio. Además, no puedo meterlos en el banco, ¿no crees?
—El dinero no lo es todo —dijo Eva sabihonda—. Tal vez te mueras antes de poder disfrutarlo.
—Tal vez te mueras antes de haber vivido —contestó Maja—. Pero si me muriera así, de repente, te nombro por el presente mi única heredera. Te lo mereces.
—Gracias. Creo que me hace falta una ducha —dijo Eva—. Estoy sudando de miedo.
—Dúchate. Voy a sacarte el vestido. ¿Te ha dicho alguien que el negro te sienta de maravilla?
—Gracias.
—No es un cumplido. Te lo pregunto porque como siempre vas de negro…
—Ah bueno —contestó Eva, avergonzada—. No, no recuerdo que alguien me lo haya dicho. A Jostein no le gustaba nada.
—No entiendo qué tienes en contra de los colores.
—Son… estorban de alguna manera.
—¿Estorban en qué sentido?
—A lo que realmente importa.
—¿Y qué es lo que realmente importa?
—Todo lo demás.
Maja suspiró y recogió los vasos y el plato.
—No es fácil entender a los artistas.
—No —sonrió Eva—, pero algunos tenemos que tomarnos la molestia de mostraros la profundidad de la existencia, para que tengáis una superficie sobre la que poder nadar.
Entró en el que iba a ser su cuarto, y se desnudó. Oyó a Maja canturrear y el tintineo de perchas. La habitación verde con mucho dorado de Maja hizo pensar a Eva en su propio piso, negro y blanco. Había un abismo entre ambas casas.
La cabina de la ducha era minúscula y la pared de enfrente estaba cubierta por un gran espejo. Observó su largo cuerpo y le pareció desconocido. Tuvo la sensación de haber renunciado al derecho de propiedad. El espejo se estaba empañando. Por un instante pareció joven y lisa, con un tono rosa de la cortina floreada.
«No debo pensar —se dijo—. Sólo hacer lo que me diga Maja.»
Acabó de ducharse, se secó y volvió a la habitación, que estaba fresca en comparación con la ducha. Maja entró con algo rojo sobre el brazo. Era una bata y Eva se la puso.
—Magnífico. Exactamente lo que necesitas. Cómprate algo de ropa roja, con ella pareces una mujer, en lugar de un palo para secar el heno. ¿Puedes hacer algo con tu pelo?
—No.
—Bien. Entonces sólo me queda enseñarte un pequeño detalle. Túmbate sobre la cama, Eva.
Eva vaciló, pero por fin se acercó a la cama y se tumbó justo en el centro.
—No, en un lado, en la parte derecha, si no, te quedarás sobre la rendija entre los dos colchones.
Eva se desplazó hasta el borde.
—Deja caer la mano derecha al suelo.
—¿Qué?
—Deja caer el brazo por el borde de la cama. ¿Notas algo duro a través de la colcha?
—Sí.
—Mete la mano debajo y arráncalo. Está pegado con celo.
Eva rebuscó entre los flecos de la colcha con la mano derecha y descubrió algo largo y liso, pegado al borde. Lo arrancó. Era un cuchillo.
—¿Ves ese cuchillo, Eva? Es un Hunter, de la casa Brusletto. Si te parece espantoso, el propósito se ha conseguido. Es para ejemplo y escarmiento. Para eso está ahí, por si a alguien se le ocurre alguna tontería. Si bajas el brazo con cuidado, vuelves a levantarlo con el cuchillo en la mano, y él está sentado en la cama con el culo y todas sus cosas al aire; apuesto a que se tranquilizará rápidamente.
—Pero… has dicho que nunca había ocurrido nada por el estilo.
Eva tartamudeó. Empezaba a sentirse mal.
—No —contestó Maja evasivamente—, nada más que algunos pobres intentos. —Se agachó junto a la cama y pegó el cuchillo en su sitio. Eva no podía verle la cara—. Pero de vez en cuando alguno se pone un poco chulo. No conozco bien a todos. Además, los hombres son mucho más fuertes que nosotras.
Vacilaba con el papel celo.
—Para ser sincera, suelo olvidarme de que el cuchillo está ahí. Pero te prometo que me acordaré si pasa algo. —Volvió a levantarse. La vieja sonrisa estaba de nuevo en sus labios—. Tal vez sea un poco frívola, pero no descuidada. Ven aquí, te hace falta un poco de lápiz de labios.
Eva vaciló un instante, luego cruzó descalza la espesa alfombra. «Éste es otro mundo —pensó—, con sus propias reglas. Luego, cuando vuelva a casa, todo será como antes.» Dos mundos separados por una pared.
Estaba inmóvil, sentada en una banqueta junto a la puerta. No había luz en la habitación y nadie podía verla desde fuera. A través de una rendija podía ver la cama de Maja, la mesilla de noche y la lámpara, con una gran pantalla, decorada con un flamenco rosa. Era la única luz que había en la habitación. Eva esperaba a que sonara el timbre de la puerta: dos breves toques, la señal acordada. Eran las ocho menos cinco. El edificio estaba en una calle tranquila; no se oía ningún ruido, salvo una suave melodía procedente de la minicadena: la voz de Joe Cocker. Cada vez es más ronca, pensó Eva. De repente oyó el motor de un coche que estaba aparcando justo debajo de la ventana. Eva volvió a mirar el reloj, eran las ocho menos tres minutos y su corazón empezó a latir más deprisa. Sonó la puerta del coche y a continuación un ruido sordo producido por la puerta del portal al cerrarse. Una repentina ocurrencia la impulsó a levantarse y acercarse a la ventana. Vio un coche blanco, aparcado junto a la acera. Un modelo deportivo, pensó, mirando con los ojos entreabiertos a través de la rendija de la cortina. Nunca se le escapaba ningún detalle. Era un Opel bastante bonito, pero no nuevo del todo. Le resultaba familiar. Jostein tenía uno igual cuando se conocieron. Volvió de puntillas hasta la banqueta y se sentó con las manos sobre las rodillas. El timbre sonó brevemente dos veces, tal y como se había acordado. Maja se levantó, atravesó la habitación, y de repente se giró y levantó el pulgar. Luego abrió la puerta. Eva intentaba respirar tranquilamente. Había tanta tela en la habitación que notaba que el aire se iba espesando. Un hombre entró. Eva no pudo verlo con claridad, pero tendría unos treinta y tantos años, era corpulento, de pelo rubio y ralo, más largo en la nuca, que llevaba recogido con una goma en una pobre coleta. Iba vestido con unos pantalones vaqueros que no le sentaban bien porque tenía una enorme tripa. Eva aborrecía a los hombres que no podían ajustarse bien los pantalones a causa de su tripa. También le ocurría a Jostein, pero Jostein era Jostein, y era diferente. El hombre se quitó descuidadamente la chaqueta y la tiró sobre la cama con un gesto muy familiar, como si estuviera en su propia casa. A Eva no le gustó, le pareció muy descarado. Luego vio que el hombre metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacaba un billete que también tiró sobre la cama. Eva oyó la voz de Maja, pero hablaba tan bajo que tuvo que esforzarse para distinguir lo que decía. Se inclinó con mucho cuidado hacia delante y aproximó la oreja a la rendija todo lo que pudo.