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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (8 page)

BOOK: El pacto de la corona
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—Pero la seguridad de la hija del rey y de mis oficiales…

—…es de suma importancia. Sin embargo, la Flota Estelar no permitirá que la dejen en ridículo. Los klingon acaban de hacer precisamente eso, capitán. Tuvieron durante todo el tiempo un espía debajo de nuestras narices, usted saca un plan de la nada acerca del que la Flota no sabe una palabra… y el enemigo sabe adónde se dirige y cuando antes incluso de que se ponga usted en camino. Yo también tengo que responder ante mis superiores, y ellos no van a apoyar eso. Ellos me lo han arrojado a la cara, y yo se lo arrojo a usted. Esto es una orden: encuentre a ese espía.

—Señor, por razones prácticas, hemos puesto a los cuatro sospechosos bajo custodia. Podemos investigar después de que hayamos puesto a salvo a la misión de la lanzadera.

—La Junta del Estado Mayor quiere que primero esté a buen recaudo el espía.

—¿Tenía el Estado Mayor alguna buena idea sobre cómo conseguirlo? —preguntó Kirk, mordiendo cada palabra y esquivando la tentación de iluminar a los miembros de dicha junta con coloridos adjetivos y verbos.

—Usted se metió en esto, Kirk, y depende de usted el hallar una salida. Debo agregar que ésa no es una cita fiel. Las palabras que emplearon fueron ligeramente más descriptivas.

Kirk se arrepintió de inmediato de haberse contenido; las frases que le pasaban por la mente eran bastante descriptivas, pero se daba cuenta de que la insubordinación no era precisamente lo que ayudaría a su causa en aquel momento.

—Almirante, debo hacer constar una firme protesta. Nosotros…

—Está en su derecho, capitán; y éstas son las órdenes que tiene: trace un plan para apresar el espía y mantenga su posición actual hasta que lo haya conseguido. Luego someta los detalles del mismo a nuestra aprobación antes de poner el plan en acción. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor —respondió Kirk con tono tirante.

—Una cosa más: ¿cómo está el rey, a todo esto?

Kirk y Scott intercambiaron rápidas miradas.

—¿El rey? El rey está bien, señor.

—Perfecto. Odiaría tener más complicaciones después de todo lo que ya tenemos entre manos. Muy bien… estaremos esperando un plan suyo dentro de dos horas exactamente. Flota Estelar fuera.

La imagen de Harrington se desvaneció y la pantalla quedó negra. Kirk descansó el mentón sobre los brazos, encorvado sobre la superficie del escritorio.

Scotty meneó la cabeza con el rostro serio.

—Capitán, le ha mentido a un almirante de la Flota Estelar.

—Esperemos que usted y yo seamos los únicos en enterarse de ello. Han pasado dieciocho años, y yo continúo luchando con la maldita burocracia. No puedo arriesgarme a que se produzcan más filtraciones. —Sacudió la cabeza—. Sea lo que sea lo que ocurrió, tuvo lugar antes de que saliésemos de Orand, y eso estaba fuera de nuestro control. Quizá el rey le habló de su plan a alguno de sus servidores que a su vez se lo mencionó a otra persona. O quizá alguien lo oyó por casualidad o Kailyn dijo algo cuando no debía. No lo sé. Lo que sí sé es que nada de eso importa ahora. Lo que importa es que Spock, McCoy y Kailyn van a encontrarse con problemas, y que esa nave klingon que ha estado jugando al gato y al ratón con nosotros durante tres días, era un truco en el cual he caído. Ahora, en lugar de llegar a Sigma lo más rápidamente posible para encargarnos de que no le ocurra nada a la tripulación de la lanzadera, tenemos que sentarnos aquí a pensar en la forma de limpiarle la cara a la Flota Estelar. Maldición.

No se hicieron bromas fáciles cuando Kirk reunió a Scott, Sulu, Chekov, Uhura y la teniente de seguridad Jaye Byrnes en el salón de oficiales. La situación fue resumida en términos muy breves, y los oficiales reunidos le dieron vueltas cautelosamente durante más de treinta minutos. Finalmente, Kirk se levantó de su asiento y comenzó a pasearse en torno a la mesa.

—Damas y caballeros, no estamos llegando a ninguna parte —dijo con abatimiento.

Byrnes se aclaró la garganta. Ella estaba presente porque había llegado a la
Enterprise
después de pasar cinco años en la Contrainteligencia de la Flota Estelar, y Kirk esperaba que sus conocimientos consiguieran engendrar ideas en los demás.

—Mientras el espía esté a bordo —dijo la teniente—, somos nosotros quienes tenemos el control, señor. Ése es nuestro as.

—Eso es lo que intenté decirle a la Flota Estelar, que ése es el motivo de que este punto no debería ser tan urgente.

—Pero para el Cuartel General lo es —dijo sombríamente Chekov—, y eso lo convierte en urgente para nosotros.

Kirk le dedicó una sonrisa de humor negro.

—Es la cadena de mando, señor Chekov. Ellos me presionan a mí y yo lo presiono a usted.

—¿Pero a quién presionamos nosotros? —refunfuñó Sulu.

—A nadie. ¿Va a darme alguna respuesta, Byrnes? Ella se echó los dorados cabellos hacia atrás por encima de los hombros.

—Podemos utilizar ese control, capitán.

—¿Cómo?

—Dándole al espía la cuerda suficiente como para que se ahorque él mismo.

Kirk se sentó sobre el borde de la mesa, con los brazos cruzados.

—Continúe.

—Sabemos de su existencia. Sabemos que está aquí…

—Oh, sí —dijo Scott—, pero no sabemos quién es…

—Si podemos hacerle creer que puede conseguir hacer algo que desea y que normalmente nosotros querríamos evitar, podríamos tener la posibilidad de atraparlo.

Scott asintió con la cabeza.

—Ya. Darle al pez un poco de sedal para que crea que está libre… y, cuando él mismo se cansa nadando, uno recoge rápidamente y lo saca del agua.

—Exactamente —dijo Byrnes—. Ahora bien, ¿qué podría querer ese espía con todas sus fuerzas, ya sea a nivel personal o como parte de su misión?

—Alejarse de nosotros —sugirió Sulu.

Kirk entrecerró los ojos.

—¿Alejarse de nosotros con qué propósito?

—Por su propia seguridad —intervino Uhura.

—O para transmitir nueva información —dijo de pronto Scott—. Como la muerte del rey. Desde que salimos de Orand, es lo único nuevo que ocurrió que pueda interesarles a los klingon.

—Por supuesto —exclamó Sulu, asintiendo enfáticamente con la cabeza—. Entonces ya no tendrían que preocuparse por obtener la Corona. Con el rey muerto, si pudieran matar a su hija, conseguirían acabar con cualquier posibilidad que tuviésemos de mantener unida a la Coalición Leal al rey…

—…y la Alianza Mohd podría ganar la guerra sin recibir ninguna descarada ayuda del exterior que atrajese la atención de los guardianes del Tratado de Paz Organiano —concluyó Byrnes.

Kirk asintió con la cabeza.

—Ésa parece una razón de mucho peso para que el informante quiera ponerse en contacto con sus superiores. Si pudiéramos darle una oportunidad de hacerlo, bajo la apariencia de una tarea legítima, podríamos sorprenderlo con las manos en la masa.

—Pero la única forma de hacer eso —señaló Byrnes— es dejar que el espía salga de la
Enterprise
, señor; y, hagamos eso como lo hagamos, corremos dos riesgos: despertar sus sospechas y que consiga escapar de nosotros.

La frenética discusión aumentó de ritmo y se prolongó durante una hora más. Kirk se sentía satisfecho de que su idea de incluir a Byrnes hubiese demostrado ser el catalizador perfecto; pero, a pesar de todas las ideas expuestas, quedó en manos de Kirk el sintetizar todas las posibilidades en una línea de acción que pareciese plausible. Así lo hizo, radió el plan a la Flota Estelar y se dispuso a esperar la respuesta.

Llegó una hora más tarde: aprobado. Sin embargo, la decisión más difícil aún se cernía ante él. Si el espía mordía el anzuelo, todo sería perfecto; pero si ninguno de los sospechosos metía la cabeza en el lazo corredizo, Kirk era consciente de que no habría tiempo para seguir planes alternativos: la
Enterprise
partiría hacia Sigma a velocidad hiperespacial en un abrir y cerrar de ojos, y al diablo con el orgullo herido de la Flota Estelar. Eso podía remendarse con bastante facilidad; los cuerpos heridos, en cambio, eran otra cuestión, y lo que él más quería era rescatar a la
Galileo
y su tripulación ilesas.

Pero antes, para atrapar al espía…

8

McCoy se retorció en su asiento, estiró cada uno de los músculos de ambas piernas, se masajeó el cuello para aliviar los calambres y, no obstante todo ello, no consiguió sentirse cómodo. A pesar de que había viajado por el espacio durante años, aún había momentos en los que se sentía ligeramente ahogado al caminar por los estrechos pasillos de la
Enterprise
, o cuando estaba en un camarote cuyas paredes se curvaban para seguir la forma del casco de la nave.

Pero, si bien aquella nave estelar enorme le producía alguna sensación de encierro de vez en cuando, los tres días que llevaba en la
Galileo
hacían que sintiese una claustrofobia absoluta, y echaba en falta las dimensiones relativamente espaciosas de la
Enterprise
. De pronto se puso de pie y comenzó a pasearse tan frenéticamente como puede hacerlo un hombre que dispone de sólo dos zancadas entre su persona y la pared. Se sintió francamente ridículo y volvió a dejarse caer pesadamente en el asiento. Spock lo observaba sin pronunciar palabra, mientras Kailyn dormitaba en una de las tres hamacas instaladas en el área de dormitorio provisional de popa.

—Spock, ¿no hemos llegado aún?

El vulcaniano asumió la expresión más cercana al fastidio que jamás había manifestado.

—Doctor, me ha preguntado eso mismo hace una hora. Ahora estamos una hora más cerca de nuestro destino.

McCoy tumbó el asiento reclinable al máximo y entrelazó las manos detrás de la cabeza.

—Vuelva a contarme eso de que nuestro destino es una isla de los Mares del Sur llena de palmeras y bellezas que toman el sol con nada más encima que sus ondeantes melenas largas, collares de flores y cálidas sonrisas.

—Sigma 1212 es el planeta congelado de un sistema escasamente poblado, y tiene una temperatura media de doce grados Celsius bajo cero. El sesenta y dos por ciento de su masa terrestre es demasiado fría para la vida humana, y no hay palmeras en todo el planeta —respondió Spock con una voz baja y adecuadamente fría.

—¿Sabe qué es lo que siempre me ha gustado de usted, Spock?

—¿Qué, doctor?

—Esa forma que tiene de desviarse siempre de sus costumbres para hacer que yo me sienta feliz.

—Doctor —dijo Spock con los labios apretados—, haga uno de sus crucigramas.

—He completado todo un programa de ellos, y ni siquiera me gustan los crucigramas —gimió McCoy—. ¿Qué le parecería si le dijese que quiero salir a dar un paseo?

—Que éste no es el momento más apropiado.

—Ésa no era mi pregunta. ¿Qué haría usted?

—A estas alturas, doctor McCoy, lo dejaría marchar. —Ya veo que vuelve a intentar hacerme feliz.

La siguiente queja de McCoy no salió de la punta de su lengua, porque una sacudida repentina hizo que volviese a tragársela cuando la lanzadera fue atrapada en la concavidad de una turbulencia. Se aferró a los posabrazos del asiento y se sentó completamente erguido, mientras Spock se volvía hacia el panel de controles. La nave volvió a estremecerse.

—¿Qué ocurre, Spock?

La siguiente sacudida los lanzó contra el respaldo de los asientos.

—Esto empeora —señaló McCoy, palideciendo mientras su estómago regresaba al sitio que le correspondía, reteniendo a duras penas su contenido.

El primer oficial estudió varias pantallas que destellaban de forma alarmante, aunque su expresión continuó siendo tranquila, como siempre.

—Me temo que nuestra situación empeorará de forma considerable antes de que comience a mejorar. El sistema de Sigma es famoso por el rigor y la frecuencia de las explosiones solares y las tormentas magnéticas resultantes.

—No me dé una conferencia turística… haga algo.

Spock volvió su atención hacia los instrumentos de la
Galileo
, que no le respondían, mientras la pequeña nave se sacudía de un lado a otro. McCoy avanzó tambaleándose, se aferró al reposacabezas del asiento de mando y permaneció oscilando a espaldas de Spock mientras sus piernas absorbían los movimientos de cabeceo y balanceo de la nave.

Kailyn, medio dormida, entró a duras penas en la cabina principal, y finalmente consiguió alcanzar la seguridad relativa de su asiento de babor.

—¿Qué ocurre?

—Spock no tenía la intención de despertarla.

McCoy se aferró con más fuerza al reposacabezas del asiento. La lanzadera picó de pronto, y el mentón del médico fue a incrustarse contra la parte superior del respaldo. Aturdido, retrocedió hasta su propio asiento y se frotó la mandíbula.

—Estamos entrando en la zona tormentosa que rodea Sigma 1212 —le informó Spock a Kailyn.

—¿Rodea el planeta? —repitió McCoy—. Eso significa que estamos cerca de él.

—Nos estamos aproximando, doctor, pero nos hemos visto obligados a reducir la velocidad, y todavía nos queda otra hora de viaje por delante.

Antes de que McCoy pudiese decir nada más, la
Galileo
se levantó sobre la cola y cayó bruscamente al sacudirla la furia de la tormenta como si de una marioneta se tratase. El casco metálico gemía y rechinaba y Spock volvió a reducir la potencia de los motores. Se produjo un intervalo de calma que duró lo que un solo latido de corazón, y todo volvió a comenzar. Parecía que la nave intentaba retorcerse en tres direcciones a un tiempo.

—Spock —dijo McCoy con ansiedad—, ¿vamos a conseguir mantenernos de una pieza?

Los largos dedos del vulcaniano quedaron suspendidos sobre los controles, pero él no se volvió a mirar a McCoy.

—No lo sé, doctor. Sólo el tiempo lo dirá.

La nave espía klingon se estremecía y sacudía a modo de protesta mientras el comandante Kon intentaba mantener el rumbo. Para la constitución normal de un klingon, Kon era bajo y rechoncho, pero la túnica se le ajustaba perfectamente al robusto pecho y los músculos se marcaban a través de la cota de malla. Tenía la barba entrecana, signo indicador de que llevaba al servicio del imperio más tiempo que la mayoría, mediante la combinación de la destreza y la suerte para sobrevivir a las batallas, y el evitar los intentos de asesinato de los oficiales más jóvenes ansiosos por ascender posiciones. Kon había liderado a la tripulación del más feroz crucero de batalla de la flota imperial durante casi una década, y había conseguido desbaratar media docena de motines y mantener su nave leal al emperador. Por sus esfuerzos, había sido recompensado con el ascenso a la elite del Grupo de Inteligencia Especial, un puñado de soldados de confianza a los que sólo se les asignaban las más importantes misiones de espionaje: las más sucias y peligrosas.

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