El país de los Kenders (44 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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Hacía pocas horas que había amanecido cuando salieron del corredor secreto cuya entrada, disimulada con gruesas ramas, desembocaba en los aledaños de las Ruinas. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que los aguardaba en el exterior.

Los vientos huracanados de una turbonada de magnitudes insospechadas asolaban la tierra. El aire tronchaba hasta los árboles más corpulentos. El estruendo de bloques enteros de piedra que se desplomaban sobrepasaba el rugir del temporal. Los truenos y los relámpagos rasgaban el aire. A pesar del aroma a tierra mojada que impregnaba la atmósfera, no llovía.

Sin embargo, lo más sobrecogedor era el cielo, oscuro y tenebroso a pesar de ser de día. Descargas incesantes de rayos cegadores rasgaban la bóveda, negra y púrpura. Sobre sus cabezas, el sol era un resplandor mortecino apenas discernible.

Harkul Gelfig, un pastelero que había fundado y habitado una singularidad temporal llamada Gelfigburgo durante más de trescientos años, pasó entre sus compañeros a empujones y emergió del túnel. El ventarrón zarandeó su cuerpo obeso con tanta violencia que se agarró del tronco grueso de un árbol.

—¡Cielos! En verdad habéis dejado que este lugar se deteriore —declaró y chasqueó la lengua con consternación al recorrer con la mirada los cercanos edificios en ruinas—. En mis tiempos, era una ciudad bellísima que se alzaba en torno a la Torre de Alta Hechicería. ¡Dioses, qué tiempo tan malo, ¿no?! ¿Es siempre igual?

—No —respondió Tasslehoff, que no comprendía qué pasaba—.
Esto
no es normal.

El kender se volvió hacia el viento y levantó el rostro con gran esfuerzo. Saltatrampas se acercó a él, envuelto en remolinos de polvo y luz mortecina.

—Dejamos un par de ponis cerca de aquí, cuando nos adentramos en el robledal. Si no me equivoco, están hacia la izquierda.

Agachó la cabeza y echó a andar, seguido por Damaris, Tasslehoff y Vinsint. Phineas fue en pos de ellos.

—¡No pensaréis viajar con este vendaval! —gritó el humano—. ¡Esperemos a que se calme, a resguardo en el túnel!

—¡No es más que viento! ¡Y resulta divertido mantenerse de pie! —contestó a voces Tas.

—¡Estáis locos! ¡Llegaréis a Kendermore por los aires!

—Ganaríamos tiempo. —Tas se encogió de hombros—. Si tienes miedo, quédate. Está la guarida de Vinsint, y compañía no te faltará. Te veremos después en Kendermore.

—¡Está bien, lo haré! —voceó Phineas, aunque nadie escuchó sus palabras ya que el kender se había alejado y el rugido del viento ahogaba cualquier otro sonido.

El humano volvió sobre sus pasos en dirección a la salida del túnel. Allí se encontró con más de una docena de kenders desorientados, inmersos en una discusión relativa a las ventajas del cultivo de champiñones en una hipotética ciudad flotante de botes pequeños amarrados entre sí.

Unos minutos más tarde, Phineas alcanzaba a Saltatrampas y su grupo cuando preparaban los ponis y se ponían en marcha. El humano refunfuñó en voz baja y montó detrás de Tasslehoff en el temido animal con el que viajara hasta la Ruinas días atrás.

El avance contra el viento exigía un gran esfuerzo. El grupo se desplazaba en silencio, puesto que las voces se perdían en el fragor de la tormenta. La marcha no resultaba tan penosa mientras atravesaban las arboledas ocasionales que jalonaban el camino, porque la vegetación ofrecía una protección relativa. En cambio, en los tramos a campo abierto, donde el ventarrón arrancaba los cultivos, les suponía un esfuerzo agotador que probaba su resistencia más allá de cualquier expectativa.

Habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba de Kendermore cuando interrumpieron la marcha hasta el día siguiente. El lugar elegido era un pequeño claro herboso y algo elevado desde el que se divisaba la ciudad, a unos veinte kilómetros hacia el oeste. Tasslehoff, Saltatrampas, Damaris y Phineas se aprestaban a bajar de los ponis para disfrutar de un merecido descanso cuando los sobresaltó el grito de Vinsint, que señalaba al punto del horizonte en donde se vislumbraba la ciudad.

—¡Fuego!

Kendermore ardía por los cuatro costados.

24

Los compañeros alcanzaron los aledaños de Kendermore antes del amanecer; Damaris y Saltatrampas montados en uno de los ponis, Tas y Phineas a lomos del otro, y Vinsint a pie. Gracias a sus piernas, largas y fuertes, el ogro los había seguido sin dificultad a grandes zancadas, a través de los campos oscuros y los bosques azotados por el vendaval que rodeaban la ciudad en llamas.

El humo no se cernía sobre la población, puesto que el viento ululante lo esparcía antes de alzarlo sobre los tejados picudos. Sólo el fulgor de las llamas, reflejado en la bruma, ponía de manifiesto que Kendermore ardía. El halo anaranjado fluctuaba, subía y bajaba.

—Parece una aurora boreal —musitó Saltatrampas.

—¿Una qué? —preguntó Damaris.

—Una aurora boreal, luces extrañas que aparecen en el cielo. Son perceptibles cuando viajas muy al sur.

Los cinco camaradas contemplaron extasiados el cielo fulgurante hasta que la voz de Tasslehoff los sacó del trance.

—Mucha gente precisará ayuda. Enterémonos de lo ocurrido.

En el camino por la vía principal que llevaba a la ciudad, se cruzaron con innumerables kenders que huían al campo. Las llamas se retorcían y enmarcaban las siluetas de los edificios en la distante zona oeste, en la que se localizaban los focos más importantes del incendio. En la zona este, encontraron evidencias de algunos focos pequeños ya sofocados, como fachadas ennegrecidas de almacenes y viviendas, árboles calcinados, y césped abrasado. Todavía ardían las llamas en algunos puntos aislados, combatidas por grupos pequeños de kenders equipados con agua, tierra, escobas y mantas.

Poco tiempo después de haber entrado en la ciudad, Tasslehoff divisó a un kender que vestía impermeable, calzaba zuecos y se cubría con un sombrero para lluvia de ala ancha. El hombrecillo se afanaba en proteger de las fuertes ráfagas de viento las ventanas ornamentadas y la puerta de madera pulida de su hogar; las cubría con pedazos de lona que aseguraba con clavos. Pero, cada vez que estaba a punto de fijar por completo uno de los trozos de lona, otro golpe de aire lo arrancaba.

—No le vendría mal que le echáramos una mano —gritó Tas.

Con las cabezas agachadas contra el viento y la mordiente lluvia, Tas, Vinsint y Saltatrampas se abrieron paso en la tormenta para ayudar al agobiado kender.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó Tasslehoff, en tanto estiraba de una punta de la lona sobre el quicio de una ventana.

El propietario de la casa cogió uno de los clavos que tenía entre los labios antes de responder.

—La mayoría ha huido. Por el mismo camino por el que habéis llegado. Otros se fortifican para capear el temporal, como yo. Pero, por las apariencias, tiene visos de durar indefinidamente. No somos muchos los que quedamos en la ciudad.

Phineas sacudió la cabeza con desaliento.

—Y aún quedaréis menos si pensáis que sobreviviréis a una conflagración que arrasa toda la ciudad, con sólo clavetear unas cuantas lonas húmedas en las ventanas. La única opción es abandonar la ciudad y, en mi opinión, es lo que debemos hacer todos.

—¡No! —bramó Tas, mientras levantaba la barbilla con resolución—. ¡Kendermore es mi hogar! No he cruzado todo el continente de Ansalon para ver cómo se convierte en un montón de cenizas. Ha de existir algún modo de atajar este desastre. ¿Alguno ha presenciado la actuación de un equipo profesional contra incendios?

Vinsint echó una ojeada inquieta a sus compañeros y por último levantó la mano. Tasslehoff, que nunca había visto comportarse a nadie así (estaba acostumbrado a la actuación de los kenders, quienes se limitaban a exponer sus opiniones a gritos), comprendió al cabo que el ogro esperaba alguna clase de indicación antes de manifestar su parecer.

—Adelante, Vinsint.

El ogro carraspeó y, tras dedicar otra mirada nerviosa a sus compañeros, explicó el método de lucha contra el fuego según él lo entendía.

—Cuando aún vivía en mi país, mi tribu acostumbraba a asaltar los asentamientos humanos vecinos. En ocasiones, las poblaciones asediadas se prendían fuego. Por accidente. Sabéis que eso ocurre a veces. —Vinsint se removió con inquietud—. En cualquier caso, alguna que otra vez hacíamos un alto en algún promontorio cercano para ver cómo los humanos apagaban el fuego. Formaban filas desde un arroyo o un pozo y se pasaban cubos de agua que arrojaban a las llamas. Por regla general no obtenían buenos resultados cuando las proporciones del incendio eran grandes; por este motivo, las poblaciones que se incendian con regularidad construyen unos toneles enormes en el centro de la ciudad y los tienen llenos de agua. En caso de incendio, recogen el agua de los toneles para no acarrearla desde tan lejos; incluso abren agujeros en los recipientes para que el agua corra por las calles y así apaguen las brasas ardientes que se hallan en el suelo. Claro que, si el fuego se extinguía, mis congéneres disparaban flechas prendidas para reavivarlo y todo empezaba de nuevo. Aquello les resultaba muy divertido.

—Qué tipos tan graciosos —refunfuñó Damaris.

—Sabía que alguien haría un comentario desagradable. Imagino que no me veréis como a uno de ellos, ¿verdad? —gruñó Vinsint, con los pelos de la nuca erizados como un cepillo de raíces.

—Está bien, Vinsint. Confiamos en ti —intervino Tas, con el propósito de tranquilizar al ogro—. Tu historia me ha dado una idea. Tío Saltatrampas, ¿las torres de agua están llenas?

Mientras hacía la pregunta, Tasslehoff estrechó los ojos y oteó el aire saturado de humo hasta divisar unos artilugios altos, en forma de cubo, que se alzaban sobre la ciudad.

—Por supuesto. El otro día nadé en una de ellas —respondió su tío.

—¡Estupendo! Llévanos al ayuntamiento.

El grupo, encabezado por Saltatrampas, quien los dirigió a través de las calles serpenteantes de la población, se encaminó hacia el consistorio. Las vías estaban abarrotadas de kenders que intentaban entrar o salir de la ciudad, de sus casas o de sus tiendas, que acudían a los pozos públicos con cubos vacíos, o a los incendios con cubos llenos. Corrían en todas direcciones, acarreaban baldes, palanganas, cántaros, barreños, urnas, escaleras de mano, cacerolas, animales disecados, orinales, arietes... Otros empujaban carretillas o tiraban de carros cargados hasta el tope con sus posesiones o con las de sus vecinos. No había pánico, nadie parecía asustado... salvo Phineas. El pandemónium alcanzaba unas cotas inimaginables.

Tasslehoff había elegido como meta el ayuntamiento por la circunstancia de hallarse casi en el centro geográfico de la ciudad. El edificio tenía un gran valor simbólico para los democráticos habitantes de Kendermore. Era pues un buen lugar para impedir que el incendio se propagase hacia el lado este de la ciudad. Tas no reconoció ninguna de las señalizaciones en el camino al ayuntamiento. Había estado ausente de la ciudad pocos años, pero aun así, todo parecía cambiado. «Todo es diferente... me siento como en mi propia casa», se dijo para sus adentros.

El ulular del viento se calmó de forma repentina en el momento que giraban una esquina y entraban a una plaza pequeña. Tas alzó la vista hacia el edificio de cuatro plantas. Las vigas de carga de madera oscura jalonaban la fachada y reforzaban las paredes enjalbegadas de madera y estuco. El familiar hueco bostezante del segundo piso descubrió a Tas que no todo había cambiado durante su ausencia.

Con sólo mirarlo, cualquiera habría advertido que el edificio centenario ardería como una tea seca.

¿Cómo detener la desatada voracidad de las llamas?

Mientras Tas se planteaba este interrogante, ocurrieron dos cosas.

La primera, que un joven humano de cabello rubio pajizo salió del ayuntamiento a grandes zancadas, con la cabeza gacha.

La segunda, que Tas reparó en que no sólo había cesado el ulular del viento, sino el mismo viento en sí. En la plaza no corría ni un soplo de aire. Sin embargo, otro sonido había reemplazado el aullido del ventarrón; un retumbar distante que semejaba el avance de una avalancha. No es que Tas supiera cómo sonaba una avalancha, pero tenía una imaginación excelente.

El kender observó a la persona que salía por la puerta principal del ayuntamiento a toda prisa y se encaminaba hacia la calle donde se encontraban sus compañeros y él. Al parecer advirtió la presencia de gente en su camino y levantó la cabeza.

—¡Woodrow! —gritó Tasslehoff, al mismo tiempo que se arrojaba en brazos del sorprendido humano.

Una sonrisa de alegría iluminó el rostro del muchacho.

—¡Tasslehoff Burrfoot! ¡Temí que no te volvería a ver!

Woodrow levantó al kender en el aire y dio vueltas y más vueltas mientras los dos estallaban en carcajadas de júbilo.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme? —preguntó después Tas, a voces para que su amigo lo oyera sobre el ruido de la avalancha.

—Después de que Denzil me dejara inconsciente y te raptara, no supe qué hacer. No tenía idea de la dirección que había tomado ni a qué lugar te llevaba. En Port Balifor nadie dio crédito a mis palabras. Pero recordé que el consejo de Kendermore aguardaba tu llegada y mantenían encarcelado a tu tío. Cabía la posibilidad de que el consejo hubiese enviado a Denzil para reemplazar a Gisella, así que vine a la ciudad. Sin embargo, tras cuatro horas de charla con los miembros de la junta, sólo saqué en claro que tampoco ellos conocían tu paradero y que, en cualquier caso, ya no era requerida tu presencia puesto que tu prometida había huido. Entonces, la tormenta descargó sobre la ciudad. Viento, lluvia, relámpagos... mucho peor que la que hizo zozobrar a nuestro barco. Los rayos provocaron incendios por todas partes. Me han dicho que la zona oeste se ha convertido en un infierno. ¡Mejor será que salgamos de la ciudad mientras estamos a tiempo!

—¿A qué tanta prisa? —exclamó Tas. Empujó a su tío para que se adelantara—. Tío Saltatrampas Furrfoot, te presento a mi amigo, Woodrow Ath-Banard.

El kender alargó la mano.

—Así que tú eres el joven del que me ha hablado sin parar mi sobrino desde que salimos de las Ruinas. Encantado de conocerte. —Damaris tosió con ruido—. Oh, sí, esta jovencita es Damaris Metwinger, la prometida de Tasslehoff. Y éstos son mis amigos, Phineas Curick y..., Vinsint, el ogro.

Woodrow dirigió a Tas una mirada interrogante.

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