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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (20 page)

BOOK: El pájaro pintado
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El mundo parecía cerrarse sobre mi cabeza como una gigantesca bóveda de piedra. Se me ocurrió contarle al cura lo que sucedía, pero temía que el sacerdote se conformara con reprender a Garbos, lo cual me acarrearía nuevos golpes por haberle delatado. Durante un tiempo planeé escapar de la aldea, pero había muchos puestos alemanes en las cercanías y temía que, si volvían a atraparme, me tomaran por un bastardo gitano, en cuyo caso nadie sabía lo que harían conmigo.

Un día oí que el cura le explicaba a un anciano que, a cambio de determinadas oraciones, Dios concedía entre cien y trescientos días de indulgencia. Al ver que el campesino no entendía el significado de estas palabras, el sacerdote inició una larga disquisición. De todo lo que oí deduje que quienes rezan más plegarias ganan más días de indulgencia, y que al parecer esto también ejercía una influencia inmediata sobre sus vidas. En verdad, cuanto mayor fuera el número de oraciones recitadas, mejor sería la condición de vida, y a la inversa, cuanto menor fuera el número, tantas más tribulaciones y dolores debería padecer.

De pronto capté con prodigiosa nitidez el esquema que regía el mundo. Entendí por qué algunas personas eran fuertes y otras débiles, algunas libres y otras esclavas, algunas ricas y otras pobres, algunas sanas y otras enfermas. Las primeras habían sido, sencillamente, las que antes habían entendido la necesidad de rezar y acumular el máximo número de días de indulgencia. En algún lugar, a una inmensa altura, se clasificaban correctamente todas las plegarias que llegaban desde la tierra, de forma que cada persona tenía una hucha donde se acumulaban sus días de indulgencia.

Imaginé las infinitas praderas celestiales pobladas de huchas, algunas enormes y desbordantes de días de indulgencia, otras pequeñas y casi vacías. En determinados lugares veía muchas vírgenes para servir a quienes, como yo, aún no habían descubierto el valor de la oración.

Dejé de culpar a los demás: yo era el único responsable, pensé. Mi estupidez me había impedido descubrir el principio rector del mundo de las personas, los animales y los hechos. Pero ahora existía orden en el mundo humano, y también justicia. Bastaba rezar, repitiendo especialmente las plegarias que garantizaban el beneficio de un mayor número de días de indulgencia. Entonces, uno de los ayudantes de Dios descubriría inmediatamente al nuevo miembro de la legión de los fieles y le adjudicaría un lugar donde sus días de indulgencia empezarían a acumularse como sacos de trigo almacenados durante la cosecha. Yo confiaba en mi fortaleza. Estaba convencido de que en poco tiempo sumaría más días de indulgencia que otras personas, de que mi hucha se llenaría rápidamente, y de que el cielo se vería en la necesidad de asignarme otra más grande, tan grande como la iglesia misma.

Fingiendo un interés pasajero, le pedí al cura que me mostrara el libro de oraciones. Observé rápidamente cuáles eran las plegarias a las que les correspondía un mayor número de días de indulgencia, y le solicité que me las enseñara. Le sorprendió no poco el que yo prefiriera determinadas oraciones y fuese indiferente a otras, pero accedió a mis ruegos y me las leyó varias veces. Hice un esfuerzo para concentrar todos los poderes de mi mente y mi cuerpo con el fin de aprenderlas de memoria. Pronto las sabía perfectamente. Estaba en condiciones de iniciar una nueva vida. Tenía todo lo que necesitaba y me regodeaba pensando que pronto quedarían olvidados mis días de castigo y humillación. Hasta ese momento había sido una pequeña sabandija que cualquiera podía aplastar. En el futuro el humilde insecto se convertiría en un toro intocable.

No había tiempo que perder. Cualquier momento libre lo podía aprovechar para otra oración, que sumaría más días de indulgencia a mi cuenta celestial. Pronto sería recompensado con la gracia de Dios, y Garbos dejaría de atormentarme. Ahora dedicaba todo el tiempo a las oraciones. Las repetía velozmente, una tras otra, intercalando ocasionalmente alguna que reportaba menos días de indulgencia. No quería que el cielo creyera que descartaba totalmente las plegarias más modestas. Al fin y al cabo, era imposible embaucar al Señor.

Garbos no entendía lo que me había sucedido. Al ver que murmuraba continuamente algo entre dientes y que prestaba poca atención a sus amenazas, sospechó que le estaba echando maldiciones gitanas. Yo no quería decirle la verdad. Temía que por un procedimiento insospechado me prohibiera rezar o que, peor aún, en su condición de cristiano más antiguo que yo, utilizara la influencia que tenía en el cielo para anular mis plegarias o quizá para desviar algunas de ellas hacia su propia hucha, indudablemente vacía.

Empezó a castigarme con más frecuencia. A veces, cuando me formulaba una pregunta y yo estaba en mitad de una plegaria, no le contestaba inmediatamente, ansioso por no perder los días de indulgencia que estaba ganando en ese preciso instante. Garbos pensó que me estaba volviendo insolente y decidió domesticarme. También recelaba que pudiera llegar a reunir el valor necesario para contarle al sacerdote que él me pegaba. En consecuencia, mi vida transcurría entre rezos y palizas.

Farfullaba oraciones constantemente, desde el amanecer hasta el crepúsculo, perdiendo la cuenta de los días de indulgencia que ganaba, pero casi viendo cómo se acumulaban constantemente hasta hacer que algunos santos suspendieran sus paseos por las praderas celestiales y contemplaran satisfechos las bandadas de plegarias que se remontaban desde la tierra como gorriones… y que provenían, en su totalidad, de un niño de pelo y ojos negros. Imaginaba que mencionaban mi nombre en los cónclaves de ángeles, después en los de los santos de segundo orden, a continuación en los de los santos de mayor importancia, con una aproximación progresiva al trono divino.

Garbos pensó que le estaba perdiendo el respeto. Incluso cuando me pegaba con más dedicación de la habitual, yo no me distraía sino que seguía coleccionando mis días de indulgencia. Al fin y al cabo el dolor venía y se iba, pero las indulgencias quedaban para siempre en mi hucha. El presente era infortunado precisamente porque no había descubierto antes ese método maravilloso para conseguir un futuro mejor. No podía permitirme el lujo de despilfarrar más tiempo: debía recuperar los años desperdiciados.

Garbos se convenció de que yo estaba sumido en un trance gitano que no auguraba nada bueno. Le juré que no hacía más que rezar, pero no me creyó. Sus temores no tardaron en confirmarse. Un día una vaca rompió la puerta del establo y se metió en la huerta de un vecino, causando daños considerables. El vecino se enfureció, irrumpió en el huerto de Garbos con un hacha, y taló, como venganza, todos los perales y manzanos. Garbos dormía la mona y
Judas
trataba inútilmente de romper la cadena. Para completar el desastre un zorro se introdujo en el gallinero, al día siguiente, y mató algunas de las mejores gallinas ponedoras. Esa misma tarde,
Judas
acabó, de un solo zarpazo, con el orgullo de Garbos, un bello pavo que había comprado recientemente, a muy alto precio.

Garbos se trastornó totalmente. Se emborrachó con vodka casero y me reveló su secreto. Me habría matado hacía mucho tiempo si no le hubiera temido a San Antonio, su patrono. Sabía, también, que le había contado los dientes, y que mi muerte le costaría muchos años de vida. Por supuesto, agregó, si
Judas
me mataba accidentalmente, él estaría totalmente a salvo de mis hechizos y San Antonio no le castigaría.

Mientras tanto, el cura estaba enfermo en la vicaría. Aparentemente había cogido un catarro en la gélida iglesia. Yacía en su cuarto, afiebrado y alucinado, hablando consigo mismo o con Dios. En una oportunidad le llevé unos huevos, obsequio de Garbos. Trepé sobre la cerca, para ver al párroco. Estaba pálido. Su hermana mayor, una mujer de corta estatura y pechugona, con el pelo recogido en un moño, trajinaba alrededor de la cama, y la curandera del pueblo le practicaba sangrías y le aplicaba sanguijuelas que se hinchaban apenas entraban en contacto con su cuerpo.

Yo estaba atónito. El cura debía haber acumulado una cantidad extraordinaria de días de indulgencia durante su vida devota, y sin embargo allí estaba postrado, enfermo, como cualquier hijo de vecino.

Un nuevo cura llegó a la vicaría. Era viejo, calvo, y tenía una cara muy macilenta, apergaminada. Llevaba una banda violeta sobre la sotana. Cuando me vio volver con la cesta me llamó y me preguntó de dónde procedía yo, con mi tez morena. Al vernos juntos, el organista se apresuró a murmurarle unas palabras al sacerdote. Este me dio su bendición y se alejó.

Luego el organista me dijo que el párroco no quería que me dejase ver demasiado en la iglesia. Por allí desfilaba mucha gente, y aunque el cura no creía que yo fuera gitano o judío, los suspicaces alemanes podían tener otra opinión y la parroquia podría sufrir severas represalias.

Corrí al altar de la iglesia. Empecé a recitar plegarias desesperadamente, y volví a elegir sólo aquellas que conferían más días de indulgencia. Además, quién sabe, quizá las oraciones rezadas en el mismo altar, bajo los ojos lacrimosos del Hijo de Dios y la mirada maternal de la Virgen María, tenían más peso que las que se entonaban en otra parte. Tal vez debían recorrer un camino más corto para llegar al cielo, o incluso era posible que las trasladara un mensajero especial provisto de un medio de transporte más veloz, como un tren sobre ruedas. El organista me vio solo en la iglesia y volvió a recordarme la advertencia del nuevo cura. De modo que me despedí desconsoladamente del altar y de todos sus objetos familiares.

Garbos me esperaba en casa. Apenas hube entrado me arrastró a una habitación vacía situada en el extremo del edificio. Allí, en el punto más alto del techo, había clavado en las vigas dos grandes ganchos, separados por una distancia de aproximadamente medio metro. Cada uno de ellos tenía adosada una correa de cuero, a manera de asa.

Garbos subió a un taburete, me alzó a gran altura y me dijo que cogiera un asa con cada mano. Luego me dejó suspendido y trajo a
Judas
a la estancia. Al salir, echó el cerrojo a la puerta.

Judas
me vio colgando del techo e inmediatamente comenzó a dar saltos con la intención de alcanzar mis pies. Levanté las piernas, y la bestia erró el mordisco por escasos centímetros. Volvió a tomar impulso y lo intentó de nuevo, pero falló nuevamente. Después de unos nuevos intentos se tendió en el suelo y esperó.

Yo debía estar en constante vigilia. Cuando colgaba totalmente estirado, mis pies no estaban a más de un metro ochenta del suelo, y a
Judas
le habría resultado fácil alcanzarlos. No sabía cuánto tiempo tendría que permanecer en esas condiciones. Suponía que Garbos esperaba que cayera, para que entonces me atacase
Judas
. Esto frustraría los esfuerzos que había hecho durante todos esos meses al contar los dientes de Garbos, incluidos aquellos amarillos que no habían terminado de crecer en el fondo de su boca. Incontables veces, mientras Garbos estaba borracho de vodka y roncaba con la boca abierta, le había contado concienzudamente sus inmundos dientes. Esta era el arma que tenía contra él. Cuando me pegaba durante demasiado tiempo, le recordaba el número de sus dientes: si no me creía, podía contarlos él mismo. Yo los conocía todos, por muy flojos, muy podridos u ocultos que pudieran estar en las encías. Si me mataba, le restarían muy pocos años de vida. Sin embargo, si caía en las fauces abiertas de
Judas
, a Garbos le quedaría la conciencia limpia. No tendría nada que temer, y su patrono, San Antonio, quizás incluso le absolvería de mi muerte accidental.

Mis hombros empezaron a entumecerse. Desplacé mi peso, abrí y cerré las manos, y relajé lentamente las piernas, bajándolas hasta que quedaron peligrosamente próximas al suelo.
Judas
estaba en el rincón, simulando dormir. Pero yo conocía sus tretas tan bien como él conocía las mías.
Judas
sabía que aún me quedaba un poco de fuerza, y que podía levantar las piernas en menos tiempo del que él tardaría en alcanzarlas con su salto. De modo que esperaba que me venciera la fatiga.

El dolor de mi cuerpo circulaba en dos direcciones. Una iba de las manos a los hombros y el cuello, la otra de las piernas a la cintura. Eran dos clases distintas de dolores, que me taladraban hacia el centro como dos topos que convergieran al excavar sus túneles bajo tierra. El dolor de las manos era más soportable. Para hacerle frente pasaba mi peso de una mano a otra, relajaba los músculos y luego volvía a hacer recaer el peso, colgando de una mano mientras la sangre volvía a la otra. En cambio, el dolor de las piernas y el abdomen era más constante y se resistía a amainar. Se comportaba como una carcoma que encuentra un lugar confortable detrás de un nudo de la madera y se instala allí definitivamente.

Era un dolor extraño, sordo, penetrante. Debía ser semejante al dolor padecido por el hombre que Garbos mencionaba a modo de advertencia. Aparentemente, ese hombre había matado pérfidamente al hijo de un granjero influyente, y el padre había decidido castigar al asesino a la manera antigua. Junto con sus dos primos, el granjero llevó al culpable al bosque. Allí prepararon una estaca de cuatro metros, y aguzaron uno de sus extremos como si se tratara de la punta afilada de un lápiz gigantesco. La depositaron sobre el suelo, con el extremo romo apoyado contra el tronco de un árbol, y uncieron un caballo robusto a cada uno de los pies de la víctima, mientras su ingle quedaba a la altura de la punta amenazante. Los caballos, parsimoniosamente azuzados, arrastraron al hombre hacia la estaca aguzada, que fue clavándose gradualmente en la carne tensa. Cuando la punta estuvo profundamente hundida en las entrañas de la víctima, los hombres enderezaron la estaca, junto con el hombre empalado en ella, y la introdujeron en un foso previamente excavado. Lo dejaron allí para que muriera lentamente.

Ahora, colgado del techo, casi podía ver al hombre, y le oía aullar en la noche mientras trataba de alzar al cielo indiferente sus brazos, que pendían a los costados de su cuerpo tumefacto. Debía parecer un pájaro que un tiro de honda había derribado de un árbol, y que había caído fláccidamente sobre una rama seca y puntiaguda.

Siempre fingiendo indiferencia,
Judas
se despertó. Bostezó, se rascó detrás de las orejas, y se espulgó la cola. A veces me miraba taimadamente, pero cuando veía mis piernas encogidas se volvía con disgusto. Sólo consiguió engañarme una vez. Pensé que se había dormido realmente y estiré las piernas.
Judas
se abalanzó inmediatamente desde el suelo, brincando como un saltamontes. Uno de mis pies no se contrajo con la suficiente rapidez y me arrancó un poco de piel del talón. El miedo y el dolor casi me hicieron caer.

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