El Palestino (12 page)

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Authors: Antonio Salas

BOOK: El Palestino
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En la escuela era un estudiante aplicado. Al menos hasta 1984, cuando fallece su padre y el joven Ahmad deja los estudios y se rodea de malas compañías. Aun así, se dedica con fervor a cuidar de su madre, Omm Sayel, y sus vecinos lo describen como un joven sensible, con arrebatos emocionales y lágrima fácil. Dicen algunos que tras la muerte de su padre empieza a coquetear con las drogas y el alcohol. Su carácter se va agriando hasta ganar fama de matón pendenciero en el barrio. Su historial criminal comienza con una detención por asalto sexual y otros delitos violentos. Cumple su primera condena y en la mezquita de Al-Ruseifah, en el cercano campo de refugiados palestinos, encuentra a Dios a través del salafismo. Son años de cierta tranquilidad en su vida. Consigue un trabajo de funcionario en una oficina municipal y se casa con Omm Muhammad, su prima materna. El primero de sus tres matrimonios.

En 1989, como miles de musulmanes de todo el mundo, Ahmad sintió la llamada del yihad en Afganistán, y dejó atrás a su esposa y a su familia para unirse a la lucha talibán contra los soviéticos, tras haber realizado su peregrinación a La Meca dos años antes. Sin embargo, Ahmad, el de Zarqa, llegó demasiado tarde a la guerra. Los ocupantes soviéticos ya estaban prácticamente derrotados, y es probable que Al Zarqaui no llegase a entrar en combate, aunque algunas fuentes sugieren que sí pudo haber luchado contra los rusos en Khost, a las órdenes del comandante Abu al-Harith. Donde sí coinciden todos los analistas es en que, al igual que otros famosos terroristas como el saudí Al Jattab o el sirio Mustafá Setmarian, antes del fusil, la pluma periodística fue la primera arma de lucha de Zarqaui en Kabul.

Gracias al apoyo de los norteamericanos, los talibanes y sus aliados árabes ganaron la guerra y expulsaron a los soviéticos de Afganistán. En aquellos primeros años noventa, los norteamericanos consideraban a los talibanes unos luchadores heroicos contra el comunismo y merecedores de su libertad. Y hasta el icono cinematográfico yanqui Rambo, en su tercera entrega, ofrece una imagen amable y entrañable de los guerrilleros talibanes, que diez años después serían satanizados y convertidos en los mayores tiranos de la humanidad por esos mismos guionistas norteamericanos. Pero Al Zarqaui, que era mucho más real que el Rambo de las películas, decidió regresar a Zarqa después de la guerra. Y en Jordania se integró en el movimiento rebelde que acusaba al rey Hussein de ser un títere de los Estados Unidos y responsable de terribles matanzas de palestinos en Jordania, y fundó su propia organización Jama’at al Wal Tawhid Yihad (en árabe,
), que significa algo así como Grupo del Monoteísmo y Yihad. En marzo de 1994 es detenido por esas críticas a la Corona, y por los explosivos y las armas encontrados en su casa. Se le condena a quince años de cárcel.

Según relataron posteriormente sus compañeros de prisión, Al Zarqaui se pasaba los días estudiando el Corán y haciendo ejercicio. Conforme a las declaraciones de algunos de esos compañeros, reproducidas en muchos medios norteamericanos tras la invasión de Iraq, Zarqaui era un fanático islamista radical, violento y pendenciero. Sin embargo, el periodista francés Jean-Marie Quemener consiguió, en Zarqa, una serie de cartas manuscritas de Al Zarqaui, que este había escrito a su madre en aquellos años de prisión, que distan mucho de la imagen típica del matón carcelario. Aderezadas con dibujos multicolores y con poemas y versos tradicionales, las cartas del temible Decapitador rezuman amor y devoción a su madre. Son documentos maravillosamente valiosos para intentar comprender la íntima psicología del terrorista jordano más temible de la historia moderna, que hacía suyo el refrán árabe que dice: «Sé polvo bajo los pasos de tu madre, puesto que donde pisan sus pies está el paraíso».

«Dedicado a mi madre —escribe Al Zarqaui con tinta azul, en un folio decorado con un dibujo de un lazo rojo—. Un hombre engañó una vez a un chaval ignorante. Le dijo: si me traes el corazón de tu madre, te daré muchas joyas y dinero. El chaval da una puñalada a su madre, le saca el corazón y vuelve con el hombre. Pero, disgustado, después de lo que ha hecho, el joven tropezó y así se le cayó el corazón que llevaba. El corazón de su madre, lleno de sangre, le exclama: Mi querido hijo, ¿te has hecho daño? Pero a pesar de la ternura de la voz de su madre, el hijo enojó mucho al cielo. Y como consecuencia, el joven saca una daga e intenta apuñalarse. Pero el corazón de la madre, otra vez, le llama: Para y no lo hagas. No quiero recibir dos puñaladas en el corazón, una tras otra...» No parece, realmente, el tipo de versos que esperamos de un psicópata asesino como Al Zarqaui que las agencias de prensa norteamericanas presentarían al mundo en 2003.

En febrero de 1999 muere Hussein de Jordania, y su hijo Abdallah sube al trono. Con motivo de ello se produce una amnistía de presos y Al Zarqaui recupera la libertad. Sale de la cárcel, radicaliza, según algunas fuentes, su postura contra la monarquía alauita y planea el primer atentado contra el hotel Radisson, abortado por el servicio secreto jordano. Juzgado en rebeldía, es condenado a muerte por ese intento de atentado, aunque nunca fue detenido. A raíz de ello, abandona el país y viaja a Peshawar, llevándose con él a su adorada madre, que solo permaneció un mes en Pakistán. Tras su regreso a Jordania, Omm Sayel ya no volvería a ver nunca más a su hijo. La madre de Al Zarqaui nunca llegaría a creerse ni una palabra de las informaciones que la prensa y la televisión jordana publicaban sobre el que para ella siempre sería su pequeño Ahmad.

Tras su llegada a Pakistán, la biografía de Al Zarqaui se diluye en la leyenda y en la propaganda, dependiendo de quién sea la fuente que intenta relatar su historia. Para los analistas antiterroristas occidentales, Al Zarqaui comienza a organizar las células terrorista de Al Qaida en Pakistán primero y en Iraq más tarde, además de tejer una red de terroristas durmientes por toda Europa. Según estas fuentes, Al Zarqaui era el enlace entre Ben Laden y Saddam Hussein.

Para los periodistas afines al yihad, sin embargo, Al Zarqaui jamás tuvo relación con Ben Laden o Al Qaida, ni mucho menos con Saddam Hussein. Al menos hasta mucho después de comenzar la invasión norteamericana de Iraq.

Al Zarqaui, en realidad, es un personaje desconocido en Occidente hasta que, en 2003, su nombre aparece mencionado en aquellos lamentables informes de la inteligencia norteamericana, reproducidos, citados y utilizados como fuentes por todos los periodistas del mundo, en los que se enumeraban los terribles riesgos para el mundo civilizado que implicaba el gobierno de Saddam Hussein en Iraq. De la misma forma en que George Bush, Tony Blair y José María Aznar advertían de la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq, que amenazaban de forma inminente a Occidente, esas mismas fuentes señalaban a Abu Musab Al Zarqaui como el líder de Al Qaida en Iraq, y lo responsabilizaban de todos los atentados terroristas que se producían en Europa. Incluso los que eran abortados cuando todavía no habían llegado a realizarse siquiera los preparativos de los mismos...

Desde el 11-M al 7-J, pasando por los atentados de Casablanca, las bombas en Indonesia o la masacre de Beslán, el nombre de Al Zarqaui aparecía inmediatamente relacionado con cualquier tipo de acto terrorista en un rincón u otro del planeta. Al Zarqaui fue, en cierta manera, el Chacal de la primera década del siglo
XXI
. A principios de 2004 ya se atribuía a su red la responsabilidad de seiscientos atentados o intentos de atentado en todo el mundo. A diferencia de Ben Laden, que es un místico y un teórico, Al Zarqaui era un hombre de acción, capaz de empuñar un fusil o decapitar con sus propias manos a los enemigos del Islam. En ese sentido inspiraba en los adolescentes árabes la misma admiración que Ilich Ramírez,
el Chacal
, despierta en los jóvenes revolucionarios occidentales.

Y su fama de hombre duro, que no teme mancharse las manos de sangre, se acrecentó cuando, tras la invasión de Iraq, comenzaron a aparecer los primeros vídeos de decapitaciones de rehenes norteamericanos, o de otros países, capturados por la resistencia iraquí. Oficialmente, se consideraba que el hombre tatuado que aparecía en varios de esos vídeos decapitando, con sus propias manos, a prisioneros como el joven Nick Berg era el mismísimo Al Zarqaui, quien se había hecho esos tatuajes durante su estancia en la prisión jordana. Pero sea él quien realizaba las decapitaciones que se atribuía o no, lo cierto en que entre 2003 y 2005 se publicó una cantidad astronómica de mentiras, tergiversaciones, fantasías y manipulaciones sobre el de Zarqa. Con lo que sabemos hoy, resulta estremecedor visitar las hemerotecas y volver a leer lo publicado en 2003 y 2004 para justificar nuestra intervención en Iraq.

En realidad, entre 1999 y 2004 las informaciones sobre Al Zarqaui son contradictorias y tendenciosas tanto en un sentido como en otro. Se supone que tras el 11-S volvió a Afganistán, se estableció en Iraq en verano de 2002 y luchó junto a los kurdos, contra Saddam Hussein, al lado de los nacionalistas de Ansar Al Islam. Improbable por tanto la versión norteamericana que convertía a Al Zarqaui en aliado de Saddam. Aunque en realidad no se han desclasificado, hasta la fecha, documentos que prueben la presencia de Al Zarqaui en Iraq antes de marzo de 2003.

En esa época se casa en segundas nupcias con Isra Jarrad, hija del yihadista palestino Yassin Jarrad, que tenía solo catorce años en el momento de la boda. Un año después le daría un nuevo hijo. Parece ser que ambos murieron en uno de los interminables bombardeos norteamericanos que intentaron, durante años, dar caza a Al Zarqaui por todo Iraq. Su tercera esposa, una joven iraquí, también fallecería en uno de esos bombardeos. Y con la muerte de cada una de sus esposas crecía el odio del Decapitador para con Occidente.

La noticia de la muerte de Al Zarqaui se publicó en la prensa occidental en muchas ocasiones, entre 2003 y 2006, pero el de Zarqa siempre conseguía sobrevivir. Aunque en el intento los aliados se llevaban por delante a cientos, quizás miles de inocentes. Y de la misma forma que los hombres-bomba de Zarqaui masacraron sin piedad los tres hoteles jordanos, los bombarderos americanos reducían a cenizas cualquier edificio en el que sospechasen que pudiese esconderse Zarqaui en Faluya, Basora o cualquier ciudad iraquí. Sabemos cuántos inocentes murieron en los hoteles de Ammán, a causa de las bombas del Decapitador, pero es mucho más difícil contabilizar cuántos inocentes murieron por las bombas occidentales destinadas a Zarqaui. De ellos no sabemos nada.

Quizás aquellas pérdidas personales influyeron en la radicalización de sus operaciones, cada vez más despiadadas, y en la leyenda del Decapitador que arrancaba las cabezas de sus enemigos con sus propias manos. Pero la fama de Al Zarqaui era cada vez mayor. Y esa fama, en buena medida, era fomentada y utilizada por la administración Bush y también por mi presidente José María Aznar, para justificar la invasión de ese foco de supuestos terroristas psicópatas que era Iraq. Pero el tiempo pasaba, y las armas de destrucción masiva y el Decapitador no aparecían por ningún lado. Y por fin, en un comunicado divulgado el 17 de octubre de 2005, tres semanas antes de los atentados de Ammán, Al Zarqaui se ponía a las órdenes del jeque Osama Ben Laden... Las armas de destrucción masiva seguían sin aparecer, pero por fin existía una prueba, de puño y letra del autor, que permitía vincular a Al Zarqaui con Al Qaida. Claro que si el de Zarqa aceptaba unirse a Ben Laden en octubre de 2005... ¿cómo es posible que todos los gobiernos aliados lo presentasen como la prueba de la relación de Ben Laden con Saddam Hussein desde un año y medio antes?

De una forma u otra, supongo que tras el comunicado de Zarqaui en octubre de 2005, sí puede considerarse el triple atentado de los hoteles de Ammán como una acción de Al Qaida. Y resulta comprensible que solo unos días después de la masacre de los hoteles, la familia de Al Zarqaui emitiese un comunicado renegando del pequeño Ahmad, al que expulsaban de su linaje, abominando de su nombre y su memoria.

A las 7:30 am, hora de Washington, del 8 de junio de 2006, el mismo presidente George Bush comparecía en rueda de prensa para anunciar, henchido de satisfacción, que un nuevo «bombardeo selectivo» de las tropas norteamericanas, en un edificio del noroeste de Bagdad, había conseguido por fin dar caza al líder de la resistencia. Tras el bombardeo, facilitaron fotografías del cadáver del Decapitador a la prensa internacional, como un trofeo. Para los yihadistas fue un duro golpe. De hecho, en muchos de los foros en Internet que yo frecuentaba pude ver durante varios meses supuestos informes y análisis que pretendían demostrar que el hombre que aparecía muerto en las fotos no era el verdadero Al Zarqaui. Algunos querían mantener la esperanza de que, como en tantas ocasiones anteriores, el escurridizo guerrillero hubiese podido escapar de las bombas, y en su lugar solo hubiesen muerto algunos civiles inocentes. Pero, con el paso del tiempo, poco a poco todos se fueron convenciendo de que Abu Musab Al Zarqaui ya no cortaría más cabezas.

Un yihadista en mi habitación

La última noche en Ammán me desperté de repente en plena madrugada al sentir una mano fuerte, grande, que me tapaba la boca, mientras otras cuatro manos tan fuertes y robustas como la primera me sujetaban los brazos arrancándome de la cama, semidesnudo, y obligándome a arrodillarme en el suelo del hotel, ante el espejo del armario. Pude notar cómo el filo de un cuchillo de hoja curva, frío y afilado, se apoyaba en mi garganta. Era el típico puñal beduino, muy parecido al que me había comprado unos días antes en el zoco de Ammán. Intenté gritar, pero aquella mano fuerte y grande impedía que saliese ningún sonido de mi boca. Y de hecho apenas permitía que entrase oxígeno en mis pulmones. Traté de zafar mis brazos de los hombres que me sujetaban, pero eran demasiado fuertes, y yo estaba agarrotado por el pánico. El que me tapaba la boca y apoyaba la hoja curva de la daga sobre mi cuello se acercó a mi oído y me dijo: «¿Sabes rezar? ¿En quién crees?», pero no me dio tiempo a responder. Ni a preguntarme cómo es posible que entendiese perfectamente lo que decía aquel hombre, que me hablaba en árabe. Antes de que pudiese reaccionar, el desconocido apretó la hoja del cuchillo sobre mi cuello y la desplazó enérgicamente alrededor del mismo. Sentí con toda claridad cómo mi carne se abría y cómo un chorro de sangre caliente salía disparado de mi yugular, impactando contra la puerta del armario y tiñendo de rojo la escena que ahora veía reflejada en el espejo. El hombre vestido de negro, que ahora movía el cuchillo adelante y atrás, profundizando cada vez más en la herida de mi cuello en un intento de serrar las vértebras, mientras me sujetaba la cabeza por el pelo, era el mismísimo Al Zarqaui, que sonreía sádicamente y volvía a preguntarme: «¿Sabes rezar?».

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