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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (16 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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Salimos por la puerta principal de la abadía, la misma que utilizaban los turistas en sus visitas. Mars se adelantó y abrió a distancia un Renault monovolumen de color granate. Me pareció un vehículo extraño para la imagen de las dos mujeres, pero no hice ningún comentario y me senté en la parte de atrás, con Marie Stewart que, nada más entrar, me agarró de nuevo del brazo.

Fuimos hasta el centro de Dijon, la población más cercana a la abadía. En lo poco que mi cabeza daba de margen para la distracción, no pude evitar fijarme en la belleza de la ciudad. El centro estaba impoluto, las fachadas se veían limpias, las casas eran bajas y los carteles de los comercios estaban pintados de manera artística sobre los frontones de madera que colgaban envueltos en tiestos con flores. Entramos en una pequeña cafetería que se anunciaba con una humeante taza de café sobre un fondo verdoso. Mars se adelantó hasta una de las mesas cercanas a la puerta, sacó una silla para Marie Stewart y se sentó. Yo hice lo mismo tras cogerme mi propia silla.

—Señora Stewart.

—Llámeme Marie, por favor, señor Cècil.

—Está bien, Marie, creo que usted es la pieza que le falta a mi
puzzle
, así que le propondré un trato, usted encaja esa pieza, y yo le devuelvo su dinero.

—¿En cuanto Azul pueda identificarme?

—Claro, no hasta entonces. ¿Le parece bien?

—¿Tú qué opinas, Mars, aceptamos el trato del señor Cècil, o recogemos nuestro dinero sin más? —su tono era burlón, pero firme.

—No sé qué hacemos aquí, deberíamos agarrar lo nuestro y aconsejar al señor Abidal que regrese a su vida normal —la ¿venezolana? era mucho más expeditiva.

—Señor Cècil, no nos mire así. Le repito que si Azul ha confiado en usted, también lo haremos nosotras, pero no intente jugar ni nos ponga condiciones. Ese no es el comportamiento que se le supone a un caballero. Mientras degustamos el exquisito café que sirven aquí, los monjes están revisando sus cosas para encontrar el dinero, así que ni eso nos puede ofrecer. Con respecto a la Policía, no creo que le interese a usted, ni a nadie, que participe en nuestro secreto, por lo que solo queda un valor en juego, nuestra confianza. Debe usted confiar en nosotras si desea ser correspondido.

—Señora Stewart —sonreí.

—Marie, por favor.

—Marie, usted misma ha reconocido que por su culpa Azul ingresó en la cárcel, además de hacerme perder a la persona que más he amado en mi vida, así que creo que merezco esa confianza. Y el dinero, por mucho que busquen los hermanos, dudo de que lo encuentren. No me tomen por idiota a mí tampoco —fue un buen tanto a mi favor porque noté, por primera vez, un deje de nerviosismo entre ellas. Era un farol, y malo, porque el dinero lo había escondido en el falso techo del dormitorio, así que en realidad solo era cuestión de tiempo que diesen con él.

—Es usted muy listo, Cècil —había eliminado lo de «señor»—. ¿Qué quiere saber? No le prometo que le pueda contestar a todo, porque además tampoco estoy, estamos —rectificó— en posesión de toda la verdad, pero haré lo que pueda.

—¿Por qué fue Azul a prisión?

—Para contestar a esa pregunta, debo retroceder un poco en el tiempo. Azul llegó a mis manos cuando apenas era una niña recién salida del instituto. Dotaba una beca para alumnas especiales y Azul la ganó. Esa beca comprendía, ahora ya no la administro yo —puntualizó con un deje de tristeza—, vivir conmigo en París y estudiar en los mejores colegios, hasta la misma Sorbona. Azul enseguida nos deslumbró a todos con sus estudios de Lingüística, Epigrafía y Fonética Histórica. Sus conocimientos de árabe, de español y de francés le abrieron las puertas a otras lenguas que la fascinaron, y así se convirtió en su primer año de universidad en una estudiosa del latín, del griego, del arameo y del hebreo —no podía creer lo que escuchaba—. Su tesis versó en la evolución fonética de las lenguas, o algo así, no me haga usted mucho caso porque me pierdo un poco con tantos tecnicismos, pero su pasión por los escritos antiguos la llevaron a visitar algunas de las mayores bibliotecas de Europa y de Oriente Medio. No tardó en utilizar sus habilidades en causas mayores que el simple placer del conocimiento. Se encontraba enfrascada en plena búsqueda de un documento de nuestro interés cuando hubo un robo en la biblioteca del Monasterio de San Marcos de Jerusalén, y la acusaron. Por supuesto que no estaba implicada, claro, pero por motivos que no puedo desvelarle sirvió para que nuestros enemigos nos apartaran de la búsqueda. Nos costó mucho sacarla del país. Israel no es un lugar sencillo, se lo aseguro, ni siquiera con dinero se consiguen las cosas. Obtuvimos para ella un pasaporte diplomático como agregada cultural francesa y regresó. No fue suficiente, el estado de Israel interpuso una denuncia internacional contra Azul y así fue como ella, por no desenmascararnos, cargó con la penitencia y pasó los peores momentos de su vida. Sé que no le consolará en absoluto, pero le aseguro que mientras estuvo privada de libertad, nos encargamos de que su vida fuese lo más cómoda posible, y también de que su pena se rebajara al mínimo que pudimos comprar —Marie Stewart descansó un momento y tomó un sorbo de su café. Yo aproveché para intervenir.

—No puedo creerlo. Yo sabía que Azul realizaba trabajos para bibliotecas en otros países, y también que organizaba catálogos y temas por el estilo, pero jamás me explicó con exactitud cuál era su trabajo ni cuáles, sus estudios. Sin embargo, sigo sin entender por qué debían apartarla de mí, por qué debía escoger entre ustedes y yo, creo que no soy incompatible con escritos de otras épocas.

—Cècil, la mayoría de los textos antiguos del mundo se encuentran en las bibliotecas de Europa y Oriente Medio, y a su vez, la mayoría de estas pertenecen a instituciones religiosas. La Iglesia, como sabe, es la mayor poseedora de documentos antiguos del mundo. Durante más de mil años, los únicos conocedores del arte de la escritura fueron los monjes, ellos fueron los redactores de los periódicos publicados desde el siglo I hasta nuestros días, así que si usted desea conocer una noticia del año 800, por ejemplo, solo puede acudir a los escritos de los monjes de ese tiempo. Lo mismo ocurre con el orbe musulmán, o con los escritos hebreos, que están en posesión de las autoridades religiosas árabes o israelíes. Por eso, los grandes archivos continúan vetados para la gran mayoría de los eruditos, ¿lo comprende?

—El abad me dijo que Azul pertenece a la Orden del Císter, pero no lo creí… —realmente estaba sorprendido.

—Es cierto, Cècil. Azul pertenece a la Orden del Císter en su rama femenina, pero no fue derribada del caballo como San Pablo por una ráfaga de fe, ella lo hizo por dos motivos: porque yo se lo pedí y para acceder a una sabiduría secreta al alcance de muy pocas personas en la historia de la humanidad. Cuando ingresó en prisión, fui a verla y le pedí que escogiera. No podíamos esconder por más tiempo su relación con usted, no es compatible pertenecer a una orden religiosa y tener relaciones carnales con un hombre. Entonces, tomó la decisión más difícil de su vida y le pidió que no fuese a verla nunca más. Yo estaba allí, entró en una depresión muy profunda que le costó varios meses de recuperación. Cuando supo que usted estaba implicado en el asunto de la subasta, se negó a participar, pero Oriol Nomis nos convenció de que era lo mejor y accedimos. Yo confiaba en que no se encontraran, aunque ahora me alegro porque, sin su protección, Azul ya estaría muerta.

—¿Muerta?

—Como el cura al que le clavaron un destornillador —hizo una mueca de horror que Mars imitó a menor escala.

—¿Quién querría matar a Azul?

—Eso no se lo podemos explicar —intervino Mars. Marie Stewart asintió con un movimiento de cabeza.

Imaginé mi cerebro como una gran partida de Scrabble, miles de palabras que flotaban en materia gris en busca de un lugar donde acomodarse. Me sentía perdido, ni siquiera sabía qué preguntar. Solo me quedaba el códice, y probé.

—Solamente una cosa más.

—Usted dirá —me invitó Marie Stewart.

—Bueno, serán dos. Primero, ¿por qué lo de «condesa»?

—Es sencillo, soy condesa. Todas estas tierras que ve pertenecieron a mis antepasados, al condado de Beaune. No me mire así, nada de esto me pertenece ya, pero el título es vitalicio. Yo lo heredé de mi padre y quizá se extinga conmigo, quién sabe. ¿Y la segunda?

—¿Qué contiene ese códice para que haya gente dispuesta a pagar un millón de euros por él, sin hacer comprobaciones, y gente dispuesta a matar sin preguntar?

—Eso, querido Cècil, es secreto de confesionario. ¿Qué le parece si vamos a ver si Azul está despierta? Creo que hemos contestado a casi todas sus dudas.

Mars, antes ni siquiera de que yo tuviese tiempo a contestar a la condesa, se levantó y pagó los tres cafés. Salimos. Al llegar a la abadía, la cara del abad De Roux lo decía todo. No pude evitar una sonrisa de autocomplacencia. No habían encontrado el dinero. Marie Stewart y Mars me miraron, y yo levanté los hombros exculpándome porque no hubiesen dado con él. Bajamos por el ascensor que daba al dormitorio donde estaba Azul. Cuando llegamos, le estaban cambiando los vendajes, y el monje enfermero nos pidió que esperásemos fuera. Desde la puerta nos alcanzaban los aullidos de dolor de Azul, y no pudimos evitar una sensación de terror que se dibujó en nuestros rostros. Al cabo de unos quince minutos, el mismo monje salió y nos explicó que la herida sanaba bien, que reaccionaba con prontitud al tratamiento, pero también nos dijo que la había sedado para que el dolor fuese soportable y que no permanecería mucho tiempo despierta. Le dimos las gracias y entramos.

Cuando Azul vio a la condesa, se emocionó, e intentó abrazarla sin éxito por su estado. Marie Stewart sí se acercó hasta ella y la besó. Mars también lo hizo. Yo me quedé unos pasos atrás, como el amigo feo al que siempre presentan el último, pero Azul susurró mi nombre y me uní a ellas. La condesa intentó tranquilizarla, le explicó que se veía muy guapa y que no debía sufrir por la herida porque en cuanto estuviese recuperada, acudiría a los mejores especialistas y la dejarían mejor que nunca. La animó con palabras de aliento y le agradeció todo lo que había hecho. Intentó contarle que habían hablado conmigo y que yo no les quería dar el dinero sin que ella las identificase; también le dijeron que me habían explicado lo de su pertenencia a la orden. No hablaba, supongo que por el efecto del sedante, pero en sus ojos hundidos se podían leer todas las respuestas. A la consulta que hizo la condesa sobre el dinero, Azul movió la cabeza afirmativamente, pero Marie Stewart le hizo una nueva pregunta que me sorprendió, le preguntó si el autor del disparo había pedido en algún momento el códice o si ya sabía que era un señuelo. Azul movió de lado a lado la cabeza y el mismo esfuerzo la dejó dormida.

—¡Eso es lo que buscaba el asesino! ¡No quería el dinero, quizá ni siquiera supiera que lo teníamos, quería el códice! ¡Qué idiota he sido! —grité.

—Cècil, por favor, ya ha visto que Azul le ha dado el consentimiento que alegaba para entregarnos el dinero. No lo alargue más, no es de su incumbencia. No le interesa. Denos el dinero y dejémonos de tantas historias, por favor —me atacó Mars, que parecía haberme tomado un cariño especial.

—No les daré ni un céntimo si no me explican de qué va todo esto —miré a la condesa con la intención de que creyera en mis palabras.

—Cècil, no le conviene este juego, Mars tiene razón, por favor, entréguenoslo y vuelva a Barcelona, regrese con Oriol Nomis, él le tiene en gran estima y sé que le necesita para nuevos proyectos. Déjenos a nosotras con nuestras historias.

—¡Sus historias! —no conseguía evitar gritar, aun a pesar de tener a Azul a pocos metros—. ¿Qué historias, esta historia? —señalé a Azul—. ¿Cree de veras que Azul no es mi historia? Escúchenme bien las dos, no pienso dejar a Azul hasta que se recupere, no pienso entregarles nada hasta que sepa de qué va todo esto, pero de qué va de verdad, y no pienso apartarme del lado de Azul hasta que ella me lo pida. ¿Lo comprenden? Ya me he cansado del juego de los secretitos, aquí te disparan, y si alguien lo intenta conmigo, me gustaría saber por lo menos por qué.

—Vamos arriba, Azul necesita descansar —era lo más sensato que había escuchado de la condesa desde que la conocí.

Subimos en el ascensor hasta la planta principal, y Marie Stewart, que le había cogido gusto a mi brazo, se agarró de nuevo hasta el atrio. El gran patio estaba circundado por una barrera de arcos de doble columna que lo recorrían en un rectángulo perfecto. En uno de los lados se alzaba la iglesia, coronada por una larga torre en forma de cucurucho con una cruz en la punta. La iglesia era el edificio más alto de la abadía, soportada por los grandes arcos de medio punto a los que daba la oficina del abad. En medio del atrio había una fuente sencilla, como una piscina circular que se alzaba a la altura de la cintura, en cuyo centro se levantaba una pequeña réplica de la que brotaba, entre grandes capas de musgo, el chorro de agua que llenaba los dos recipientes. Todo el atrio era un jardín de árboles y flores alineados con extrema precisión en los parterres que tenían prohibido pisar los turistas.

Pasamos junto a un grupo que se maravillaba de que en el siglo XII los monjes ya se lavaran las manos antes de comer, y Marie aprovechó para sentarse en el muro del patio, bajo uno de los arcos de doble columna, y me invitó a hacer lo mismo. Mars, que venía detrás de nosotros, se sentó en otro de los huecos entre arco y arco, y quedamos los tres como en una partida ganada del tres en raya. Las columnas que soportaban los arcos, así como casi toda la abadía, estaban restauradas dándole al conjunto ese aspecto de nuevo tan extraño en una obra antigua. Me fijé que los capiteles carecían de motivos, apenas un pequeño aro de piedra entre la columna y el capitel. La condesa me sacó de mi observación cuando descubrí el único que tenía un motivo, uno con un grupo de monjes que andaban encorvados.

—Cècil, como ya le he dicho varias veces en nuestra corta relación, este no es un tema sencillo. Puede imaginar que si se tratara de tráfico de obras de arte, o de algo por el estilo, no habría sido necesario que Azul tomara los hábitos, ni que nosotras la encubriéramos en sus escarceos con usted, ni muchas otras cosas que están fuera de toda lógica.

—¿Cómo podía saber el atracador lo del códice?

—Déjeme explicarle. Cuando uno llega a una edad —me pregunté a qué edad se refería—, comprende que muchas de las cosas que le han explicado y que ha dado por ciertas no lo son tanto, y que coexisten con otras de las que nadie le habló jamás. Me refiero a cosas importantes, secretos que no están al alcance de todo el mundo y a los que solo unos pocos iniciados tienen acceso. Azul es una de esas personas, como Mars y como yo. Somos poseedoras de ciertas sapiencias que no deben ser expuestas ante cualquiera. Uno de esos secretos es el contenido del códice que buscamos.

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