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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (16 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Hatch iba a decir algo, pero se limitó a menear la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Neidelman con una expresión risueña en el rostro; el sol naciente ponía reflejos dorados en sus ojos.

—No lo sé. Las cosas van muy rápido, eso es todo.

Neidelman respiró hondo y su mirada recorrió la isla y los distintos grupos de trabajo que se afanaban en su superficie.

—Como usted mismo ha dicho —replicó tras un momento—, no tenemos mucho tiempo.

Se quedaron un rato en silencio.

—Será mejor que regresemos —dijo por fin Neidelman—. Le he pedido a la
Naiad
que venga a buscarlo. Desde la cubierta podrá ver la prueba del colorante.

Los dos hombres se dirigieron hacia el campamento base.

—Ha reunido usted un grupo de personas muy capaces —dijo Hatch mirando las figuras que se movían ordenadamente y con gran precisión en el muelle de descarga.

—Sí —murmuró Neidelman—. Son excéntricos, y en ocasiones difíciles, pero buena gente. No busco la clase de empleados que dicen que sí a todo; en mi oficio, eso es muy peligroso.

—Wopner es un tipo verdaderamente raro. Parece uno de esos desagradables adolescentes rebeldes de trece o catorce años. Aunque también me recuerda a algunos médicos que he conocido. ¿Es tan bueno como cree él?

Neidelman sonrió.

—¿Recuerda aquel escándalo de 1992, cuando todos los pensionistas de una zona de Brooklyn descubrieron que cobraban mucho más, porque alguien había añadido dos ceros a sus pensiones?

—Sí, lo recuerdo vagamente.

—Fue obra de Kerry. Y debido a ello pasó tres años en la prisión de Allenwood. Pero no le gusta nada hablar del asunto, de modo que evite los chistes sobre presidiarios.

—¡Jesús!

—Y es tan buen criptoanalista como pirata informático. Si no fuera por esos juegos de rol que insiste en seguir jugando, sería un trabajador perfecto. Pero no deje que su personalidad le confunda, es un buen hombre.

Ya estaban cerca del campamento base, y Hatch oyó la voz quejosa de Wopner que salía de Isla Uno.

—¿Y me ha despertado sólo porque tiene la sensación de que algo no va bien? He probado el programa cientos de veces en Escila y es perfecto. Perfecto. Un programa simple para gente simple. Hace funcionar esas estúpidas bombas, y nada más.

El rugir de los motores de la
Naiad
que llegaba en ese instante al embarcadero no dejó oír la respuesta de Magnusen. Hatch corrió a coger su maletín y luego subió a bordo de la poderosa motora. A su lado estaba su hermana gemela, la
Grampus
, que esperaba a Neidelman para luego dirigirse a la posición asignada en el lado opuesto de la isla.

Hatch lamentó que Streeter, inexpresivo y frío como un busto de mármol, estuviera al timón de la
Naiad
. Lo saludó con una inclinación de cabeza y con una sonrisa amistosa, y recibió a cambio una imperceptible inclinación de cabeza. Hatch se preguntó por un instante si se habría ganado un enemigo, pero descartó de inmediato la idea. Streeter parecía un profesional, y eso era lo que importaba. Si aún estaba molesto por lo que había sucedido durante el accidente en el pozo, era su problema.

En la cubierta, dos buzos inspeccionaban su equipo. El tinte no iba a ser visible en la superficie durante largo rato, y tendrían que actuar con rapidez para encontrar el túnel oculto en las profundidades. Rankin, el geólogo, estaba con Streeter. Cuando vio a Hatch sonrió y se acercó a saludarlo con un vigoroso apretón de manos.

—¿Cómo está, doctor Hatch? —dijo, y sus dientes blancos brillaron entre su frondosa barba—. Tiene usted una isla fascinante.

Hatch ya había oído otras versiones de esta frase en boca de diferentes empleados de Thalassa.

—Así es, y por eso estamos aquí —le respondió con una sonrisa.

—No, no tiene nada que ver con el tesoro. Yo quiero decir que es apasionante desde el punto de vista de la geología.

—¿De verdad? Yo pensaba que era como todas las otras, una gran roca granítica en medio del océano.

Rankin metió la mano en el bolsillo de su chubasquero y sacó algo que parecía un puñado de galletas.

—No, nada de eso. Son esquistos de biotita, o lo que vulgarmente se conoce como mica negra, metamorfoseados y comprimidos de una manera increíble. Y con una colina oval en la cima. Es muy fuerte, hombre, muy fuerte.

—¿Una colina oval?

—Sí, es una formación muy rara de origen glaciar, muy abrupta de un lado y con una pendiente suave en el otro. Nadie sabe cómo se forman, pero yo diría que…

—Buzos, preparados para sumergirse —se oyó la voz de Neidelman en la radio—. Estaciones, comunicarse para verificar situación.

—Estación de control, bien —se oyó la voz de Magnusen.

—Estación de ordenadores, bien —la voz de Wopner sonaba aburrida y desganada hasta en la radio.

—Observador Alfa, bien.

—Observador Beta, bien.

—Observador Gamma, bien.


Naiad
, bien —habló Streeter por la radio.


Grampus
, afirmativo —se oyó la voz de Neidelman—. Ocupen sus posiciones.

Cuando la
Naiad
comenzó a acelerar, Hatch miró el reloj. Eran las ocho y veinte. La marea cambiaría muy pronto. Mientras él buscaba un lugar donde depositar su maletín, los dos submarinistas salieron riendo de la timonera. Uno de ellos era un hombre alto y delgado, con un negro bigote. Llevaba un traje de bucear tan ajustado que no dejaba ninguna parte de su anatomía a la imaginación. El otro buzo era una mujer. Cuando vio a Hatch, lo saludó con una sonrisa juguetona.

—¿Usted es el médico misterioso? —dijo.

—No sabía que fuese misterioso —respondió él.

—¿Acaso no estamos en la terrible isla del Doctor Hatch? —dijo ella con una carcajada—. Confío en que no se ofenda si no utilizo sus servicios.

—Y yo confío en que no los necesite —contestó Hatch, que habría querido darle una respuesta más ingeniosa.

Las gotas de agua brillaban en la piel morena de la joven, y sus ojos castaños tenían reflejos dorados. Hatch calculó que no debía de tener más de veinticinco años. Hablaba con un exótico acento francés.

—Soy Isobel Bonterre —dijo mientras se quitaba un guante para darle la mano.

Hatch la cogió. Estaba fresca y húmeda.

—¡Qué mano tan caliente tiene! —exclamó la joven.

—Es un placer —le replicó Hatch con cierto retraso.

—De modo que usted es el brillante médico de Harvard. Gerard me ha hablado mucho de usted —le dijo ella mirándolo a los ojos—. Usted le gusta mucho, ¿sabe?

Hatch sintió que se ruborizaba.

—Me alegro —respondió.

Hatch no se había detenido a pensar si Neidelman lo apreciaba, pero ahora que la joven lo decía, se sintió muy halagado. Vio de reojo que Streeter le dirigía una mirada de odio.

—Me alegro de encontrarlo a bordo. Eso me ahorra el trabajo de tener que buscarlo.

Hatch frunció el entrecejo; no entendía qué quería decirle la joven.

—Voy a localizar el emplazamiento del antiguo campamento pirata, y a realizar excavaciones. —La joven le dirigió una mirada inquisidora—. Usted es el dueño de la isla, ¿
non
? ¿Dónde situaría usted su campamento si fuera a pasar tres meses aquí?

Hatch lo pensó durante un instante.

—En aquella época había espesos bosques de abetos y robles. Me imagino que, para establecer su campamento, los piratas habrían despejado una zona al abrigo de los vientos. En la costa, cerca de donde habían fondeado los barcos.

—¿En la costa de sotavento? Pero entonces, en los días despejados los habrían visto desde el continente.

—Bueno, sí, imagino que sí. En 1696 ya había poblaciones en esta costa, aunque muy distantes unas de otras.

—Además, los piratas necesitaban vigilar la costa de barlovento,
N´est-pas
?, por si pasaba algún barco que mereciera la pena capturar.

—Sí, es verdad —respondió Hatch, un tanto irritado. Si sabe todas las respuestas, ¿por qué me hace tantas preguntas?, pensó.

—Las rutas oceánicas entre Halifax y Boston pasaban precisamente por aquí, cruzando el golfo de Maine. —Hatch hizo una pausa—. Pero si ya había poblaciones establecidas en la costa, ¿cómo ocultaban los nueve barcos de su flota?

—Sí, yo también he pensado en eso —respondió ella—. Hay un puerto muy profundo a unos cuatro kilómetros costa arriba, protegido por una isla.

—Black Harbor —dijo Hatch.


Exactement
.

—Sí, ese lugar habría sido una buena elección. Black Harbor estuvo completamente despoblado hasta mediados del siglo XVII tripulación y Macallan podrían haberse establecido en la isla, con los barcos fondeados en el puerto, donde nadie podía verlos.

—¡En la costa de barlovento, pues! —dijo Bonterre. Usted me ha sido de gran ayuda. Y ahora, debo prepararme.

Cualquier incomodidad que Hatch pudiera haber sentido, desapareció ante la radiante sonrisa de la arqueóloga.

La joven se recogió el pelo y se puso la capucha de goma del traje de buceo y luego la escafandra. El otro buceador se situó a su lado para ajustarle los tanques de oxígeno, y se presentó como Sergio Scopatti.

Bonterre lo inspeccionó de arriba abajo, como si le gustara lo que veía.


Grande merde du noir
—murmuró con fervor—. No sabía que Speedo hacía ropa isotérmica.

—Los italianos lo hacen todo a la moda —rió Scopatti—.
Y moho svelta
.

—¿Qué tal funciona mi vídeo? —le preguntó Bonterre a Streeter mirándolo por encima del hombro y señalando una pequeña cámara montada sobre su escafandra.

Streeter pulsó varios botones en un panel y en la consola de control se iluminó la pantalla de un vídeo, mostrando la sonriente cara de Scopatti.

—Mire en otra dirección, o se le romperá la cámara —le dijo Scopatti a Bonterre.

—Entonces miraré al doctor —dijo Bonterre, y Hatch vio su propia cara en la pantalla.

—Eso no sólo rompería la cámara, sino que haría estallar la pantalla —dijo Hatch, y se preguntó qué tenía aquella mujer que le hacía sentir tan inseguro.

—La próxima vez, yo llevaré la cámara —bromeó Scopatti.

—Jamás —respondió Bonterre—. Yo soy la famosa arqueóloga. Usted no es más que mano de obra italiana barata.

Scopatti, sin cortarse, le respondió con una amplia sonrisa.

—Faltan cinco minutos para que cambie la marea. ¿Está la
Naiad
en su puesto? —se oyó la voz de Neidelman.

Streeter asintió.

—Señor Wopner, ¿funciona bien el programa?

—Ningún problema, capitán —le respondió la voz nasal—. Ahora todo está bien. Quiero decir, ahora que yo estoy aquí.

—Entendido. ¿Doctora Magnusen?

—Las bombas están preparadas para entrar en funcionamiento, capitán. Nos informan de que la carga con el tinte está suspendida sobre el Pozo de Agua, y que el control remoto ya está conectado.

—Perfecto. Doctora Magnusen, cuando oiga mi señal deje caer la carga.

A bordo de la
Naiad
todos se quedaron callados. Una pareja de araos pasó volando a ras del agua. Al otro lado de la isla la
Grampus
navegaba cerca de los arrecifes. El clima de suspenso, de que algo importante estaba por suceder, se hizo más notorio.

—Marea alta —se oyó la voz tranquila de Neidelman—. Pongan en marcha las bombas.

Se oyó a lo lejos el zumbido de las bombas, y la isla, como si les respondiera, gimió y tosió con el cambio de la marea. Hatch se estremeció; si había algo que aún le hacía temblar de miedo, era aquel sonido.

—Bombas en diez —se oyó la voz de Magnusen.

—Manténgalas en ese nivel. ¿Señor Wopner?

—Caribdis responde con normalidad, capitán. Todos los sistemas funcionan dentro de los límites de tolerancia.

—Muy bien. Continuemos —dijo Neidelman—.
Naiad
, ¿preparados?

—Afirmativo —respondió Streeter.

—Atentos al lugar donde aparezca la tintura. ¿Los observadores están preparados?

Se oyó un coro de síes. Hatch vio que en la isla había varios grupos de hombres con prismáticos apostados en distintos lugares de la costa.

—El primero que vea el agua coloreada recibirá una recompensa. Muy bien, suelten la carga con el tinte.

Tras un silencio momentáneo, se oyó un ruido sordo muy cerca del Pozo de Agua.

—Ya hemos introducido la tintura.

Todos escudriñaron la ondulada superficie del mar. El agua tenía un color oscuro, casi negro, pero la situación era óptima, pues no había viento y el oleaje era muy débil. A pesar de la corriente de resaca, Streeter mantenía la motora casi inmóvil. Pasó un minuto y luego otro, y sólo se oía el ruido de las bombas que echaban agua de mar dentro del Pozo de Agua, llevando la tintura al centro mismo de la isla, y luego al mar. Bonterre y Scopatti esperaban de pie en la popa, silenciosos y atentos.

—Tintura a veintidós grados —se oyó la voz apremiante de uno de los observadores de la isla—. A cincuenta metros de la costa.


Naiad
, ése es su cuadrante —dijo Neidelman—. La
Grampus
irá a ayudarles. ¡Lo han hecho muy bien! —Por los altavoces se escucharon vivas y gritos de alborozo.

Es el lugar donde yo vi el remolino, pensó Hatch.

Streeter hizo girar la lancha y se dirigió hacia el punto indicado. Un instante después Hatch vio a unos trescientos metros una mancha más clara en el mar. Bonterre y Sergio tenían puestas las escafandras y los reguladores y estaban junto a la regala, con sus armas en la mano y las boyas atadas a la cintura, preparados para saltar.

—Tintura a 297 grados, a cincuenta metros de la playa —se oyó la voz de otro observador, interrumpiendo los gritos de alegría.

—¿Qué dice? —se oyó a Neidelman—. ¿La tintura está apareciendo en otro lugar?

—Afirmativo, capitán.

—Parece que tendremos que obturar dos túneles —dijo Neidelman—. La
Grampus
se ocupará del segundo. Adelante.

La motora
Naiad
se acercó al remolino de tintura amarilla que surgía a la superficie junto a los arrecifes. Streeter cerró los motores y los buceadores saltaron por la borda. Hatch miraba impaciente las pantallas, hombro a hombro con Rankin. Al principio la imagen que les ofrecía el vídeo era una nube borrosa de tintura amarilla, pero luego la imagen se hizo más nítida y se vio una larga grieta en el fondo del arrecife, y de allí brotaba el tinte como si fuera humo.

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