El pozo de las tinieblas (2 page)

Read El pozo de las tinieblas Online

Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

BOOK: El pozo de las tinieblas
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cierto, es un bello animal. Te ofrezco diez monedas de oro por él.

Pawldo se echó hacia atrás, con un gemido de angustia.

—El mar saltaba sobre la proa —gritó con su voz estridente—. Los marineros más bravos palidecieron de miedo y querían volver atrás, pero los obligué a seguir. Conocía, me dije, un príncipe que sacrificaría su reino por un perro semejante, un príncipe que pagaría bien la tenacidad de un antiguo amigo..., que...

—¡Basta! —lo interrumpió Tristán, levantando la mano y mirando al halfling a los ojos, mientras trataba de contener la risa—. Te daré veinte, pero no...

—¡Veinte! —chilló, ofendido, el halfling.

Se volvió a los mirones y levantó las manos, con aire de inocencia herida. Los dos hombres del norte rieron entre dientes ante aquella comedia.

—Las velas pendían hechas jirones del palo. Estuvimos doce veces a punto de naufragar. Olas como montañas se estrellaron contra nosotros... ¡y me ofrece veinte monedas! —Pawldo se volvió de nuevo al príncipe, quien ya no podía evitar una ligera sonrisa—. Por un perro como éste, cualquier conocedor de estos animales pagaría en el acto cien monedas de oro... en cualquier puerto civilizado del mundo.

El halfling sonrió con zalamería.

—Sin embargo, somos amigos, y yo no dejaré nunca de serlo. Es tuyo... ¡por
ochenta
monedas!

Pawldo hizo una reverencia al oír las exclamaciones del creciente grupo de curiosos. Jamás se había vendido un perro ni por la mitad del precio que pedía.

—Sobrestimas el volumen de mi bolsa —replicó el príncipe, sabiendo muy bien que el precio iba a obligarlo a desembolsar todo lo que tenía. Adoptó, pesaroso, una estrategia de regateo, pero su bolsa era muy vulnerable. Pawldo lo conocía demasiado bien: el príncipe no podría resistir la tentación de adquirir un perro tan magnífico.

—Puedo ofrecerte cuarenta, pero es todo lo que yo...

—Cuarenta —dijo Pawldo, mirando todavía a la multitud—. Una suma respetable por un perro. Si se tratase de un perro normal, la aceptaría al instante.

—Cincuenta —declaró el príncipe, empezando a impacientarse por lo costoso que resultaba hacer tratos con Pawldo.

—¡Vendido!

—¡Muy bien! ¡Bravo!

La alabanza fue acompañada de un aplauso entusiasta y de una deliciosa risa femenina.

—Gracias, mi querida lady Robyn —dijo Pawldo, haciendo una reverencia teatral.

—En cuanto a ti, me sorprende que hayas conseguido que ese halfling truhán bajase de los cien —dijo Robyn a Tristán.

Los negros cabellos de la mujer resplandecían bajo el sol y sus ojos verdes centelleaban. A diferencia de la mayoría de las damiselas que asistían al festival, vestía prendas prácticas, polainas verdes y una capa de brillante color herrumbre. Sin embargo, su belleza eclipsaba a la de la mayoría de las más elegantes doncellas.

El príncipe correspondió a la alegre sonrisa de Robyn, complacido de haberse encontrado con ella. La fiesta sería aún más divertida si podía disfrutarla llevando a Robyn del brazo.

—¿Has venido a comprar un perro? —preguntó Tristán, haciendo caso omiso de la mano tendida de Pawldo.

—No. Sólo he bajado a ver los animales. El castillo estaba demasiado oscuro y frío para un día tan magnífico.

—¿Hablaste con mi padre esta mañana? —preguntó Tristán, e inmediatamente lo lamentó al ver la expresión dolida del rostro de la joven.

—No —dijo Robyn a media voz, volviendo la cabeza a un lado—. El rey... quería estar solo.

—Comprendo —respondió Tristán.

Miró la mole de Caer Corwell, que se levantaba imponente sobre un montículo rocoso, y pensó fugazmente en su padre. Si el rey no quería ver ni siquiera a Robyn, su amada pupila, no querría saber nada de nadie.

—No te preocupes. Deja que el viejo memo se pase el día rumiando si así le place. —Tristán ignoró el aspecto afligido de la cara de Robyn—. ¿Has visto mi nueva adquisición?

—Es un bello animal —reconoció Robyn, con cierta frialdad—. ¡Pero también fue bueno el precio!

—Sí, desde luego —dijo Pawldo, riendo entre dientes y extendiendo de nuevo la mano.

Tristán buscó su bolsa de dinero, sin prestar atención al resplandor carmesí de la capa brillante de un calishita que pasó a su lado.

Entonces su mano se cerró sobre el vacío, en el lugar donde había estado la hinchada bolsa. Echó una ojeada, súbitamente alarmado, y después se volvió y miró a su alrededor. La capa roja no se veía en parte alguna.

—¡Ladrón! —gritó Tristán y echó a correr en la dirección en que había visto por última vez el destello carmesí.

Robyn y Pawldo, momentáneamente sorprendidos, echaron a correr tras él.

Al pasar junto a una tienda, evitando por un pelo chocar contra un montón de pequeños barriles, Tristán vio el destello rojo a cierta distancia. Alcanzó a distinguir unos ojos negros antes de que su presa desapareciera.

El principe cruzó rápidamente una tienda de vinos, saltando sobre unos bancos bajos y dispersando a varios bebedores mañaneros. Dejó a tropezones la estructura de lona y salió al pasadizo entre las tiendas, tratando de divisar al ladrón.

De nuevo el destello rojo, esta vez a menos distancia. El calishita huyó a toda prisa, abriéndose paso a empujones entre los grupos de gente y volcando a su paso montones de ollas y cacerolas. El ladrón corría bien, pero Tristán tenía buenas piernas y avanzaba velozmente, saltando con agilidad los obstáculos. Arlen, el frustrado maestro del príncipe, había obligado con frecuencia a sus estudiantes a correr a través de los páramos, hasta su total agotamiento, con lo que había desarrollado su resistencia. Este entrenamiento le fue ahora de gran utilidad a Tristán, quien consiguió acortar las distancias al enfilar un pasillo recto.

La gente se volvía, boquiabierta, para contemplar a los dos corredores. Poco a poco, la persecución empezó a llamar la atención a los asistentes al festival. Muchos ffolk, al reconocer a Tristán y pensar que aquello era un juego, rieron y gritaron animándolo, y pronto una entusiasta multitud seguía al príncipe, alentándolo.

Por fin, Tristán consiguió alcanzar al perseguido; con un desesperado salto, agarró la capa carmesí, haciendo caer al ladrón al suelo, y cayó pesadamente sobre él. Rodó sobre sí mismo y se levantó enseguida de un brinco. El ladrón se recobró y logró ponerse en pie, pero para entonces estaban rodeados por una turba de asistentes al festival.

El moreno calishita se volvió y se enfrentó al príncipe con una daga larga y curva. Tristán desenvainó al instante su propio cuchillo de caza y se detuvo a tres pasos del calishita. Durante un breve momento, los dos hombres se observaron como midiendo sus fuerzas.

El ladrón, aproximadamente de la misma estatura que Tristán y con no muchos años más, esbozó una confiada sonrisa que no alcanzaba a ocultar por completo cierto involuntario respeto por su adversario. Con los ojos brillantes de animación, adoptó una postura amenazadora.

Al detenerse Tristán, la daga curva centelleó hacia afuera y hacia arriba. El príncipe paró instintivamente el golpe con su cuchillo, impresionado por la rapidez con que el otro había movido la sibilante hoja.

También el ladrón pareció sorprendido por la rapidez de la parada.

—Lo manejas bien —reconoció con fuerte acento vulgar, señalando el pesado cuchillo.

La multitud continuaba aumentando, pero se mantenía apartada de la contienda. Ahora estaban todos tensos y callados, presintiendo el peligro. Pero nadie se atrevía a intervenir.

Por primera vez, Tristán sintió inquietud. El ladrón se mostraba muy frío, incluso agradable, y sin embargo tenía que saber que no podría escapar. ¿Por qué no se limitaba a rendirse?

De pronto, el hombre saltó como un gato. El ataque casi pilló desprevenido a Tristán, pero su fino instinto hizo que saltase a un lado. Agarró la muñeca del ladrón al pasar éste por su lado, bajo el impulso de su propio ataque. Entonces, con una fuerte patada en el costado, el príncipe derribó al calishita al suelo.

Pero de pronto, el agarrón con que sujetaba Tristán a su enemigo se invirtió, y el príncipe sintió que salía despedido hacia atrás. Se quedó sin aliento al chocar fuertemente su espalda contra el suelo. El ladrón, con la rapidez de un relámpago, saltó sobre su pecho, con la daga curva centelleando delante del cuello del príncipe.

Olvidando el dolor de su pecho, Tristán levantó su cuchillo para parar el ataque y agarró la muñeca de su adversario con la mano libre. Se revolcaron sobre la fangosa hierba, con ventaja ora de uno, ora del otro. Con un fuerte tirón, el ladrón soltó su muñeca y se puso en pie. Pero, antes de que pudiese apañarse, Tristán le lanzó una patada detrás de la rodilla y el hombre cayó pesadamente. Saltó entonces sobre él y alzó el cuchillo sobre el cuello del desconocido.

Poco a poco, el calishita se relajó y entonces, sorprendentemente, se echó a reír. Tristán se preguntó si aquel hombre estaba loco, pero de pronto advirtió que estaba señalando con la cabeza a su estómago. El príncipe bajó la mirada y vio que la punta de su daga estaba a un pelo de su vientre. Mientras se esforzaba por reprimir un grito de horror, el ladrón dejó caer la daga al suelo.

—No quería hacerte daño —declaró, con voz firme—. Sólo deseaba ver si podía vencerte.

Rió de nuevo, con inconfundible buen humor.

—¡Apartaos! ¡Abrid paso!

La voz chillona hizo que la multitud se dividiese, y Pawldo cruzó el círculo de mirones. Le acompañaba Erian, un tipo corpulento como un oso y uno de los hombres de armas de Caer Corwell. Los seguía Robyn.

—¿Estás bien, mi príncipe? —preguntó el halfling.

Tristán iba a responderle cuando advirtió, con cierta contrariedad, que Robyn no lo estaba mirando, ni parecía en modo alguno preocupada por él. En cambio, contemplaba al ladrón calishita con una curiosidad que el príncipe consideró extrañamente inoportuna.

De pronto, ella lo miró y le hizo un guiño.

—Ha sido un buen truco. ¿Habías visto alguna vez moverse una daga tan deprisa?

Mientras tanto, el ladrón miraba al príncipe, a los guardias y a Robyn, y lentamente empezaba a comprender.

—¿Príncipe? —preguntó, dirigiéndose a Pawldo para que se lo confirmara—. ¡Conque he hurtado la bolsa a un príncipe! —El ladrón emitió una risita pesarosa—. ¡Vaya suerte la mía! —declaró con disgusto, escupiendo sobre la hierba—. ¿Qué hacemos ahora?

—Tu suerte va a ser aún peor —gruñó Erian, agarrando al calishita por el cogote. Lo levantó con toda facilidad y empezó a registrarlo con rudeza.

—Aquí —refunfuñó el ladrón llevándose una mano a una de sus botas. Arrojó la bolsa de monedas a Tristán—. Supongo que querrás que te la devuelva —dijo, de nuevo con aquella risita pesarosa.

Contra su voluntad, Tristán sintió que le gustaba la fanfarronería del joven ladrón.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Daryth..., de Calimshan.

—¡Vamos! —ordenó Erian, empujando al ladrón hacia adelante—. Veremos lo que tiene que decir el rey a esto.

Daryth tropezó y el hosco guardia le dio un golpe en la cabeza.

Robyn tiró del brazo del príncipe, mientras el guardia se llevaba al ladrón.

—Si Erian lo lleva a presencia del rey —murmuró— ¡seguro que será ejecutado!

Tenía los ojos muy abiertos por el temor.

Tristán miró al ladrón que se alejaba y, una vez más, sintió aquella extraña punzada de celos. Sin embargo, había recobrado su bolsa y el incidente había terminado: no era lo bastante grave como para merecer una sentencia de muerte.

—Vamos —masculló—. No sé de qué servirá, pero nada perdemos con acompañarlos.

Se alegró de haber dicho esto cuando Robyn le estrechó la mano con gratitud.

El agua negra se arremolinó y se dividió, y la forma de la Bestia surgió de la quieta frialdad del Pozo de las Tinieblas. Tupidas enredaderas entrelazadas formaban una barrera, pero el cuerpo grande y escamoso apartó las plantas que le cerraban el paso como si fuesen briznas de hierba.

Kazgoroth se movía despacio, gozando de su nueva libertad. Sin embargo, el Pozo de las Tinieblas le había servido bien, pues el monstruo sentía que su energía circulaba ardientemente por su cuerpo como no lo había hecho jamás en sus largos siglos de existencia.

La diosa, la antigua enemiga de la Bestia, debía ser vulnerable. La Bestia dejó que un hilo de saliva acre brotase de sus fauces abiertas. Volviendo su furiosa mirada hacia el pozo, observó cómo burbujeaba el agua espesa a sus espaldas.

Sacó los pies del fango absorbente y se adentró en los pantanos. Los troncos de los árboles se partían como delgadas ramas al empujarlos a su paso con los anchos hombros. Sus pies, pesados y como zarpas, aplastaban flores, insectos y roedores con igual indiferencia. Los ruidos de las ramas tronchadas y los chasquidos de sus pisadas en el pegajoso barro resonaban violentamente a través del bosque. La vida salvaje se apartaba del camino de la Bestia; los animales corrían aterrorizados o se escondían, espantados, hasta que había pasado el monstruo.

A medida que avanzaba, llamaba a los firbolg para que sirviesen a su antiguo amo, y ¡vaya si lo hacían!

Aquellos deformes gigantes, primos de la Bestia, corrían temerosos al acercarse ella. Tuvo que emplear todo su poder de seducción para atraer al jefe de los fírbolg.

El feo gigante temblaba de miedo. Con la bulbosa nariz cubierta de sudor, el firbolg se rascó nerviosamente una verruga y movió la cabeza en muda señal de comprensión.

Los firbolg eran los primeros engendros de la Bestia, a quienes Kazgoroth había llevado a las islas Moonshaes en un oscuro pasado. Después de sacar a los antepasados de los firbolg del mar, la Bestia los había conducido el valle de Myrloch. Aquí vivían aislados y se habían vuelto hoscos, aburridos y perezosos.

Cuando por fin salió del fango y del cieno de los pantanos, la Bestia rondó por terreno salvaje durante muchos días. Al cabo, el monstruo pasó de aquellas tierras a otras cultivadas y pronto tropezó con una manada de roses al abrigo de una cañada.

Las vacas gordas le brindaron un buen banquete. Goteando sangre de las fauces, la Bestia siguió su camino, esta vez con más cautela pues sabía instintivamente que se acercaba a los dominios de los hombres. No tenía miedo, pero prefería evitar ser descubierta el mayor tiempo posible. Su mente se agudizó con la sangre fresca de sus víctimas y con el oxígeno vivificante de la primavera fluyendo a través del gigantesco cuerpo. El monstruo se dio cuenta de que su forma actual no era la adecuada para la Tarea. ¿Qué forma debía tomar su nuevo cuerpo?

Other books

Margaret's Ark by Daniel G. Keohane
Justice by David Wood
Hurricane Kiss by Deborah Blumenthal
It's Nobody's Fault by Harold Koplewicz
Seducing Her Professor by Alicia Roberts
True Deceptions (True Lies) by Veronica Forand
The courts of chaos by Roger Zelazny
The Ramayana by R. K. Narayan