El primer hombre de Roma (40 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¿Un atentado?

—Quizá. ¡De verdad que no lo sé, Bomílcar! Miro en doce direcciones distintas y tengo los oídos como si girasen como una veleta de tanta atención, pero sólo mi nariz ha detectado algo raro. ¿Y tú? ¿No has notado nada? —inquirió, totalmente confiado en el afecto y lealtad de Bomílcar.

—Pues yo no he notado nada —respondió éste.

Tres veces consiguió Bomílcar que el incauto Yugurta se encaminase a una emboscada y tres veces logró Yugurta escapar indemne, sin sospechar de su hermanastro.

—Cada vez son más listos comentó Yugurta después del fallo de la tercera emboscada romana—. Esto es obra de Cayo Mario o de Rutilio Rufo, no de Metelo —masculló—. Tengo un espía entre los míos, Bomílcar.

—Cabe la posibilidad —replicó éste, con la mayor serenidad posible—. Pero ¿quién podría osar?

—No lo sé —respondió Yugurta con cara de pocos amigos—, pero ten la seguridad de que tarde o temprano lo descubriré.

A finales de abril, Metelo invadía Numidia, persuadido por Rutilio Rufo de contentarse en la primera fase con un objetivo menos importante que la conquista de Cirta, la capital; por lo que las tropas romanas se dirigieron a Tala. Llegó un mensaje de Bomílcar, que había atraído al propio Yugurta hacia Tala, y Metelo intentó capturarle; pero no tenía dotes para caer sobre Tala con la rapidez y decisión que requería; Yugurta escapó y el ataque se convirtió en asedio. Un mes después caía Tala y, para gran satisfacción de Metelo, pudieron apoderarse de un gran tesoro que Yugurta había llevado consigo y que se vio obligado a abandonar en la huida.

Transcurrió mayo y, al llegar junio, Metelo marchó sobre Cirta, en donde recibió otra agradable sorpresa al rendirse la capital sin lucha, con su importante contingente de mercaderes itálicos y romanos de gran ascendiente pro romano en la política de la ciudad. Además, Cirta detestaba a Yugurta, del mismo modo que éste detestaba a Cirta.

Ya hacía calor y el terreno estaba muy seco, circunstancias normales en esa época del año. Yugurta escapó de la deficiente red de espionaje romano huyendo al sur a los campamentos de los gétulos y luego a Capsa, patria de la tribu de su madre. Fortaleza muy bien fortificada en las recónditas montañas de Getulia, Capsa era una referencia sentimental para Yugurta, pues allí había vivido su madre a partir de la muerte de su esposo, el padre de Bomílcar. Y allí era donde él había guardado su principal tesoro.

Fue a Capsa, donde, en junio, sus hombres le trajeron a Nabdalsa, apresado cuando escapaba de la Cirta ocupada por los romanos, después de que los espías del rey númida en el bando romano lograsen pruebas de la traición de Nabdalsa y le informasen de ello. Aunque se sabía de tiempo atrás que era partidario de Gauda, no le habían impedido moverse libremente por Numidia, pues era un primo lejano con sangre de Masinisa y se le toleraba por no considerarle peligroso.

—Pero ahora tengo pruebas —dijo Yugurta— de que has estado ayudando activamente a los romanos. Si la noticia me decepciona, es sobre todo porque has sido lo bastante necio para tratar con Metelo en vez de con Cayo Mario —añadió, escrutando a Nabdalsa, sujeto por grilletes y con visibles signOs del trato nada amable de sus captores—. Naturalmente, no lo has hecho solo —prosiguió, pensativo—. ¿Quiénes de mis notables han estado en la conspiración?

Nabdalsa se negó a confesar.

—Dadle tortura —ordenó Yugurta, displicente.

La tortura en Numidia no era muy sofisticada, pero, como todos los déspotas orientales, Yugurta disponía de mazmorras para encierros prolongados. En una de aquellas mazmorras, sepultada en las entrañas de la mole rocosa en que se alzaba Capsa, y a la que sólo se accedía por un laberinto de túneles desde el palacio situado dentro de las murallas de la fortaleza, arrojaron a Nabdalsa y en ella los brutales e infrahumanos soldados que siempre heredan esa tarea le aplicaron el tormento.

Poco después hablaba y se sabía que había preferido servir a Gauda. Sólo le habían arrancado los dientes y las uñas de una mano. Llamaron a Yugurta para que oyera la confesión, y éste compareció incautamente, acompañado de Bomílcar.

Sabiendo que nunca saldría del mundo subterráneo en que iba a entrar, Bomílcar alzó la vista a los espacios infinitos del brillante cielo azul, olfateó el aire dulce del desierto y rozó con el anverso de la mano las hojas sedosas de una mata en flor, como esforzándose por llevarse aquellos recuerdos al más allá.

La celda, mal ventilada, hedia. Excrementos, vómitos, sudor, sangre, agua sucia y piel seca formaban un miasma del averno, creando una atmósfera que ningún mortal habría aguantado sin espanto. Hasta Yugurta entró con un estremecimiento.

El interrogatorio continuaba con terrible dificultad, pues Nabdalsa seguía sangrando profusamente por las encías y su nariz rota impedía contener la hemorragia poniéndole una compresa en la boca. ¡Estúpidos!, pensó Yugurta, presa de una mezcla de horror ante el aspecto de Nabdalsa y de rabia ante la necedad de sus sicarios, que habían comenzado por la parte del cuerpo que más indemne debía haber quedado.

Pero no importó mucho, porque, a la tercera pregunta de Yugurta, Nabdalsa farfulló una palabra fundamental, que no fue difícil de entender en medio de aquella hemorragia:

—Bomílcar...

—Dejadnos —dijo el rey a sus verdugos, con la elemental prudencia de ordenarles quitar la daga a Bomílcar.

A solas con el rey y el semiinconsciente Nabdalsa, Bomílcar lanzó un suspiro.

—Lo único que siento —dijo— es que esto habría matado a nuestra madre.

Fue lo más acertado que podía haber dicho en tales circunstancias, porque le valió un solo golpe de hacha del verdugo, en vez de la muerte lenta que su hermanastro el rey pensaba infligirle.

—¿Por qué lo has hecho? —inquirió Yugurta.

—Cuando tuve suficiente entendimiento para ser consciente de los años, hermano —respondió Bomílcar, encogiéndose de hombros—, me di cuenta de cuánto me habías engañado. Siempre me has tenido el mismo aprecio que a un mono con el que se juega.

—¿Y qué querías? —replicó Yugurta.

—Oírte llamarme hermano delante de todo el mundo.

—¿Y elevarte por encima de tu condición? —replicó Yugurta, mirándole con auténtica perplejidad—. ¡Mi querido Bomílcar, es el padre el que cuenta, no la madre! Nuestra madre era una beréber de la tribu de los gétulos, y ni siquiera era hija de un jefe; no transmite ninguna realeza. Si te llamase hermano delante de todos, los que lo oyeran decir pensarían que te adoptaba dentro del linaje de Masinisa. Y eso, como tengo dos hijos herederos legítimos, sería cuando menos imprudente.

—Debías haberme nombrado tutor y regente —replicó Bomílcar.

—¿Elevándote, igualmente, por encima de tu condición? Mi querido Bomílcar, lo impide la sangre de nuestra madre. Tu padre era un notable sin importancia, casi un don nadie. Mientras que mi padre era el hijo legítimo de Masinisa. Es de mi padre de quien heredo la realeza.

—Pero no eres hijo legítimo, ¿no es cierto?

—No lo soy, pero llevo su sangre y la sangre cuenta.

—Acaba pronto —dijo Bomílcar dándole la espalda—. He perdido y me toca morir. Pero ten cuidado, Yugurta.

—¿Cuidado? ¿De qué? ¿De los intentos de asesinato? ¿De otras traiciones, de otros traidores?

—De los romanos. Son como el sol, el viento y la lluvia. Al final todo lo convierten en arena.

Yugurta llamó a voces a los torturadores, que acudieron en tromba dispuestos a lo que fuera, pero al ver que no sucedía nada, permanecieron a la espera de órdenes.

—Matadlos a los dos —dijo Yugurta dirigiéndose a la puerta—. Pero hacedlo rápido. Y enviadme las cabezas.

Las cabezas de Bomílcar y Nabdalsa fueron clavadas en las puertas de Capsa para que todos las viesen, pues una cabeza era un simple talismán de venganza real sobre los traidores y se fijaba en un lugar público para que la gente viese que había muerto el que lo merecía y evitar así que surgiese un impostor.

Yugurta no sintió pena; simplemente se sintió más solo que nunca. Había aprendido la lección de que un rey no debe confiar en nadie, ni en su propio hermano.

Pero la muerte de Bomílcar trajo dos consecuencias inmediatas. Una, que Yugurta se hizo muy escurridizo y nunca pasaba más de dos días en un mismo sitio, no comunicaba a su guardia el próximo lugar a donde pensaba ir, ni informaba de sus planes al ejército. La autoridad descansaba en la persona del rey y de nadie más. La otra afectó a su suegro, el rey Boco de Mauritania, que no había ayudado activamente a los romanos contra el esposo de su hija, pero tampoco a él le había ayudado activamente contra los romanos. Yugurta organizó inmediatamente sondeos por el reino de Boco e incrementó las presiones para que el mauritano se aliase con Numidia para expulsar de Africa a los romanos.

 

A finales del verano, la posición de Quinto Cecilio Metelo en Roma estaba totalmente socavada. No se oía un solo comentario favorable a su modo de dirigir la guerra. Y seguían llegando cartas constantemente y en extremo influyentes.

Tras la caída de Tala y la rendición de Cirta, la facción de Cecilio Metelo consiguió recuperar algo de terreno en los grupos de presión de los caballeros, pero luego llegaron más noticias dando a entender sin lugar a dudas que ni la toma de Tala ni la de Cirta garantizaban el final de la contienda. Y después se recibieron informes sobre innumerables y absurdas escaramuzas, nuevos avances inútiles hacia el oeste de Numidia, sobre fondos mal empleados de seis legiones mantenidas en pie de guerra y el enorme gasto para el tesoro, sin que hubiera perspectivas de poner coto a tal dispendio. Gracias a Metelo, la guerra contra Yugurta duraría sin duda otro año mas.

Las elecciones consulares fueron programadas para mediados de octubre y el nombre de Mario, que ya corría de boca en boca, era uno de los más citados como candidato. Pero el tiempo pasaba y él no se presentaba en Roma. Metelo seguía erre que erre.

—Insisto en marchar —le dijo Mario por enésima vez.

—Insistid cuanto queráis —respondió Metelo—, pero no iréis.

—El año que viene seré cónsul —replicó Mario.

—¿Un arribista como vos? ¡Imposible!

—Tenéis miedo de que los electores me voten, ¿no es cierto? —inquirió Mario sarcástico—. No me dejáis marchar porque sabéis que me elegirán.

—No puedo creer que ningún romano descendiente de romanos os vote, Cayo Mario. No obstante, como sois un hombre inmensamente rico, podéis comprar los votos. Si en alguna ocasión futura, que no será el año que viene, fueseis elegido cónsul, tened la seguridad de que con suma complacencia dedicaría todas mis energías a demostrar ante un tribunal que habéis comprado el cargo.

—No necesito comprar el cargo, Quinto Cecilio. Nunca he comprado un cargo; así que, haced como gustéis —replicó Mario aún más sarcástico.

Metelo cambió de ataque.

—Podéis estar seguro de que no os dejaré marchar. Como romano descendiente de romanos, traicionaría a mi clase si os dejase ir. El consulado, Cayo Mario, es un cargo para personas muy por encima de vuestros orígenes provincianos. Los que ocupan la silla curul deben merecerla por su cuna, las hazañas de sus antepasados y las suyas propias. Antes preferiría caer en desgracia y morir que ver a un itálico de la frontera de los samnitas, un patán analfabeto que ni debería haber sido pretor, sentado en la silla de marfil de cónsul. Haced lo que queráis, pero a mí me tiene sin cuidado. Antes caer en desgracia y morir que daros permiso para marchar a Roma.

—Si es necesario, Quinto Cecilio, tendréis ambas cosas —dijo Mario, abandonando el despacho.

Publio Rutilio Rufo intentó conseguir una avenencia, preocupado por Roma y por Mario.

—Dejad a un lado la política —les dijo—. Los tres hemos venido a Africa a vencer a Yugurta, pero ninguno de los dos estáis dedicando vuestras energías a tal fin. Más os preocupan vuestros intereses que derrotar al númida, ¡y ya estoy harto de esta situación!

—¿Me estás acusando de negligencia, Publio Rutilio? —inquirió Mario, peligrosamente calmo.

—¡No, claro que no! Te acuso de retener ese don genial que tienes para la guerra. En cuanto a táctica y logística, valgo tanto como tú, pero en lo tocante a estrategia, Cayo Mario, no tienes rival. Pero ¿has dedicado tiempo a idear alguna estrategia destinada a ganar esta guerra? ¡No!

—¿Y dónde quedo yo ante esas alabanzas a Cayo Mario? —inquirió Metelo con los labios prietos—. ¿Dónde quedo yo ante esos elogios a Publio Rutilio? ¿O yo no soy importante?

—¡Sois importante, presumido recalcitrante, porque sois el comandante titular de esta guerra! —espetó Rutilio Rufo—. ¡Y si os creéis que sois mejor en táctica y logística que yo, o en táctica, logística y estrategia que Cayo Mario, no os reprimáis y demostradlo! Pero es inútil. Y si son elogios lo que queréis, estoy dispuesto a dedicaros unos cuantos: no sois tan venal como Espurio Postumio Albino ni tan inepto como Marco Junio Silano, pero vuestro gran inconveniente es que, desde luego, no sois tan brillante como os creéis. Cuando demostrasteis suficiente inteligencia para nombrarnos a Cayo Mario y a mí legados mayores, pensé que habíais mejorado con los años, pero me equivocaba. Habéis desperdiciado nuestras dotes y el dinero del Estado; no estamos ganando la guerra y nos encontramos empantanados en una fase enormemente costosa. Así que, seguid mi consejo, Quinto Cecilio, y dejad que Mario vaya a Roma. Dejad que Cayo Mario se presente a cónsul, y dejadme a mí organizar nuestros recursos y proyectar las maniobras. En cuanto a vos, dedicad vuestros esfuerzos a socavar la influencia de Yugurta sobre su pueblo. Os cedo muy gustoso cualquier mérito de gloria, a condición de que dentro de estas cuatro paredes estéis dispuesto a admitir la verdad de lo que digo.

—No admito nada —contestó Metelo.

Y así continuaban las cosas a finales de verano y en otoño. No había modo de echar el guante a Yugurta; de hecho, parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Cuando hasta el último soldado comprendió claramente que no iba a producirse el encuentro entre el ejército romano y el númida, Metelo se retiró del extremo oeste del país y montó su campamento ante Cirta.

Se había sabido que Boco de Mauritania había finalmente cedido a las presiones de Yugurta, organizando un ejército y marchando al encuentro de su yerno en algún lugar del sur. Y corría el rumor de que juntos pensaban marchar sobre Cirta. Con la esperanza de poder, por fin, plantear batalla, Metelo había tomado disposiciones, escuchando con más interés del habitual a Mario y a Rutilio Rufo. Pero no se daría la batalla porque los dos ejércitos permanecían separados por muchas millas y Yugurta no se dejaba atraer. Se produjo otro estancamiento, en virtud del cual los romanos permanecían en una posición notoriamente defendible para que Yugurta se arriesgase a atacar, y el númida quedaba en una posición demasiado incierta para que Metelo se arriesgase a levantar el campamento.

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