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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El prisionero en el roble (3 page)

BOOK: El prisionero en el roble
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—¿Qué deseabais, señora?

Morgana se fingió enfadada.

—¡No quiero vivir en una casa que parece una porqueriza! ¿Qué hacen aquí todos estos pañales sucios? Llévalos a la lavandera. Luego barre y airea esta habitación. ¿Es preciso que me ponga un delantal y lo haga todo yo misma?

—No, señora. —La mujer, acobardada, recibió la brazada de ropa sucia.

Morgana escondió la ajorca de bronce en el corpiño y bajó en busca de agua caliente para la herida de Uwaine. Tenía que organizarlo todo para tener la tarde libre. Mandó a buscar el mejor cirujano e hizo que Uwaine se sentara, con la boca abierta, para que le arrancaran la raíz del diente roto.

Luego echó en la herida su calmante más fuerte, le aplicó nuevas cataplasmas y lo mandó a la cama con un buen vaso de licor. Ahora también Uwaine estaba a resguardo y a salvo de sospechas. Y como las criadas estaban atareadas con la colada, Maline empezó a quejarse.

—Si hemos de terminar la ropa nueva para Pentecostés Sé que no os gusta hilar, madre, pero tengo que tejer el manto de Avalloch y todas las mujeres están ocupadas.

—Oh, querida, lo había olvidado —dijo Morgana—. Bueno, no hay más remedio, tendré que hilar… A menos que quieras dejar el telar de mi cuenta. —Eso sería mejor que la ajorca: un manto hecho a medida y por su esposa.

—¿Lo haríais, madre? Pero tenéis el manto del rey en el otro telar.

—Uriens no lo necesita tanto. Me ocuparé del manto de Avalloch.

«Y cuando haya terminado ya no necesitará ningún manto», pensó con un escalofrío.

—Entonces yo hilaré. Os estoy agradecida, madre; tejéis mejor que yo.

Maline se sentó ante la rueca y, durante un momento, se llevó las manos a la cintura.

—¿No te encuentras bien, nuera?

—No es nada; llevo un retraso de cuatro días en el ciclo. Temo estar embarazada otra vez. —Suspiró—. Avalloch tiene mujeres de sobra en la aldea, pero creo que no pierde la esperanza de tener otro hijo varón para reemplazar a Conn. Las niñas no le interesan; ni siquiera lloró cuando murió Maeva, y se enfadó conmigo cuando tuve otra niña. Si es cierto que sabéis de hechizos, Morgana, ¿podríais darme uno para que el próximo fuera varón?

—Al padre Ian no le gustaría —dijo Morgana, sonriente, mientras introducía la lanzadera entre las hebras—. Te diría que debes pedirlo a la Virgen María.

—Bueno, tal vez sea sólo efecto de este frío horrible.

—Para eso puedo prepararte una tisana. Si estás embarazada no sufrirás ningún contratiempo, pero si es un simple retraso se resolverá.

—¿Es una de vuestras pócimas mágicas de Avalón, madre.

Morgana negó con la cabeza.

—Es conocimiento de las hierbas, nada más.

Fue a la cocina para preparar la tisana y se la llevó a Maline, diciendo:

—Bébela así, bien caliente, y envuélvete en el chal mientras hilas.

Su nuera bebió la preparación con una mueca y luego, suspirando, retomó el huso y la rueca, diciendo:

—Gwyneth ya tiene edad para hilar. Yo lo hacía a los cinco años.

—También yo —repuso Morgana—, pero te ruego que postergues la lección para otro día. Si he de trabajar en el telar, no quiero aquí ruido ni alboroto.

—Bueno, ordenaré a la niñera que entretenga a las niñas fuera, en la galería —dijo Maline.

Morgana la apartó de su mente para operar lentamente con la lanzadera. El dibujo era de cuadros verdes y pardos, no muy difícil para una tejedora experimentada. Mientras contara automáticamente las hebras no tenía que concentrarse mucho en la tarea. Habría sido mejor hilar, pero habría llamado la atención que se ofreciera para esa labor, pues todos sabían que le disgustaba.

La lanzadera se deslizaba por la trama: verde, pardo, verde, pardo… Cada diez hileras, coger la otra lanzadera para cambiar de color. El verde de las hojas recién brotadas en la primavera, el pardo de la tierra y de las hojas caídas donde el cerdo salvaje hoza en busca de bellotas… La lanzadera deslizándose por el paño, el peine para afirmar cada hilera, las manos moviéndose automáticamente, adentro, afuera, cruzando, deslizar la barra hacia abajo, retirar la lanzadera por el otro lado… «Ojalá el caballo de Avalloch resbalara y le rompiera el cuello, ahorrándome lo que tengo que hacer.» Se estremeció de frío, pero se obligó a no pensar, concentrándose en la lanzadera, adentro y afuera, adentro y afuera, mientras las imágenes surgían a voluntad. Accolon en la alcoba de Uriens, jugando a los dados con su padre. Uwaine profundamente dormido, pero agitado por el dolor de la herida, aunque ahora cicatrizaría bien… «Ojalá algún cerdo salvaje se defendiera y el cazador de Avalloch fuera demasiado lento en acudir en su ayuda.»

«Le dije a Niniana que no mataría. Nunca digas de esta agua no beberé…» En su mente surgió el Pozo Sagrado de Avalón, el agua del manantial, cayendo a la fuente. La lanzadera entraba y salía, verde y pardo, verde y pardo, como el sol filtrándose entre las hojas verdes hacia la tierra oscura, donde las mareas de primavera corrían llenas de vida… La lanzadera corno un destello, más y más veloz, el mundo empezando a hacerse borroso ante sus ojos… «¡Diosa! Donde tú corres por el bosque con la vida del ciervo… Todos los hombres están en tu manos, y todas las bestias…»

Años atrás había sido la Virgen cazadora ante el Astado con todo su poder. Después, la Madre, con el poder de la fertilidad, pero aquello había terminado al nacer Gwydion. Ahora lanzadera en mano, tejía muerte, como la sombra de la vieja Parca. «Todos los hombres están en tus manos para vivir o morir, Madre…»

La lanzadera aparecía y desaparecía, verde, pardo, verde con las hojas del bosque donde corrían las bestias… El cerdo salvaje hozando, gruñendo, escarbando con sus largos colmillos, la hembra con los lechones brincando tras ella, apareciendo y desapareciendo en el matorral… La lanzadera volaba en sus manos y Morgana sólo veía el hocico de los cerdos salvajes.

«Ceridwen, Diosa, Madre, Parca, Gran Cuervo… Señora de la vida y de la muerte… Gran Cerda, devoradora de tu cría… Te invoco, te llamo… Si esto es en verdad lo que has decretado, eres tú quien tiene que cumplirlo…» El tiempo corría y cambiaba en torno a ella. Estaba tendida en el claro, con el sol calentándole el lomo mientras corría con el Macho rey cruzando el bosque, hozando… Percibió la vida, las pisadas de los cazadores, sus gritos… «¡Madre! ¡Gran Cerda!»

En un rincón de la mente, Morgana sabía que sus manos seguían moviéndose sin cesar, verde y pardo, verde y pardo, pero bajo sus párpados cerrados no veía el salón ni las hebras, sino sólo los brotes verdes bajo los árboles, el barro y las hojas marchitas del invierno. Pisoteaba, como si hozara a cuatro patas entre el cieno fragante… «vida de la Madre allí, bajo los árboles…» detrás de ella, los pequeños gruñidos y gritos de los lechones, colmillos abriendo el suelo en busca de bellotas y raíces… Verde y pardo, verde y pardo…

Sintió el ruido de las pisadas en el bosque como una descarga en sus nervios, los gritos lejanos… Su cuerpo, inmóvil frente al telar, tejía hebras pardas y las cambiaba a verde, una lanzadera y otra, sólo sus dedos con vida, pero con el sobresalto del terror y el arrebato de la cólera se lanzó a la carga, dejando que la vida de la cerda corriera por ella.

«¡Que no sufran los inocentes, Diosa! Los cazadores no te interesan.» No podía hacer nada; observó con miedo, temblando, estremecida por el olor de la sangre, el olor de la sangre de su compañero. Sangre vertida del gran cerdo salvaje, pero eso no importaba: como el Macho rey, llegada su hora tenía que morir… Detrás de ella oyó el chillido de los lechones frenéticos y, de pronto, la vida de la Gran Diosa corrió por ella. Sin saber si era Morgana o la Gran Cerda, oyó su gruñido, agudo y frenético, y echó la cabeza atrás, estremecida, gruñendo, oyendo el terror de sus lechones, corriendo en círculos… Verde y pardo bajo sus ojos, una lanzadera irrelevante en dedos automáticos, desapercibida… Luego, enloquecida por los olores extraños, sangre, hierro, el enemigo erguido en dos patas, acero y sangre y muerte supo que se lanzaba a la carga, oyó gritos, sintió la punzada abrasadora del metal y una bruma roja en los ojos, a través del verde y el pardo del bosque, sus colmillos que desgarraban, sangre caliente a borbotones en tanto la vida se le escapaba en un dolor ardiente, y cayó y no supo más… Y la lanzadera continuaba, plomiza, tejiendo verde y pardo, verde y pardo, sobre el tormento del vientre, el estallido carmesí ante los ojos y el corazón acelerado, los gritos todavía en sus oídos en el salón silencioso, donde sólo se oía el susurro de la lanzadera y el huso… Giró en su trance, exhausta… Cayó hacia delante contra el telar y allí permaneció, inmóvil. Al cabo de un rato oyó la voz de Maline, pero no respondió.

—¡ Ah! Gwyneth, Morag… Madre, ¿os encontráis mal? Ah, cielos, por qué se sienta al telar, si le vienen estos ataques… ¡Uwaine! ¡Accolon! Venid, que madre ha caído…

Sintió que la mujer le frotaba incansablemente las manos, llamándola; oyó la voz de Accolon, que la alzaba en brazos. No podía moverse ni hablar. Se dejó acostar en la cama. Llevaron vino para reanimarla; lo sintió gotear por el cuello y quiso decirles: «Estoy bien, dejadme», pero sólo emitió un gruñido asustado y quedó inmóvil, desgarrada por la agonía, sabiendo que, al morir, la Gran Cerda la liberaría, pero antes tenía que sufrir los últimos estertores… Y mientras estaba allí, en trance, ciega y agónica, oyó el cuerno de caza y supo que llevaban el cadáver de Avalloch sobre su caballo, atacado por la cerda momentos después de que él matara al macho, la cerda que él había logrado matar… Muerte, sangre, renacimiento y el fluir de la vida en el bosque, como el ir y venir de la lanzadera…

Habían pasado varias horas. Aún no podía mover un solo músculo sin sufrir un dolor terrorífico; lo recibía casi de buen grado. «No podía salir sin pena de esta muerte, pero Accolon tiene las manos limpias.» Alzó la vista hacia él, que la observaba con miedo y preocupación. Por el momento estaban solos.

—¿Ya puedes hablar, amor mío? —susurró Accolon— ¿Qué ha pasado?

Negó con la cabeza. No podía hablar. Se inclinó para besarla. Jamás sabría lo cerca que habían estado de verse delatados y vencidos.

—Tengo que acompañar a mi padre. Llora y dice que mi hermano no habría muerto de estar yo con él. Me lo reprochará eternamente. —La miraba con una sombra de inquietud en los ojos—. Fuiste tú quien me ordenó no ir. ¿Previste esto con tu magia, amada mía?

Ella encontró un hilo de voz entre el dolor de su garganta.

—Fue voluntad de la Diosa que Avalloch no destruyera lo que hemos hecho aquí. —Con gran dolor pudo mover un dedo a lo largo de la serpiente tatuada.

Accolon cambió de expresión, súbitamente asustado.

—¡Morgana! ¿Tuviste algo que ver con esto?

«Ah, debí prever cómo me miraría cuando supiera…»

—¿Cómo puedes preguntarlo? —susurró—. Pasé toda la tarde tejiendo en el salón, a la vista de todos. No fue obra mía, sino de la Diosa.

—Pero tú lo sabías, ¿lo sabías?

Lentamente, con los ojos llenos de lágrimas, asintió. El joven se inclinó para besarla en los labios.

—Sea. Fue voluntad de la Diosa —dijo.

Y salió.

3

E
n el bosque había un lugar donde el arroyo se ensanchaba entre las rocas, formando un estanque profundo. Allí se sentó Morgana, en una piedra plana, con Accolon a su lado. Allí no los vería nadie; sólo la gente pequeña, que nunca traicionaría a su reina.

—Querido, todos estos años que hemos pasado trabajando juntos… Dime, Accolon, ¿qué supones que estamos haciendo?

—Me he conformado con saber que tenías un objetivo, señora. Si hubieras buscado sólo un amante… —Le buscó la mano—. Había otros más adecuados que yo para ese juego. Se me ha ocurrido que no querías solamente restaurar aquí los ritos antiguos. —Tocó las serpientes enroscadas en sus muñecas—. Ahora pienso, sin saber por qué, que éstas me atan a esta tierra, para sufrir y quizá para morir, si fuera necesario.

«Lo he usado tan implacablemente como Viviana a mí», pensó Morgana

Accolon continuó:

—Cuando me las tatuaron pensé que tal vez la Diosa me reclamara para ese antiguo sacrificio ya nunca practicado. Con el correr de los años me convencí de que era una fantasía juvenil. Pero si tengo que morir…

Su voz se esfumó como las ondas del estanque. Sólo se oía el chirriar de un insecto en la hierba. Morgana no pronunció ni una palabra, aunque percibía el temor de Accolon. Tendría que pasar las barreras del miedo sin ayuda, como todos los que se enfrentaban a la prueba definitiva. Y para afrontarla tenía que estar de acuerdo en hacerlo.

Por fin preguntó:

—¿Se me exige que entregue la vida, señora? Pensé que se requería un sacrificio de sangre, cuando Avalloch cayó presa de ella…

Morgana lo vio apretar los dientes y tragar saliva con dificultad. No dijo nada: aunque el corazón le estallaba de piedad lo endureció. Avalloch había sido un sacrificio de sangre era cierto, pero su muerte no libraba a su hermano de la obligación de enfrentarse a la propia.

Accolon dejó escapar el aliento en un suspiro.

—Así sea. No faltaré a mi juramento. Dime la voluntad de la Diosa, señora.

Entonces, por fin, Morgana le estrechó la mano.

—No creo que sea morir lo que se te exige, y mucho menos en el altar del sacrificio. Pero es necesaria una prueba que nunca está muy lejos de la muerte. ¿Te tranquilizaría saber que yo también me enfrenté a ella? Y aquí estoy. Dime: ¿has prestado juramento de fidelidad a Arturo?

—No formo parte de sus caballeros —respondió Accolon—, aunque he combatido voluntariamente entre sus hombres.

Morgana se alegró de saberlo.

—Escucha, querido: Arturo ha traicionado dos veces a Avalón, y sólo desde Avalón puede un hombre reinar sobre este país. He tratado, una y otra vez, de recordar a Arturo su juramento. Pero se niega a escucharme. Y en su orgullo retiene la espada de la Regalía Sagrada, con la vaina mágica que confeccioné para él.

Vio que Accolon palidecía.

—¿De verdad tienes la intención de derrocar a Arturo?

—No, a menos que siga negándose a cumplir con su juramento. Le daré todas las oportunidades de hacerlo. Y su hijo aún no está maduro para el desafío. No eres un niño, Accolon, y no has aprendido el oficio de druida, sino el de rey, a pesar de esto. —Apoyó un dedo en las serpientes que le rodeaban las muñecas—. Dime, Accolon de Gales: si todos los recursos fallan, ¿serás el campeón de Avalón y desafiarás al traidor para exigirle la espada que retiene indignamente?

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