El profesor (18 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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—Además —dijo—, yo trabajo por las noches para ganarme la vida, y me estoy pagando los estudios. Usted ya sabe lo que es eso, señor McCourt.

—No veo qué tiene que ver con tu manera de escribir.

—Además, no es fácil ser negro en esta sociedad.

—Ay, Freddie, por Dios. En esta sociedad no es fácil ser nada. Muy bien. ¿Quieres un sobresaliente? Lo tendrás. No quiero que me acusen de discriminador.

—No; no lo quiero sólo porque usted esté cabreado o porque soy negro. Lo quiero porque lo merezco.

Me volví para marcharme. Él dijo en voz alta:

—Eh, señor McCourt, gracias. Su clase me gusta. Es una clase extraña, pero pienso que hasta podría llegar a ser profesor como usted.

Estoy impartiendo una asignatura en la que se exige realizar un trabajo de investigación. El alumno debe demostrar su capacidad para elegir un tema, realizar una investigación básica, tomar notas en fichas para que el tutor conozca las fuentes consultadas, incluir notas eruditas a pie de página y una bibliografía de fuentes principales y secundarias.

Llevo a mis alumnos a la biblioteca para que la bibliotecaria, agradable y entusiasta, les enseñe cómo se busca la información, cómo se emplean las herramientas básicas de la investigación. Ellos la escuchan y se miran unos a otros y susurran entre sí en español y francés, pero cuando les pregunta si tienen alguna duda, se quedan con la mirada fija, poniendo en una situación incómoda a la bibliotecaria, que tiene tantos deseos de ayudar.

Intento explicarles los conceptos más sencillos de lo que es una investigación.

—En primer lugar, se elige un tema.

—¿Qué es eso?

—Piensen en algo que les interese, por ejemplo en algún problema que los inquiete a ustedes y a la gente en general. Podrían escribir sobre el capitalismo, la religión, el aborto, los niños, la política, la educación. Algunos de ustedes proceden de Haití o de Cuba, dos países muy ricos en temáticas. Podrían escribir sobre el vudú o sobre la bahía Cochinos. Podrían abordar algún aspecto de su país, los derechos humanos, por ejemplo, investigar un poco, mirar los pros y los contras, reflexionar sobre ello, llegar a una conclusión.

—Perdone, señor profesor, ¿qué son los pros y los contras?

—Pro significa a favor, contra significa en contra.

—Ah.

Ese «ah» significa que no tienen ni idea de qué estoy hablando. Tengo que retroceder, abordar la cuestión desde otro ángulo. Les pregunto cuál es su postura sobre la pena capital. Sus miradas me hacen saber que no saben cuál es su postura porque no saben de qué estoy hablando.

—La pena capital es la ejecución de personas por la horca, la siIla eléctrica, la cámara de gas, el fusilamiento o el garrote vil.

—¿Qué es el garrote vil?

—Es una manera de estrangular que se usa sobre todo en España.

Me piden que lo escriba en la pizarra. Lo anotan en sus cuadernos, y yo tomo nota mentalmente de que si alguna vez una clase se estancara, abordaría de inmediato los diversos métodos de ejecución.

Vivian, de Haití, levanta la mano.

—No está bien eso de ejecutar, pero creo que está bien para lo otro, para lo de los niños. Ah, sí, el aborto. Deberían fusilarlos.

—Está bien, Vivian. ¿Por qué no escribes eso en tu trabajo de investigación?

—¿Yo? ¿Escribir lo que estoy diciendo? ¿A quién le importa lo que estoy diciendo? Yo no soy nadie, profesor. Nadie.

Ponen caras inexpresivas. No lo entienden. ¿Cómo iban a hacer eso? ¿Qué es eso de la otra cara de la historia? Nadie les ha dicho nunca que tienen derecho a expresar su opinión.

No temen hablar en voz alta en clase, pero poner palabras por escrito es un paso peligroso, sobre todo cuando uno se ha criado hablando español o francés. Además, no tienen tiempo para todas esas cosas. Tienen hijos que criar, y trabajos, y tienen que enviar dinero a sus familias en Haití y en Cuba. A los profesores no les cuesta nada mandar todas esas tareas, pero hombre, fuera de aquí hay otro mundo, y Dios hizo los días de sólo veinticuatro horas.

Quedan diez minutos de clase y les digo que ya pueden investigar en la biblioteca con libertad. Nadie se mueve. Ya ni siquiera susurran. Se quedan sentados con sus abrigos de invierno. Se aferran a sus carteras y esperan a que llegue ese segundo exacto en que termina la hora.

En el pasillo hablo con mi amigo, el veterano catedrático Herbert Miller, de mis problemas con esta clase. Dice:

—Trabajan día y noche. Vienen a clase. Se sientan y escuchan. Hacen lo que pueden. Esa gente del departamento de admisiones les dejan entrar, esperan que el profesor haga un milagro o que sea él quien esgrima el hacha. Yo no voy a hacer de policía de la secretaría. ¿Investigación? ¿Cómo va a escribir esa gente trabajos de investigación, si todavía les cuesta trabajo leer el periódico, maldita sea?

La clase estaría de acuerdo con Miller. Asentirían con la cabeza y dirían: «Eso, eso». Creen que no son nadie.

Esto debía haberlo sabido desde el principio: los alumnos de mis clases, personas adultas de dieciocho a sesenta y dos años, creían que sus opiniones no tenían importancia. Las ideas que pudieran tener procedían de la avalancha de medios de comunicación de nuestro mundo. Nadie les había dicho que tenían derecho a pensar por sí mismos.

—Tienen derecho a pensar por ustedes mismos —les dije. Silencio en el aula.

—No tienen que tragarse todo lo que yo les diga —insistí—. Ni lo que les diga nadie. Pueden hacer preguntas. Si yo no sé la respuesta, podemos buscarla en la biblioteca o debatirla aquí.

Se miran unos a otros. «Sí, este hombre está diciendo cosas raras. Nos dice que no tenemos que creerle. Eh, hemos venido aquí a aprender Lengua Inglesa para poder aprobar. Tenemos que sacarnos el título.»

Yo quería ser el Gran Profesor Liberador, levantarlos del fango tras sus días de penalidades en las oficinas y las fábricas, ayudarlos a desprenderse de sus cadenas, conducirlos hasta la cumbre para que respiraran el aire de la libertad. Cuando tuvieran las mentes libres de engaño, verían en mí a un salvador.

Para la gente de esta clase, la vida ya era bastante difícil de por sí sin que su profesor de Lengua Inglesa se pusiera a predicar que tenían que pensar, y a molestarlos con preguntas.

Hombre, lo único que queremos es aprobar.

Los trabajos de investigación resultaron una orgía de plagios, artículos sobre Papá Doc Duvalier y Fidel Castro tomados de enciclopedias. El trabajo de Vivian sobre Touissant—L'Ouverture era un fárrago de diecisiete páginas en inglés y en francés haitiano, y yo le puse un notable por el trabajo de copiarlo y pasarlo a máquina. Intenté justificarme escribiendo en la portada un comentario sobre que Touissant había pensado por sí mismo y lo había pagado con sufrimientos y que esperaba que Vivian siguiera su ejemplo, aunque no en cuanto a lo de sufrir.

Cuando devolví los trabajos intenté decir cosas positivas sobre ellos, animarlos a que profundizaran todavía más en los temas.

Estaba hablando solo. Era la última clase del año y ellos miraban sus relojes, sin hacerme caso. Caminé hasta el metro, abatido y enfadado conmigo mismo por no haber conectado con ellos de alguna manera. Cuatro mujeres de la clase estaban esperando el metro en el andén. Sonrieron y me preguntaron si vivía en Manhattan.

—No. Voy hasta la segunda estación de Brooklyn.

No supe qué más decir después de aquello. Nada de charla intrascendente. Nada de bromas con el profesor.

—Gracias por la nota, señor McCourt —dijo Vivian—. Es la más alta que me han puesto nunca en Lengua Inglesa y, sabe, usted es un profesor bastante bueno.

Las otras asintieron y sonrieron, y comprendí que lo decían por pura amabilidad. Cuando llegó el tren, dijeron «hasta la vista», y se alejaron deprisa por el andén.

Mi carrera en la enseñanza universitaria terminó al cabo de un año. El jefe del departamento dijo que si bien había una viva competencia por mi puesto y solicitudes de gente con doctorados, él podría forzar las reglas, pero que si quería seguir allí tenía que dar pruebas de estar aspirando a un título de nivel de doctorado. Yo le dije que no estaba aspirando a nada.

—Lo siento —dijo el jefe del departamento.

—Oh, no tiene importancia —dije, y me puse a buscar otro puesto de profesor de secundaria.

Alberta dijo que no iba a llegar a nada en la vida, y yo la felicité por sus dotes de observación. Ella me dijo:

—Déjate de sarcasmos. Llevamos casados seis años, y lo único que haces es ir saltando de un instituto a otro. Si no te asientas en algo, pronto habrás cumplido los cuarenta y te estarás preguntando qué has hecho con tu vida.

Me puso el ejemplo de las personas que nos rodeaban, con matrimonios felices, personas productivas, asentadas, satisfechas, con hijos, con relaciones de pareja maduras, con ilusión por el porvenir, que iban de vacaciones a sitios bonitos, se hacían miembros de clubes, se aficionaban a jugar al golf, envejecían juntos, visitaban a sus parientes, soñaban con sus nietos, apoyaban a sus iglesias, pensaban en la jubilación.

Yo estaba de acuerdo con ella, pero no era capaz de reconocerlo. Le solté un sermón sobre la vida y Estados Unidos. Le dije que la vida era una aventura y que quizá yo debiera haber vivido en los tiempos de los pioneros, cuando el jefe de la caravana en las películas del Oeste (John Wayne, Randolph Scott, Joel McCrea) hacía restallar el látigo y gritaba «en marcha», y la orquesta del estudio tocaba con arrebato, cincuenta violines henchidos de patriotismo de la pradera, pura música de caravana, los violines y los banjos dando la bienvenida al lamento de la armónica, hombres en los pescantes de las carretas gritando hup, hup, hup, u hombres a pie, conduciendo los caballos y los bueyes, con sus esposas allí arriba, sujetando las riendas; algunas esposas están embarazadas y sabes, porque ya lo has visto otras veces, que alumbrarán a sus hijos en pleno ataque de los fieros apaches, sioux, cheyennes. Formarán un círculo con las carretas y se defenderán de esos indios bravos que aúllan y amenazan a las hermosas madres blancas que están de parto, pero a pesar de todo, esos indios están magníficos con sus plumas, con sus caballos, y sabes que se rechazará a los indios porque todos los hombres, mujeres y niños blancos, hasta las mujeres de parto, dispararán sin cesar con rifles y revólveres, blandirán rodillos de amasar y sartenes, vencerán al maldito piel roja para que la caravana pueda seguir adelante, para que el hombre blanco pueda conquistar este continente salvaje, para que ni la langosta, ni la sequía, ni las Montañas Rocosas, ni los apaches aullantes detengan la expansión de los Estados Unidos.

Dije que aquélla era la parte de la historia norteamericana que más me gustaba.

—Ay, las caravanas del Oeste, y una mierda, ve a buscar un trabajo –dijo ella.

Yo le repliqué sobre la marcha con una cita de Dylan Thomas:

—Un trabajo es la muerte sin dignidad.

Ella dijo:

—Tendrás tu dignidad, pero no me tendrás a mí.

Estaba claro que no se podía esperar gran cosa del futuro de nuestro matrimonio.

Al jefe de estudios del Instituto de Industrias de la Moda no le caí bien, pero había escasez de profesores; nadie quería ejercer la enseñanza en los institutos de formación profesional, y allí estaba yo, disponible y con experiencia en el McKee. Se quedó sentado tras su escritorio, hizo caso omiso de la mano que le tendí, me dijo que dirigía un departamento dinámico, movió los hombros como un boxeador para indicar gran energía y determinación. Dijo que los chicos del Instituto de Industrias de la Moda no eran brillantes en cuanto a resultados académicos, sino unos buenos chicos que aprendían oficios útiles como corte y confección, zapatería, tapicería y, maldita sea, ¿es que hay algo de malo en ello, eh? Serán miembros útiles de la sociedad, y yo no cometería jamás el error de mirar por encima del hombro a los chicos de los institutos de formación profesional.

Yo le dije que acababa de pasar ocho años en un instituto de formación profesional, que no se me ocurriría mirar por encima del hombro a nadie.

—¿Ah sí? ¿En qué instituto?

—En el McKee, en Staten Island.

Torció el gesto.

—Bueno, no tiene gran reputación que digamos —comentó.

Yo necesitaba ese trabajo y no quería ofenderle. Le dije que todo lo que yo sabía sobre la enseñanza lo había aprendido en el McKee.

—Veremos —dijo él.

Me dieron ganas de responderle que se metiera el empleo por el culo, pero allí habría terminado mi carrera profesional en la enseñanza.

Resultaba claro que mi futuro no estaba en aquel instituto. Me pregunté si tenía un futuro en alguna parte del sistema de enseñanza. Él dijo que cuatro profesores de su departamento estaban estudiando supervisión y administración, y que no me extrañara verlos ocupar algún día cargos elevados en diversos centros de la ciudad.

—Aquí sabemos mover el culo —dijo—. Salimos adelante y subimos. ¿Cuáles son sus planes a largo plazo?

—No lo sé. Supongo que he venido aquí para ejercer de profesor, nada más —dije.

Sacudió la cabeza, sin comprender mi falta de ambición. Me faltaba dinamismo. Gracias a él, esos cuatro profesores que estudiaban iban a salir adelante y ascender. Eso fue lo que dijo. ¿Por qué iban a pasarse la vida en un aula llena de adolescentes, cuando podían ejercer cargos de autoridad?

Me sentí valiente por un momento y pregunté:

—Si todo el mundo saliera adelante y ascendiera y se marchara, ¿quién enseñaría a los adolescentes?

No respondió y se permitió una sonrisita con una boca que no tenía labios.

Duré un semestre, de septiembre a enero, cuando me obligó a marcharme. Pudo ser por el asunto del cordón del zapato y la revista enrollada, o pudo ser por mi falta de dinamismo y ambición. A pesar de todo, me felicitó en una reunión del departamento por la lección que impartí sobre las partes de la oración utilizando un bolígrafo como ilustración visual.

—Éste es el tubo de plástico que contiene la tinta. Si lo retiramos del bolígrafo, ¿qué pasaría?

Mis alumnos me miran como si no concibieran que les hiciese una pregunta tan estúpida.

—Hombre, no podría escribir.

—De acuerdo. Ahora, ¿qué es esto que tengo en la mano? Otra vez miradas de paciencia.

—Eso es un muelle, hombre.

—Y ¿qué pasaría si retirásemos el muelle?

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