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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (120 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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La asamblea tuvo lugar en la plaza que se extendía ante la Puerta del Este, fuera del recinto del mercado.

Cuando se hizo comparecer a Gaspar el Negro, media ciudad se había reunido ya en la plaza, además de mucha gente de las inmediaciones.

Gaspar el Negro llamó a los siete testigos que avalaban su inocencia, todos ellos hombres del tenente, incluido el castellán, y los siete levantaron la mano. Pero el herrero también tenía, además de los dos testigos oculares, a otros siete hombres de honor, que confirmaron que su hija había denunciado la violación en el pueblo siguiendo todas las normas del derecho y que, al hacerlo, había descrito tan bien los hechos que no cabía la menor duda de que decía la verdad. Al tenente no le quedó más remedio que dictaminar que el caso se decidiera en una ordalía.

Lope estaba de pie al lado del castellán, viendo cómo los sacerdotes de la ciudad estacaban el terreno en que tendría lugar el duelo y lo rociaban con agua bendita, y cómo los dos adversarios se preparaban para el combate. Ambos llevaban armadura; ambos iban armados con espada y escudo redondo. El herrero era unos diez años mayor que su adversario y de la misma estatura, aunque unas buenas veinte libras más ligero. A primera vista, parecía desesperanzadoramente inferior.

Al principio, todo parecía indicar una rápida victoria de Gaspar el Negro, que cargó contra su rival dando fuertes golpes, al tiempo que se cubría de modo que no le dejaba posibilidad alguna de contraatacar. Los hombres del tenente, de pie sobre un montículo que se levantaba junto a la tribuna del juez, empezaron a dar voces de alegría y animaron a su hombre con sonoros gritos. Pero, poco a poco, Gaspar el Negro fue perdiendo su ímpetu inicial y el ritmo de sus golpes se hizo más lento, al tiempo que el ronco jadeo con que acompañaba cada golpe se hacía más intenso y forzado. Hasta que, finalmente, se detuvo, agotado, y se quedó mirando a su adversario con ojos de incrédula sorpresa.

El herrero seguía firme como un yunque. El revestimiento de cuero de su escudo estaba hecho jirones; el borde de hierro, partido en varios lugares. Pero él parecía intacto, y el primer golpe con el que inició su ataque fue fuerte y preciso.

—¿Qué hace Gaspar? ¿Por qué no contesta a los golpes? ¿Está herido? —preguntó el castellán, conteniendo la respiración de puro nerviosismo. Al parecer, veía tan poco que apenas distinguía a los dos combatientes.

—No está herido —dijo Lope—. Pero perderá el duelo.

El castellán se dio la vuelta y lo cogió del brazo.

—¿Quién es el que habla?

—Soy yo. Y sé lo que digo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque vuestro hombre tiene miedo. Pelea como un hombre que tiene miedo —respondió Lope, sereno.

El castellán le soltó el brazo, se dio la vuelta y estiró la cabeza hacia los dos combatientes, que estaban girando el uno alrededor del otro, al acecho.

—Gaspar ganará este duelo —dijo contrariado. Sonó como un conjuro.

—Si el herrero no comete ningún error, Gaspar perderá —respondió Lope, inflexible—. Mira al herrero —dijo—. ¿No ves la furia que reflejan sus ojos?

Lope le envidiaba esa furia desenfrenada. Por la mañana, al enterarse de que Gaspar el Negro tendría que batirse en un duelo a vida o muerte, había deseado que Gaspar saliera vencedor. Ahora quería que el herrero consiguiera una rápida victoria. El herrero tenía más derecho que él a acabar con ese hombre; tenía motivos más recientes.

El duelo se prolongó sin que ninguno de los dos consiguiera una ventaja definitiva. Pero poco a poco empezó a notarse la mayor resistencia del herrero. Sus golpes seguían teniendo la misma dureza que al inicio del duelo, mientras que la fuerza de Gaspar el Negro había disminuido ostensiblemente. Por momentos parecía que el hombre del tenente apenas si podía sostener la espada en la mano. Y luego Gaspar el Negro se sumió en el pánico. Arrojó su escudo contra su adversario, cogió la espada con ambas manos y arremetió contra el herrero gritando a voz en cuello. El herrero se protegió de los pesados golpes cubriéndose con el escudo y la espada al mismo tiempo, y retrocedió paso a paso, sin dejarse llevar fuera de los límites del campo de combate. Entre tanto, ambos hombres habían dado golpes centenos, y a ambos les chorreaba la sangre de debajo del yelmo, hasta el punto de que Gaspar el Negro ya casi no parecía ver adónde dirigía sus golpes. De pronto, la espada salió volando de sus manos, y Gaspar el Negro cargó contra su adversario con los brazos extendidos, como un oso, lo cogió de la mano en la que tenía la espada, lo hizo caer y le apretó la cabeza contra el suelo, intentando meterle los dedos en los ojos, mientras el herrero luchaba con todas las fuerzas de la desesperación para escapar de debajo de su adversario y desembarazarse de su escudo, que le impedía utilizar el brazo izquierdo. Por un instante, pareció como si, a pesar de todo, Gaspar el Negro fuera a vencer, pero sus dedos no encontraban los ojos en el rostro cubierto de sangre de su adversario y, finalmente, el herrero consiguió zafarse, se puso en pie de un salto y golpeó sin piedad antes de que Gaspar el Negro pudiera derribarlo una vez más. Golpeó hasta hacerlo caer y siguió golpeándolo en el suelo, mientras la gente de su pueblo empezaba a gritar, como liberada. Destrozó a golpes el brazo levantado en un gesto de indefensión y siguió golpeando con atroz regularidad, hasta que el demencial aullido de terror se convirtió en un débil gemido, y hasta que cesó también el gemido y el cuerpo destrozado dejó de moverse. Y aún entonces, el herrero siguió golpeando, como si no pudiera parar, hasta que los dos jueces del duelo lo apartaron con sus caballos y su gente le arrebató la espada de las manos.

El castellán no desvió la mirada. Estaba blanco como una pared. Tenía la boca abierta y sus labios se movían como si quisiera decir algo, pero no le salía un solo sonido.

—¡Vámonos! —dijo Lope.

El castellán pareció no oírlo. Seguía rígido, incapaz de apartar la minada del cadáver de Gaspar el Negro, que ahora era retirado por dos criados, cubierto con una vieja manta. Sólo cuando los criados y el cadáver se perdieron de vista, Lope consiguió retirar de allí al castellán.

Pasaron las horas siguientes en una taberna del Barrio Francés, en la que todo el mundo parecía conocer al castellán, desde el tabernero hasta el último cliente. Mientras bebían unos vasos de vino, fuera se desató una tormenta. La lluvia era tan intensa que formaba goteras en el techo. El castellán bebía el vino sin diluir, mirando fijamente con ojos vacíos y sin decir una sola palabra. Lope esperó. Quería acabar con aquello rápidamente. Sólo estaba esperando la ocasión.

Cuando las nubes se retiraron, la gente salió rápidamente a la calle Mayor, con gran alboroto. Había anunciada una carrera. Cuatro ancianas competirían por un cerdo donado por el tenente. El cerdo estaba atado a la puerta del castillo. Cuando llegaron Lope y el castellán, la calle Mayor estaba flanqueada por una apretada multitud. Se colocaron cerca del punto de partida, detrás de la puerta de la ciudad, donde las cuatro ancianas ya estaban esperando la señal para empezar a correr. Eran cuatro mujeres viejísimas, desdentadas y harapientas, que ya sólo podían andar apoyándose en un bastón. La primera cayó al lodo a los pocos pasos. La calle estaba reblandecida y llena de charcos por la lluvia. Los bastones se hundían en el fango, los pies resbalaban, los vestidos se hacían cada vez más pesados, y pronto las cuatro ancianas estuvieron cubiertas de barro y estiércol, pero aun así ninguna se dio por vencida. El público acompañaba sus esfuerzos con sonoras carcajadas y festivos gritos de ánimo, los hombres hacían apuestas, y los niños caminaban a trompicones por el lodo, imitando a las ancianas.

De pronto, Lope se encontró a solas con el castellán junto a la puerta, mientras la bulliciosa multitud de espectadores se alejaba lentamente en dirección al castillo. El castellán estaba tieso como un palo; tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca muy abierta, como en un sofoco. Lope pensó en la rapidez con que el castellán había estado bebiendo en la taberna francesa. Un instante después, el castellán se dobló sobre el vientre y se llevó la mano derecha al cuello, como si sufriera un dolor insoportable.

—¡Ayúdame! —jadeó.

Lope lo abrazó por un costado, pasó el brazo derecho del castellán sobre sus hombros y lo llevó a la sombra de la palizada. El castellán jadeaba a cada paso, y cuando se sentó en el suelo, sus pulmones se movían como un fuelle. Era como si no recibiera aire, como si tuviera que luchar denodadamente cada vez que quería respirar.

—¡Estos dolores! —jadeó—. ¡Estos dolores!

Entonces Lope vio sus ojos dirigidos hacia él y vio el miedo reflejado en ellos, un miedo espantoso, sin nombre. Sin pensar, se apartó un tanto. De pronto supo que se hallaba frente a un moribundo.

—Estoy mal —dijo el castellán. El pecho le dio un salto, abrió la boca de golpe y una ola de liquido rojo le salió por entre los labios. En un primer momento Lope pensó que era sangre, pero no era más que el vino que había bebido, un caldo nauseabundo que despedía un penetrante olor dulzón.

Tiene que darme los nombres, pensó Lope. Tiene que darme los nombres antes de morir. Al reconocer al castellán, había sabido con certeza cómo se habían enterado los asesinos del regreso del joven conde con su princesa mora. Alguno de los hombres de Sabugal se lo habría dicho al castellán, y éste había comerciado con la noticia. Pero ¿quién había dirigido la banda? ¿Quién había dado la orden de asesinar a todo el séquito de la princesa? ¿Quién había estado a la cabeza de todo?

—Escúchame, viejo —dijo Lope—. He venido a Sepúlveda porque quería hacerte unas preguntas, unas preguntas que Baudry Fiz Nicolas, el Normando, no me pudo contestar —dijo rápidamente y sin pausa; no quería perder tiempo—. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Me oyes?

El castellán le dirigió una mirada insegura e interrogante, y asintió titubeando.

—Tú estuviste con el Normando en Alcántara, hace dos años —continuó Lope—. Vosotros atacasteis a esa princesa mora. Tú ideaste el plan. Pero ¿quién era el jefe? ¡Dime quién era vuestro jefe!

El castellán se quedó mirándolo, con ojos vacíos.

—Jefe —dijo, sin ninguna entonación. Lo dijo como si ya no comprendiera el sentido de lo que decía.

—¡Dime el nombre! —dijo Lope—. El nombre del hombre que os daba las órdenes, ¿me entiendes? ¡Dime el nombre!

El castellán movió los labios en silencio. En sus ojos continuaba esa mirada vacía.

—El condestable —dijo. Le costó trabajo pronunciar esa palabra—. ¿Qué condestable? —insistió Lope—. ¿Qué condestable? ¡Dime su nombre!

—El condestable del conde Henri de Borgoña —dijo el castellán con voz inesperadamente clara.

Lope repitió el nombre, para asegurarse.

—¿El conde Henri de Borgoña, el francés? —preguntó. Pero en ese mismo instante el castellán volvió a estremecerse bajo aquel terrible dolor que lo obligaba a doblarse, lo dejaba ciego y sordo y hacía aparecer un miedo espantoso en sus ojos. Lope vio que movía los labios y se inclinó sobre él, acercando la oreja a su boca.

—Era mi hijo, ¿entiendes? —dijo el castellán.

Lope necesitó un rato para comprender qué quería decir el anciano.

—¿Gaspar? —preguntó finalmente.

—¡Era un bastardo! —continuó el castellán, con voz apenas audible—. Era un bastardo, fanfarrón y cobarde. Pero era mi hijo. —Tras unos rápidos estertores, añadió en voz aún más baja—: Nunca se lo dije. —De pronto el miedo había abandonado sus ojos. Ya no parecía sentir dolor. Sólo miraba más allá de Lope con expresión perdida.

Lope se quedó con él hasta el final. Luego dio aviso a los guardias de la puerta. Del castillo llegaba cada vez más fuente el ondeante griterío de la multitud. Lope esperó junto al cadáver hasta que fueron a recogerlo dos criados del tenente. Todavía sentía el olor dulzón del vino vomitado. Se sentía desgraciado. Desgraciado como alguien que despierta tras una noche de fiesta y aún tiene las vivas imágenes en las retinas y las alegres risas y la música en los oídos, pero entonces abre los ojos y ve el pálido sol de la mañana filtrándose a través de la ventana para descubrir todo lo que la piadosa noche había ocultado: los charcos de vino sobre la mesa, los nauseabundos restos de comida, las flores marchitas y la vajilla rota, los borrachos roncando entre los barcos, los arroyuelos de orina y vómitos cayendo por los escalones de la puerta, y, en los rincones, los huesos sobre los que se precipitan negras bandadas de moscas.

Escupió para quitarse el mal sabor de boca.

Karima no se volvió a mirarlo. No sabía si su decisión era la correcta, y se le partía el corazón al pensar que lo estaba abandonando, pero no se volvió. Tenía miedo de volver a ceder, de que todo volviera a empezar desde el principio. No podía flaquear. De una vez por todas, tenía que obedecer los mandatos de la razón.

Lu'lu cabalgaba junto a ella.

—Todavía está esperando, señora —dijo, sintiéndose infeliz, y sus ojos se dirigían hacia ella con expresión tan suplicante como si sufriera incluso más que Karima por aquella separación.

Pero ella no se volvió. No sabía si la decisión era correcta o equivocada; sólo sabía que estaría mal echarse atrás una vez más.

Ni siquiera estaba segura de qué la había inducido finalmente a tomar esa decisión. ¿Pensamientos racionales? ¿Un estado de ánimo, un accidente, una palabra inapropiada?

Allí estaban esos dos judíos, que cabalgaban al frente del grupo. Uno era de Toledo; el otro, de Sevilla. Dos compradores de prisioneros, que habían manumitido a dieciséis musulmanes en el mercado de Sepúlveda. El día anterior habían llegado de repente a la casa, en la que habían encontrado alojamiento en la misma habitación que Lope y Lu'lu. Luego habían estado en el patio, charlando en hebreo, y Karima, al escuchar al sevillano, se había sentido embargada por tal sentimiento de irrefrenable nostalgia que había roto a llorar.

Entonces, de pronto, se le había presentado la inesperada posibilidad de volver a casa bajo la protección de un gran grupo de viajeros y en compañía de paisanos.

¿Qué la había empujado? Quizá el miedo de volver a León, donde ya había intentado una vez separarse de Lope. O la descorazonadora certeza de que esa busca infinita tampoco terminaría en Sepúlveda.

—El responsable de todo es el maestro de armas de un conde francés de la corte —le había dicho Lope.

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