—¿Qué cosa?
Anawak informó sobre la sustancia que había brotado de la montaña de moluscos. Mientras hablaba, revivió la escena, el susto y el golpe en la cabeza contra la quilla. Todavía le retumbaba el cráneo. Había visto las estrellas...
No, destellos.
Un destello, para ser exacto.
De pronto se le ocurrió que el relámpago no había sido en su cabeza, sino delante de él, en el agua.
Esa cosa había emitido un rayo.
Por un momento se quedó literalmente mudo. Se dio cuenta de que aquella criatura era luminiscente y olvidó completamente el informe que estaba relatando. Si era así, posiblemente provenía del mar profundo. Pero, si era así, era casi imposible que se hubiera adherido al casco del
Barrier Queen
en un puerto. Debía de haber llegado hasta el casco junto con los moluscos, en alta mar. Tal vez los moluscos habían atraído a la criatura porque le servían de alimento. O de protección. Y si era un pulpo...
—¿Doctor Anawak?
Volvió a enfocar su mirada en Roberts.
«Sí, un pulpo», pensó. Era lo más probable. Era demasiado rápido para ser una medusa, y demasiado fuerte. Había desperdigado a los moluscos de un golpe, como si fuera un único músculo elástico. Luego se le ocurrió que aquella cosa había saltado en el momento exacto en que él había clavado el cuchillo en la hendidura. Debía de haberla herido. ¿Le habría causado dolor? Por lo menos la punzada había liberado un reflejo...
«No exageres —pensó—. ¿Qué has visto de especial allí abajo? Te has asustado, eso es todo».
—Debería hacer revisar la dársena —le dijo a Roberts—. Pero primero envíe esas muestras —señaló los recipientes cerrados— lo más rápido posible al Instituto de Investigación de Nanaimo para que las analicen. Métalas en el helicóptero. Yo también voy, sé a quién se las tengo que entregar allí.
Roberts asintió. Luego lo llevó aparte.
—¡Maldita sea, León! ¿Qué es lo que piensa realmente de todo esto? —susurró—. Es imposible que una costra de un metro de espesor se asiente en tan poco tiempo. El barco no estuvo vegetando semanas enteras...
—Estos moluscos son una peste, señor Roberts...
—Clive.
—Clive. Los bichos no aparecen paulatinamente, sino siempre como una especie de brigada especial. Es todo lo que se sabe.
—Pero no tan rápido.
—Cada uno de esos malditos moluscos puede traer al mundo hasta mil descendientes al año. Las larvas son arrastradas por la corriente o viajan como polizones entre las escamas de los peces o en el plumaje de las aves acuáticas. En lagos norteamericanos se han encontrado sitios donde hay novecientos mil habitando en un único metro cuadrado, y efectivamente llegaron casi de la noche a la mañana. Ocupan plantas de agua potable, circuitos de refrigeración de zonas industriales cercanas a los ríos, sistemas de riego; atascan y destruyen cañerías, y evidentemente en el agua salada se sienten tan bien como en lagos y ríos.
—Sí, claro. Pero usted está hablando de larvas.
—Millones de larvas.
—Por mí pueden ser miles de millones, y por mí pueden estar en el puerto de Osaka o en alta mar. ¿Qué importancia tiene eso? ¿Pretende hacerme creer que todas se volvieron adultas, con concha y todo, en el transcurso de los últimos días? Quiero decir, ¿está usted seguro de que realmente son mejillones cebra?
Anawak miró por encima de su hombro hacia la camioneta de los buzos. Estaban guardando los equipos en el interior. Los recipientes con las muestras, sellados provisionalmente, estaban delante, en una caja de plástico.
—Lo que tenemos aquí es una ecuación con muchas incógnitas —dijo—. Si efectivamente las ballenas intentaron empujar los remolcadores, debemos preguntarnos por qué. ¿Porque en el barco sucede algo con lo que hay que acabar? ¿Porque debe hundirse, después de que los moluscos lo paralizaron? Y luego ese organismo desconocido que se da a la fuga cuando arremeto contra su escondrijo. ¿Cómo le suena todo eso?
—Como una continuación de
Independence Day
... Realmente quiere decir...
—Espere. Tomemos la misma ecuación. Una manada un poco nerviosa de ballenas grises o jorobadas se siente molestada por el
Barrier Queen
. Para colmo de males, llegan dos remolcadores y las atropellan. Ellas responden con otro atropello. Por casualidad, el barco está infestado por una plaga biológica que pescó en el extranjero, como un turista pilla la viruela; y finalmente un calamar se extravió en alta mar entre la montaña de moluscos.
Roberts lo miraba fijamente.
—Mire, yo no creo en la ciencia ficción —continuó Anawak—. Todo es una cuestión de interpretación. Mande a un par de personas allí abajo. Que arranquen los bichos, que miren bien si no hay otras visitas sorpresa y que las capturen.
—¿Cuándo cree que podremos contar con los resultados de Nanaimo?
—En pocos días, calculo. A propósito, sería una gran ayuda si pudiera recibir un ejemplar del informe.
—Es confidencial —remarcó Roberts.
—Por supuesto. Y con la misma confidencialidad me gustaría hablar con la tripulación.
Roberts asintió.
—No tengo la última palabra al respecto, pero veré qué se puede hacer.
Volvieron hasta la camioneta y Anawak se puso la chaqueta.
—¿Es normal consultar con científicos en estos casos? —preguntó.
—Estos casos no son en absoluto normales. —Roberts sacudió la cabeza—. Fue idea mía. Leí su libro y sabía que podíamos localizarlo en la isla de Vancouver. La comisión de investigación no está completamente entusiasmada, pero yo creo que fue lo correcto. Nosotros no entendemos mucho de ballenas.
—Hago lo que puedo. Carguemos las muestras en el helicóptero. Cuanto más rápido las llevemos a Nanaimo, mejor. Se las entregaremos directamente en mano a Sue Oliviera, la jefa del laboratorio, una bióloga molecular sumamente capaz.
En ese instante sonó el teléfono móvil de Anawak. Era Stringer.
—Deberías venir tan pronto como puedas —le dijo.
—¿Qué pasa?
—Hemos recibido un mensaje por radio del
Blue Shark
, están mar adentro y tienen problemas.
Anawak tuvo un mal presentimiento.
—¿Con las ballenas?
—¡Qué tontería! ¡No! —Stringer lo dijo como si no estuviera del todo cuerdo—. ¿Qué problemas podrían tener con las ballenas? Ese imbécil hijo de puta está liándola otra vez, ¡maldito hijo de puta!
—¿Qué hijo de puta?
—¿Quién va a ser? Jack Greywolf.
6 de abril. Kiel, Alemania
Dos semanas después de haberle entregado a Tina Lund los informes finales de los análisis, Sigur Johanson se encontraba en un taxi que lo llevaba hasta la institución más prestigiosa de Europa en lo que se refiere a geología marina: el centro de investigaciones Geomar.
Cada vez que se trataba de la estructura, la génesis y la historia del lecho marino, se consultaba a los científicos de Kiel. Incluso James Cameron se puso muchas veces en contacto con Kiel para que le bendijeran proyectos como
Titanic
y
Abyss
. Para la opinión pública, el trabajo de los investigadores de Geomar era más bien difícil de explicar. A primera vista, andar escarbando sedimentos y midiendo concentración salina no parecía contribuir demasiado a dar respuesta a las cuestiones urgentes de la humanidad. De todas formas, casi nadie podía imaginarse lo que todavía a principios de los noventa ni siquiera habían querido creer la mayoría de los científicos: en el fondo del mar, lejos de la luz del sol y del calor, no se extendía un desierto rocoso y vacío, sino que era un lugar lleno de vida. Ciertamente, hacía bastante que se sabía de comunidades de especies exóticas que se asentaban a lo largo de las chimeneas volcánicas submarinas. Pero cuando, en 1989, el geoquímico Erwin Suess, de la Universidad de Oregón, fue convocado en el centro de investigación Geomar, habló de cosas aún más extrañas: de oasis de vida en fuentes submarinas frías, de enigmáticas energías químicas que ascendían desde el interior de la Tierra, y de yacimientos de una sustancia en la que hasta ese momento casi no se había reparado por ser supuestamente un producto exótico del azar: el hidrato de metano.
Ése fue el momento en que la geología salió definitivamente de las largas sombras que ella misma (como la mayoría de las ciencias) había proyectado. Intentó informar sobre sí misma: alimentaba la esperanza de poder calcular en el futuro catástrofes naturales o la evolución climática y ambiental, e influir sobre estos fenómenos. El metano parecía dar, además, la respuesta a los problemas energéticos del mañana. Se había despertado el ansia de información de la prensa, y los científicos aprendieron (al principio con vacilaciones, después cada vez más como si fueran estrellas del pop) a sacar provecho del interés que se había despertado.
El conductor del taxi que llevaba a Johanson hasta el canal de Kiel no parecía estar muy enterado de todo eso. Llevaba veinte minutos expresando lo incomprensible que le parecía que hubieran puesto un centro de investigación que costaba millones en manos de unos locos que cada dos meses partían en cruceros carísimos, mientras que a gente como él apenas le llegaba el dinero. Johanson, que hablaba un alemán perfecto, sentía pocas ganas de poner las cosas en su lugar, pero el hombre no cesaba de hablarle y, al mismo tiempo, gesticulaba tanto que el coche se desviaba peligrosamente.
—Nadie sabe qué es lo que hacen —protestó el conductor—. ¿Usted es de la prensa? —preguntó finalmente, al no obtener respuesta de Johanson.
—No, soy biólogo.
Al instante, el conductor cambió de tema y se explayó sobre la inacabable serie de escándalos relacionados con los alimentos; al parecer, veía en Johanson a uno de los responsables. En cualquier caso, protestaba en aquel instante por la manipulación genética de las verduras y los altos precios de los productos orgánicos, mientras lanzaba miradas desafiantes a su pasajero.
—Así que es biólogo... ¿Y qué es lo que aún puede comerse? Quiero decir, sin preocuparse. Yo, por lo menos, no lo sé. No podemos comer nada. No deberíamos comer nada de lo que nos venden. No deberíamos darles ni un céntimo más.
El coche se pasó al otro carril.
—Si no come nada, se va a morir de hambre.
—¿Y qué? Da igual de qué se muere uno, ¿no? Si no comemos nada, morimos; si comemos, morimos intoxicados.
—No dudo que tenga razón, pero yo, personalmente, prefiero morir intoxicado por un filete que por el radiador de ese camión cisterna.
Sin inmutarse, el conductor dio un volantazo y cruzó tres carriles a toda velocidad en dirección a una bajada. El camión pasó ruidosamente por su lado. A la derecha, Johanson vio el agua. Iban por la orilla este del canal. Al otro lado, grúas inmensas se recortaban contra el cielo.
Al parecer, al taxista le había sentado mal el último comentario de Johanson, ya que no volvió a hablar durante el resto del trayecto. Atravesaron calles llenas de casas con techos en punta hasta que de pronto emergió el alargado complejo de ladrillos, cristal y acero, que desentonaba en medio de aquel recogimiento pequeñoburgués. El conductor giró bruscamente hacia la entrada del instituto y se detuvo con un rechinar de neumáticos. El motor se apagó con un ronquido. Johanson respiró profundamente, pagó y bajó del automóvil con la certeza de haber soportado en los últimos quince minutos algo mucho más terrible que el viaje en el helicóptero de Statoil.
—Me gustaría saber qué es lo que hacen ahí —dijo el conductor por última vez. Se lo dijo más bien al volante.
Johanson se agachó y miró a través de la ventanilla del acompañante.
—¿Realmente quiere saberlo?
—Sí.
—Intentan salvar a los taxistas.
El conductor pestañeó sin comprender.
—Tampoco traemos gente tan a menudo —dijo inseguro.
—No, pero para hacerlo tienen que usar el coche. Cuando no haya más gasolina, o llevan estos coches al desguace o les dan otro uso. Y eso depende de allá abajo, del mar; metano, combustible, tratan de hacerlo aprovechable.
El conductor frunció el ceño. Luego dijo:
—¿Sabe cuál es el problema? Nadie le explica esas cosas a uno.
—Está en todos los periódicos.
—Está en los periódicos que usted lee, señor mío. Nadie se ha tomado la molestia de explicármelo.
Johanson iba a contestarle, pero asintió y cerró la puerta. El taxi dio la vuelta y salió disparado.
—¡Doctor Johanson!
De un edificio redondo de cristal salió un joven bronceado que se dirigió hacia él. Johanson estrechó la mano extendida.
—¿Gerhard Bohrmann?
—No, Heiko Sahling, biólogo. El doctor Bohrmann tardará un cuarto de hora, está dando una charla. Podemos ir hacia allí o tomar un café en el bar.
—¿Qué prefiere?
—Lo que usted prefiera. Por cierto, muy interesantes sus gusanos.
—¿Se ha ocupado de ellos?
—todos nos hemos ocupado de ellos... Dejemos el café para después, Gerhard terminará en seguida. Mientras tanto, podemos ir a escucharlo.
Entraron en una gran sala, diseñada con gusto. Ascendieron por una escalera y atravesaron un puente flotante de acero. A Johanson le pareció que, para ser un instituto de investigación, Geomar se movía sospechosamente cerca de los precios de diseño.
—Por lo general, las conferencias se dan en el auditorio —explicó Sahling—. Pero tenemos de visita a un grupo de estudiantes.
—Muy loable.
Sahling sonrió.
—Para los chicos de quince años, un auditorio no se diferencia del aula. De modo que hemos paseado con ellos por el instituto y les permitimos mirar por todas partes y tocar casi todo. Reservamos la litoteca para el final. Gerhard les está contando un cuento para ir a dormir.
—¿Sobre qué?
—Hidratos de metano.
Sahling abrió una puerta corredera al otro lado de la cual continuaba el puente. Salieron. La litoteca tenía el tamaño de un hangar mediano. En dirección al muelle, el edificio era abierto, y Johanson alcanzó a ver un enorme barco. A lo largo de las paredes se apilaban cajas y diversos aparatos.
—Aquí se depositan temporalmente las muestras —explicó Sahling—. Sobre todo núcleos de sedimento y muestras de agua marina. Archivos de historia de la Tierra. Estamos bastante orgullosos.
Alzó brevemente la mano. Desde abajo un hombre muy alto respondió a su saludo y se concentró de nuevo en el grupo de adolescentes que se arremolinaban curiosos a su alrededor. Johanson se apoyó en la baranda del puente y prestó atención a la voz que subía hasta ellos.