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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (91 page)

BOOK: El quinto día
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—No, desde luego —murmuró Vanderbilt—. Se lo dijo a los americanos.

—Quizá sea ésta la lucha contra el mal, la gran batalla tan anunciada. —El presidente se irguió un poco—. Y nosotros estamos predestinados a librar esa batalla y a ganarla.

—Quizá —Li se apoderó de la idea— el que gane esa batalla conquiste el mundo.

Peak la miró de reojo, pero permaneció callado.

—Deberíamos discutir abiertamente la teoría de Johanson con los gobiernos de los estados miembros de la OTAN y de la UE —propuso la secretaria de Relaciones Exteriores—. Luego deberíamos incluir a la ONU.

—Y al mismo tiempo debemos hacerles ver que no podrán llevar a cabo una operación así —dijo Li rápidamente—. Quiero decir que debemos utilizar los conocimientos y la creatividad de sus mejores cabezas. Propongo que incorporemos también a los estados árabes y asiáticos amigos, eso siempre causa buena impresión. Pero además es hora de que aprovechemos la oportunidad para situarnos al frente de la comunidad mundial. No estamos ante un meteorito que eliminará a la humanidad de la faz de la Tierra. Ésta es una amenaza terrible que nosotros podemos dominar si no cometemos ningún error.

—¿Surten efecto sus medidas? —preguntó el consejero de Seguridad.

—Investigadores del mundo entero están buscando un antídoto. Intentamos frenar la invasión de cangrejos y los ataques de ballenas, y además tratamos de capturar a esos gusanos, cosa que no resulta fácil. Hacemos cuanto podemos para limitar los riesgos, pero si seguimos aplicando medios convencionales no será suficiente. La detención de la corriente del Golfo nos condena a la impotencia. No podemos impedir el MAP de metano. Aun cuando lográramos sacar del mar a millones de gusanos, no podríamos ver hasta dónde han llegado, de modo que saldrían más. Desde que no podemos enviar robots, sondas y batiscafos a las profundidades marinas, estamos ciegos. No sabemos lo que pasa allí abajo. Esta tarde me han comunicado que hemos perdido dos enormes redes de arrastre frente al Georges Bank. Hemos perdido contacto con tres traineras que navegaban por la fosa de San Lorenzo para rastrillar el fondo. Hay aviones buscándolas, pero es un terreno difícil. Hacia el este están los bancos de Terranova. Además es una zona de bruma permanente, y desde hace dos días hay una tormenta bastante fuerte. —Hizo una pausa—. Son dos ejemplos entre miles. Casi todas las informaciones reflejan nuestro fracaso. El reconocimiento de los UAV funciona bien; pudimos combatir con lanzallamas a varios ejércitos de cangrejos, pero siempre salen en otras partes. Debemos asumir que no nos hacen mucho caso en el mar. Ya casi no lo hacían cuando no salía ningún peligro de él, y ahora...

—¿Y los ataques con sonar?

—Los mantenemos; sin embargo no obtenemos buenos resultados. Sólo funcionan si matamos a los animales. Las ballenas no huyen del ruido como haría cualquier animal guiado por sus instintos. Calculo que sufren horriblemente, pero las están dirigiendo. Y el terror continúa.

—Y hablando de planificación, Jude —dijo el secretario de Defensa—, ¿ve alguna estrategia detrás de esos ataques?

—Creo que sí. En cinco etapas interdependientes. El primer paso es la expulsión del ser humano de la superficie del agua y de las profundidades marinas. El segundo paso culmina en la destrucción y expulsión de las poblaciones costeras (piensen en lo ocurrido en el norte de Europa). El tercer paso supone la destrucción de nuestras infraestructuras, como ha sucedido en el norte de Europa, donde la industria submarina ha resultado sensiblemente afectada. La paralización de la pesca nos creará además un grave problema de alimentación, especialmente en el Tercer Mundo. Cuarto paso: la destrucción de los pilares de nuestra civilización (es decir, las grandes ciudades) mediante tsunamis, sustancias bacteriológicas, o haciendo retroceder a la población al interior del país. Y finalmente, el quinto y último paso: se alteran las condiciones climáticas y la Tierra se vuelve inhabitable para el ser humano. Se congela o se inunda, se recalienta o se enfría, o ambas cosas a la vez, aún no lo sabemos con certeza.

Durante un momento reinó un silencio opresivo.

—¿Pero en ese caso no sería la Tierra también inhabitable para los animales? —preguntó el consejero de Seguridad.

—En teoría, sí. O digamos que gran parte del mundo animal desaparecería. No obstante, me han informado de que hace cincuenta y cinco millones de años sucedió algo similar, y en última instancia sólo provocó que cierta cantidad de animales y plantas se extinguieran y fueran sustituidos por nuevas especies. Creo que esos seres deben de haber meditado muy bien cómo salir ilesos de semejante catástrofe.

—Esa aniquilación es... —El secretario de Seguridad Nacional buscaba las palabras—. Es desproporcionada, es inhumana...

—No son seres humanos —dijo Li pacientemente.

—¿Pero entonces cómo vamos a detenerlos?

—Averiguando quiénes son —dijo Vanderbilt.

Li volvió la cabeza hacia él.

—¿Acaso ha cambiado de opinión?

—Mi punto de vista no ha variado —dijo Vanderbilt, impasible—. Si detectamos el propósito que subyace tras esa acción sabremos quién la ejecuta. Sin embargo, admito que su estrategia en cinco etapas es de momento la más plausible, así que debemos dar el próximo paso: ¿quiénes son esos seres?, ¿dónde están?, ¿cómo piensan?

—¿Y qué podemos hacer contra ellos? —añadió el secretario de Defensa.

—El mal... —dijo el presidente con los párpados entornados— ¿cómo se puede vencer al mal?

—Hablemos con ellos —dijo Li.

—¿Quiere decir que establezcamos contacto?

—También se puede negociar con el diablo. Por el momento no veo otro camino. Johanson sostiene que nos tienen en suspenso para impedir que encontremos soluciones. No debemos darles tanto tiempo. De momento seguimos teniendo capacidad de acción, de modo que deberíamos buscarlos y establecer contacto. Después les asestaremos el golpe definitivo.

—¿A esos seres oceánicos? —El secretario de Seguridad Nacional sacudió la cabeza—. ¡Cielo santo!

—¿Estamos todos de acuerdo respecto a esa teoría? —preguntó el director de la CÍA a los participantes—. Quiero decir que hablamos como si no albergáramos ninguna duda al respecto. ¿Realmente estamos dispuestos a admitir que compartimos la Tierra con otra raza inteligente?

—Sólo hay una raza divina —remarcó el presidente de modo categórico—, y es la humana. Hasta qué punto esa forma de vida llega a ser inteligente es otro asunto. Podemos cuestionar que tenga tanto derecho a reclamar la Tierra como nosotros. Al fin y al cabo, la historia de la creación no prevé esos seres. Nuestro planeta pertenece a los seres humanos, fue creado conforme a los designios de Dios, y nosotros formamos parte de su creación. Pero que una forma de vida extraña sea responsable de cuanto está sucediendo, me parece aceptable.

—Lo repito una vez más —dijo la secretaria de Relaciones Exteriores—. ¿Qué le diremos al mundo?

—Es demasiado pronto para decir nada.

—Nos preguntarán.

—Invente respuestas, para eso es usted diplomática. Si le decimos a la gente que en el mar vive otra raza de seres humanos, se morirá de la impresión.

—Por cierto —dijo el director de la CÍA dirigiéndose a Li—, ¿cómo llamaremos a esos cerebros enfermos del océano?

Li sonrió.

—Johanson tiene una propuesta: yrr.

—¿Yrr?

—I griega más dos erres. Es un nombre casual que obtuvo al pulsar un par de teclas de su portátil.

—Vaya tontería.

—Él dice que ese nombre es tan bueno como cualquier otro, y en eso le doy la razón. Considero que deberíamos llamarlos yrr.

—Bien, Li. —El presidente asintió—. Ya veremos qué hay de interesante en esa teoría. Tenemos que sopesar todas las opciones, todas las posibilidades. Pero si al final concluimos que tenemos que librar una batalla contra esos seres, llámense yrr o como fuere, los venceremos. Les declararemos la guerra. —Miró a todos—. Ésta es una oportunidad, una oportunidad muy grande. Y quiero que la aprovechemos.

—Con la ayuda de Dios —dijo Li.

—Amén —farfulló Vanderbilt.

Weaver

Durante el sitio, una de las ventajas del Château era que todo estaba abierto permanentemente. Allí nadie seguía las costumbres de los huéspedes normales. Li había dispuesto que especialmente los científicos tendrían que trabajar día y noche, por lo que cabía la posibilidad de que a las cuatro de la madrugada tuvieran ganas de comer una buena chuleta. En consecuencia, había comidas calientes y gente en los restaurantes veinticuatro horas al día; el bar y las salas de estar, y todas las instalaciones deportivas, incluidas la sauna y la piscina, estaban abiertas noche y día.

Weaver había nadado media hora en la piscina. Ya era más de la una. Descalza y con el cabello mojado, envuelta en un mullido albornoz, cruzaba el vestíbulo en dirección a los ascensores cuando vio a Anawak con el rabillo del ojo. Estaba sentado en la barra del bar, lugar que en opinión de Weaver apenas le cuadraba. Absorto, tenía ante sí una Coca-Cola intacta y un platito de cacahuetes; cada dos segundos tomaba uno, lo miraba y lo volvía a dejar.

Weaver dudó.

Desde la conversación interrumpida aquella mañana no lo había vuelto a ver. Tal vez no quería que lo molestaran. Aún había mucho movimiento en el vestíbulo y en las salas contiguas, sólo el bar estaba casi vacío. En un rincón había dos hombres con traje oscuro enfrascados en una conversación en voz baja. Un poco más allá, una mujer vestida de dril estaba concentrada en su ordenador portátil. La suave música de la costa oeste daba a toda la escena un aire de liviandad.

Anawak no parecía precisamente feliz.

Cuando pensaba ya en irse a su suite, Weaver entró en el bar. Sus pies produjeron un leve chasquido sobre el parqué. Fue hasta el final de la barra, donde él estaba sentado, y le dijo:

—¡Hola!

Anawak volvió la cabeza. Su mirada estaba completamente vacía.

Weaver se detuvo involuntariamente. Se podía vulnerar la esfera íntima de una persona con más facilidad de lo que se creía, y entonces se cogía fama de pesado para siempre. Se apoyó en la barra y se ciñó un poco más el albornoz en torno a los hombros. Entre ambos había dos taburetes.

—Hola —dijo Anawak. Su mirada vagaba, hasta que por fin pareció darse cuenta de su presencia.

Weaver sonrió y le dijo:

—¿Qué... eh... qué está haciendo? —Qué pregunta tan tonta. ¿Qué estaba haciendo? Estaba sentado en la barra jugando con cacahuetes—. Esta mañana ha desaparecido de golpe.

—Sí. Lo siento.

—No, no tiene por qué disculparse —se apresuró a decir—. No quería molestarlo, pero al verlo aquí sentado he pensado...

Algo raro pasaba. Lo mejor sería irse cuanto antes.

Anawak pareció despertar completamente de su ensimismamiento. Tomó el vaso, lo levantó y lo dejó otra vez sobre la barra. Su mirada recayó en el taburete que estaba a su lado.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó.

—¿Seguro que no lo molesto?

—No. De ninguna manera. —Vaciló—. Me llamo León. Deberíamos tutearnos, ¿no?

—Bueno... entonces... Me llamo Karen, y... tomaré un Baileys con hielo, por favor.

Anawak hizo una seña al camarero y pidió la bebida. Ella se acercó, pero no se sentó. Del pelo le caían al cuello gotas de agua fría que le corrían entre los pechos.

Por lo general no le causaba ningún problema andar por ahí semidesnuda, pero de pronto se sintió incómoda.

Tenía que terminar su copa y desaparecer rápidamente.

—¿Y cómo te va? —preguntó mientras sorbía el líquido cremoso.

Anawak arrugó la frente.

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No. —Cogió un cacahuete, lo puso ante sí y lo hizo saltar de un golpecito—. Mi padre ha muerto.

¡Maldita sea!

Lo sabía. No tenía que haber entrado. Ahora estaba allí, en pie, bebiéndose un Baileys con alguien que se había confinado en el fondo de la barra de modo tan notorio como si hubiera puesto un cartel con la indicación: manténgase alejado.

—¿De qué? —preguntó con cautela.

—Ni idea.

—¿Todavía no lo saben los médicos?

—Yo soy quien todavía no lo sabe. —Sacudió la cabeza—. Y no estoy seguro de querer saberlo. —Se calló un momento. Luego dijo—: Esta tarde he andado por el bosque. Durante horas. Unas veces caminando despacio, otras corriendo como un loco. Buscando... sentir algo. Me parecía que tenía que haber algún estado afectivo que cuadrase con la situación, pero lo único que he conseguido es hacerme cada vez más daño. —La miró—. ¿Sabes lo que quiero decir? Estás en un lugar, y al instante quieres irte. Todo parece acosarte, y luego te das cuenta de que no depende de ti. No eres tú el que quiere irse. Son los lugares los que quieren deshacerse de ti. Parece que te repelen, que te dicen que ése no es tu sitio. Pero nadie te explica cuál es tu sitio, y sigues corriendo...

—Suena raro. —Weaver pensó un momento—. Sucede algo parecido con las borracheras, cuando estás tan bebido que en cualquier postura te sientes fatal, tanto si estás boca arriba como boca abajo o de lado. —Se detuvo—. Perdón, es una respuesta estúpida.

—No, de ninguna manera. Tienes razón. Después de vomitar te sientes mejor. Exactamente así es como me siento. Tal vez tendría que vomitar, pero no sé cómo.

Weaver pasó los dedos por el borde de la copa. El sonsonete de la música no se interrumpía.

—¿Tenías buena relación con tu padre?

—No tenía ninguna relación con él.

—¿No? —Weaver frunció el ceño—. ¿Es posible algo así? ¿Se puede no tener ninguna relación con alguien a quien uno conoce?

Anawak se encogió de hombros.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué hacen tus padres?

—Murieron.

—Lo... oh, lo siento.

—No te preocupes. No es nada. Quiero decir que la gente se muere, también los padres. Mis padres murieron cuando yo tenía diez años. Un accidente de buceo en Australia. Yo estaba en el hotel cuando pasó. Llegó una corriente de fondo muy fuerte. Durante un rato todo está en calma, y de repente te arranca y te arrastra a mar abierto. Lo cierto es que eran cuidadosos y tenían experiencia, pero... bueno. —Se encogió de hombros—. El mar siempre está cambiando.

—¿Los encontraron? —preguntó Anawak en voz baja.

—No.

—¿Y tú? ¿Cómo lo superaste?

—Durante algún tiempo fue bastante duro. Tuve una infancia maravillosa, ¿sabes? Siempre estábamos viajando. Ambos eran profesores y les fascinaba el mar. Hicimos de todo: navegar a vela en las Maldivas, bucear en el mar Rojo y en las grutas de Yucatán... Hasta en las costas de Escocia e Islandia hicimos buceo. Por supuesto, cuando estaban conmigo se quedaban más cerca de la superficie, pero yo siempre lo veía todo. Sólo dejaban de llevarme cuando las inmersiones eran peligrosas. Y no sobrevivieron a aquélla. —Sonrió—. Pero ya lo ves, no he acabado tan mal.

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